Sin duda, la actitud –predisposición del ánimo instalada en el individuo- tiene una importancia crucial en nuestras decisiones, puesto que es un baremo que evalúa las acciones. Proyectando, hablamos de decisiones bien tomadas, poco afortunadas o mal interpretadas y sabemos que, tanto la intuición como el ejercicio razonado para resolver satisfactoriamente un problema de diseño, se pueden ver afectados por la influencia de una actitud que predetermina el resultado, positiva o negativamente. No es exagerado, pues, afirmar que cuando proyectamos convertimos nuestras actitudes en forma.
Admitiendo el hecho que la actitud condiciona la forma, cuanto más sólida sea la preparación del diseñador más fácil será acertar los resultados. Cuando trabaja el autor de un proyecto, sea arquitecto o interiorista, utiliza todo su bagaje y es importante disponer de un conocimiento humanístico que le permita entender las diferentes situaciones. Para pensar las formas de vivir hay que apuntalar las ideas en bases sólidas y mirar la realidad para abordarla adecuadamente. Pensar es más interesante que saber, pero menos interesante que mirar.
Para proyectar creativamente, el saber adquirido, sobre todo la técnica estricta, puede ser un lastre. En cambio, una actitud mental inquieta con la ayuda de unas convicciones sólidas, predispone experimentos nebulosos que una vez se han resuelto pueden modificar profundamente nuestra forma de entender las cosas, modificando la atmósfera del lugar. El escultor Eduardo Chillida dice: “cuando empiezo a trabajar lo que haya hecho antes no me sirve de nada”. La idea señala la conveniencia de una mirada libre que ignore voluntariamente la pericia previa.
Las reflexiones anteriores son formas objetivas de encarar los problemas y tener bien presente que cada caso es el resultado de escuchar las exigencias que emanan del cliente, del lugar y, evidentemente, de las convicciones responsables del autor, sin someterse a las tendencias en curso, por definición variables.
Pero, ¿qué pasa cuando la tendencia regula la actitud o cuando, por indiferencia, debilita la capacidad de pensar, o cuando la prisa se valora más que la calidad? Estos son algunos interrogantes que genera la modernidad dominante, cada vez más líquida.
Una corriente dominante que necesita prescriptores y consumidores maleables, nada interesados en las convicciones firmes, el esfuerzo y la conciencia colectiva de pertenencia a un lugar. Se trata de causar furor y de impresionar fugazmente a una gente que no quiere saber de pasado ni futuro. Solo le importa lo que se lleva, la calidad intrínseca ocupa un segundo plano y el simulacro es perfecto si aparenta aquello que suplanta.
También la actitud bienintencionada del cliente, en ocasiones alejada de la superficialidad líquida, puede ser un obstáculo cuando el diseñador quiere ofrecer lo mejor a su cliente. Emociones, sensaciones, paradigmas, inercias y una instrucción deficiente actúan sobre el proyecto y producen la desmoralización del diseñador preparado o la claudicación progresiva -que acaba siendo crónica- de los diseñadores débiles o los aprovechados que ven en la actitud permisiva (a veces el diseñador tiene que desobedecer al cliente para darle lo mejor) una oportunidad, sin esfuerzo, de ser premiados con numerosos encargos de una sociedad poco exigente.
En cambio, para el vocacional que no escatima esfuerzos, todos los proyectos son una oportunidad para explorar las especificidades de cada cliente y cada ubicación, y la manera de materializarlos de una forma única y particular. Y, acabado el proceso, el cliente recibe en regalo una obra elaborada pacientemente por un autor que, a más de técnico y creativo, ha ejercido una docencia encaminada a cambiar paradigmas obstaculizadores y a mejorar la percepción del cliente, responsablemente.