El 2 de enero del año 2002 viajábamos a bordo de un helicóptero alrededor de la base de la meseta Aprada-tepui de 2.600 metros de altura. Era una meseta de cumbre plana y paredes verticales que permanecía casi inexplorado, aunque ya en 1981 habíamos estado en su cumbre acompañados por un geólogo, un botánico y un herpetólogo, con el propósito de estudiar las extrañas plantas y ranas endémicas que había en su cumbre. Es decir, plantas y animales que no se encuentran en ninguna otra parte del mundo, incluidas las cumbres de cualquiera de los otros tepuyes.
Íbamos distraídos viendo los muros verticales que separan las cumbres de estas mesetas de la selva circundante, cuando notamos una grieta oscura casi tapada por una cascada que impedía entender cómo se desarrollaba el espacio mas allá de la cortina de rocío. De inmediato me acordé de la cueva que le servía de refugio al personaje “El fantasma que Camina” ilustrado por Lee Falk y que aparecía en las comiquitas que encartaban en la prensa del domingo. Nos dispusimos atravesar la cascada a bordo del helicóptero sin el caballo blanco, ni el perro lobo que siempre acompañaba al fantasma, pero iba guiado por el piloto Raúl Arias que había visto esta grieta unos días antes.
Con gran cuidado nos fuimos acercando hacia aquella puerta que parecía conducir hacia otra dimensión, pero el parabrisas de la nave se encontraba empañado por el agua de la cascada y lo único que podiamos apreciar mas o menos bien por las pequeñas ventanas del piso, era que el piso de la cueva estaba tapizado por grandes esferas de roca rosada que impedirían encontrar un lugar plano para posar la nave.
Además, las ramas de los árboles que crecían a la entrada de la grieta se mecían furiosamente por a la turbulencia que generaba el rotor del helicóptero. Al cabo de un angustioso minuto de avance casi milimétrico logramos superar la cortina de agua para ubicar un espacio con rocas redondeadas mas pequeñas donde logramos estacionarnos.
Esperamos entonces atentos hasta que se apagara el motor y nos dimos cuenta como es que el silencio ocupaba todo aquel espacio; ya que el agua de la cascada llegaba al piso sin hacer ruido. No se si por haber estado en tensión el sonido de la manilla de la puerta se sintió inmenso y al salir sentí el extraño peso que se aprecia cuando uno entra en los recintos sagrados. Éramos los primeros humanos en aquel lugar oscuro y húmedo de dimensión extraordinaria que durante milenios habría sido visitado solo por el viento, el agua y las golondrinas.
No estábamos en una cueva verdadera, sino dentro de una grieta de unos doscientos metros de profundidad y 250 metros de altura que desde entonces quedaría bautizada como “La Cueva del Fantasma”. No obstante, este espacio no se encuentra relacionado con la cueva mas grande del mundo en cuarcita que yo avistaría sobre la cumbre del Macizo del Chimantá a los pocos minutos de haber salido de allí y que dos años después exploraríamos y descubriríamos acompañados por doce amigos y un grupo de espeleólogos checos.
Resultando que, sin nosotros saberlo entonces, esa otra cueva verdadera que bautizarían con mi nombre, resultaría la más voluminosa y larga de Venezuela, y además la más grande del mundo en roca cuarcita.