¿Podemos imaginarnos a un filósofo trabajando en Silicon Valley? En la era de la información instantánea y sin contrastar, ¿hay lugar para la reflexión? Cualquier Revolución Industrial ha llevado a la historia humana a nuevos planteamientos éticos y a una progresión de la civilización: de ahí que llamemos al siglo XVIII el Siglo de las Luces con su racionalismo empírico. En un tiempo altamente tecnológico, frío, empírico, apegado al dato, a los resultados, al consumo instantáneo, ¿es posible que apreciemos la gran labor de los filósofos y su valoración de las implicaciones éticas que tendrá este enorme desarrollo de la tecnología para nuestra forma de vida? Afortunadamente sí.
En contra de las madres que fueron educando a mi generación millenial en una formación más empírica para un mundo altamente competitivo y apegado más a la materia que a disquisiciones metafísicas sobre valores o la influencia de la tecnología sobre nuestra forma de vida y de articular nuestro pensamiento, la filosofía vuelve a estar de moda. De hecho, sorprendentemente hay una nueva rama de estudio – la filosofía de la tecnología – que precisamente estudia la naturaleza de cada avance tecnológico y sus efectos sociales. Es decir: cómo un mismo objeto puede tener distintos usos según cómo y dónde se utilice, estudiando las características de los sistemas socioeconómicos de diferentes culturas para poder crear objetos tecnológicos que satisfagan las necesidades requeridas por esas sociedades.
El gran gurú y líder de esta nueva era de la información y el conocimiento, Steve Jobs, llegó a afirmar que las personas no sabían qué necesitaban hasta que se lo planteabas. De ahí el éxito de su concepto de negocio: productos sofisticados, de un diseño exquisito, que te conectan con la nueva sociedad, que te hacen pertenecer a un club selecto de elegidos en el buen gusto, el amor por el progreso y la ciencia más cool. Ahora bien, hay cada vez más programadores informáticos, pero pocos empleados que conozcan la industria tecnológica y sepan ver más allá de los objetivos de negocio inmediatos y sean árbitros neutrales para establecer una propuesta de evolución de esos mismos productos revolucionarios cara al futuro. Más aún, de establecer una prospectiva de cómo aceptarán los consumidores esos productos y cómo cambiarán su estilo de vida.
Y ahí llegan los filósofos. Donde no llegan los datos. Porque la mejor interpretación de un escenario hecho de informaciones y datos que en principio pueden ser contradictorios no viene de una máquina, sino de un ser humano. Porque nuestro cerebro está diseñado precisamente para crear soluciones dispares, creativas ante una misma situación. Puede que no lleguemos a ser perfectos, pero nos acercamos a una solución razonable que redunde en un bien colectivo seguro. Ya dijo Platón que “cualquier conocimiento, si se separa de la justicia y la virtud es visto como astucia y no como sabiduría”.
El amor a la sabiduría no es la esencia única de la filosofía, sino la curiosidad por la realidad y la capacidad de plantearnos cuestiones, una capacidad cada vez más valorada entre empresas que buscan perfiles de empleados innovadores, de mente abierta y capacidad de razonamiento. La viva descripción de un filósofo.
¿Qué valor le damos a los datos? ¿Hasta qué punto permitiremos que Gobiernos y compañías privadas controlen todos y cada uno de nuestros hábitos y rutinas de compra u ocio bajo la sacrosanta consigna del progreso tecnológico? ¿Hasta qué punto condiciona nuestra vida un pequeño artilugio tecnológico como el móvil? ¿Cuánto tiempo le dedicamos realmente a esa tecnología que nos “hace la vida más fácil”?
Éstas serán algunas de las principales preguntas que tendrán que responder los filósofos que están cada vez más presentes en las empresas tecnológicas. El futuro de la evolución de la tecnología y, por ende, de la civilización humana, no sólo depende de ingenieros y matemáticos.