«Anochece. Dioniso regresa de incógnito a Tebas, su ciudad natal. A las afueras, en un descampado abandonado donde se halla la tumba en ruinas de su madre, prepara su venganza contra aquellos que niegan su divinidad. A través de su música, pone en trance a todos los habitantes de la ciudad, haciéndoles salir de sus casas y obligándoles a participar, de forma clandestina, en sus rituales prohibidos. Tan solo Penteo, gobernante de Tebas y primo de Dioniso, parece inmune a los efectos de la locura colectiva desencadenada por el dios, y acude para poner fin a la bacanal...».
De este modo se introducía Las bacantes, de Eurípides, una soleada tarde de mayo de 1997 en el Teatro Romano de Mérida. Yo tenía 16 años y la magnitud de la puesta en escena en semejante escenario hizo que me embargase el asombro durante toda la representación.
El teatro romano es el monumento más significativo de los que conforman el conjunto arqueológico de Mérida, uno de los principales de España, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1993. Su construcción fue promovida en los años 16-15 a. C. por el cónsul Marco Vipsanio Agripa, aunque continuó remodelándose a lo largo de los siglos posteriores. Con el desarrollo del cristianismo (siglo IV d. C.) se pasó a considerar las representaciones como inmorales, y esto dio lugar a su abandono e incluso al cubrimiento del mismo con arena, de modo que solo quedó visible la parte superior del graderío (summa cavea), lo que después se conocería como las siete sillas.
Parece ser que el pueblo, en época de la Antigua Roma, prefería el circo o el anfiteatro (en donde tenían lugar carreras de carros y luchas entre gladiadores y animales) al espectáculo que en el teatro se celebraba. Este último respondía más a intereses políticos, ya que en ellos las autoridades hacían propaganda de sí mismas, tanto con la majestuosidad del edificio como con los mensajes que desde el escenario se transmitían.
Las excavaciones del teatro comienzan en el año 1910, y con ellas sale a la luz un tipo de construcción muy similar a los que se conocen de ciudades como Roma y Pompeya. Un asombroso monumento que en su día llegó a tener un aforo de seis mil personas, cuya zona más espectacular es el frente de escena, con dos cuerpos de columnas de mármol y las esculturas de Ceres, Plutón y Proserpina, además de otras con togas y corazas que se consideran retratos imperiales.
Anualmente, durante los meses de julio y agosto, se viene celebrando el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, el más antiguo de los celebrados en España y el más importante de su género. La de este año será la 63 edición.
Las representaciones comenzaron allá por 1933, con la Medea de Séneca, en versión de Unamuno y con Margarita Xirgu como protagonista. Pero el complejo momento político que se vivía no permitió que las representaciones se dieran de manera ininterrumpida hasta veinte años más tarde, esta vez con Paco Rabal como Edipo Rey.
A lo largo de todas estas ediciones se han citado sobre la arena los más prestigiosos profesionales del teatro para representar las grandes comedias y tragedias griegas y romanas, siendo así la más representada de todas ellas Medea (con Margarita Xirgu, que inició la tradición, Núria Espert y Ana Belén, actrices emblemáticas que han sabido dar al personaje la fuerza y profundidad que exige un personaje semejante), seguida de Edipo Rey, Electa, Antígona, Fedra, Troyanas, Lisístrata...
Eurípides, Sófocles y Esquilo, los tres grandes trágicos, están siempre llamados a la cita, pero también lo están muchos otros autores de la Antigüedad (Séneca, Plauto, Aristófanes, Menandro) e incluso otros mucho más posteriores, como Shakespeare y Camus.
Augusta Emerita, capital de la provincia romana de Lusitania, una de las más destacadas ciudades de Hispania, más de dos mil años después sigue abriendo sus puertas para mostrarnos en un escenario inigualable, testigo privilegiado de la historia, el esplendor del mundo clásico, capaz como ningún otro de llevarnos a un lugar muy lejano para desprendernos de lo que aquí somos y poder experimentar de un modo sublime la catarsis de la que nos hablaba Aristóteles.