La obsesión por determinados fenómenos de la naturaleza y la construcción de mitos e imágenes icónicas de algunos de sus lugares legendarios tiene uno de sus inicios más claros en el Romanticismo. Así, la disolución de los esquemas armoniosos del canon de belleza y la súbita aparición de lo sublime como forma de asumir aquello que no tenía medida, establecen a través del Romanticimo una nueva visión y una nueva relación del hombre frente a la inmensidad de la naturaleza.
En este sentido, la pintura de Herbert Brandl (Graz, 1959) ha ido desarrollando fórmulas bajo el amparo y la resonancia de estas fuentes; la naturaleza como motivo de la pintura y la tormenta, el cielo, el agua y la montaña como tema. Un tema que no es aquí únicamente referencia o reflejo visual de lo que se pinta sino que a través de su obliteración, tal y como apuntaba Georges Bataille al hablar del tema de la pintura en Manet, el tema es pintura en si misma. Pero lejos de la ausencia de significado que parecía plantear Bataille, en Brandl la pintura se hace montaña y la montaña se hace pintura.
Brandl hace de la fenomenología de la naturaleza, de su dinamismo y cambio continuado e imprevisible una técnica, un modo y un tema. La naturaleza y su transición hacia la pintura depurada en luz, color y contemplación, que en definitiva ha sido el fondo sobre el que se ha desarrollado todo un cuerpo pictórico que precisamente desde el tema pone en cuestión determinados códigos visuales de una pintura contemporánea estéril en su división de figuraciones y abstracciones.
El ojo de Brandl, conducido por su mano veloz y su rápida ejecución, atrapaba tradicionalmente al espectador en enormes masas de color que en una suerte de reflejos, luces y degradados conformaban campos abstractos de pintura que en ocasiones dejaban entrever los motivos originales de su pintura. Pero ahora, en la que es su sexta exposición en la Galería Heinrich Ehrhardt, esos aspectos generales de su pintura, que son también extrapolables a la generalidad del tema, entendida ésta como naturaleza en toda su extensión como tema de la pintura, dan un sutil vuelco para convertirse en elementos mucho más concretos. En esta serie de trabajos mostrados ahora, lo general de la naturaleza deriva en lo singular de una montaña particular. La visión icónica del Matterhorn se levanta como firme figura sobre el cielo, y su definida silueta sustituye ahora, en su negra línea afilada y en rígidos contornos de picos y cordilleras, a los fondos de su pintura anterior.
El Matterhorn, que no solo constituye una montaña mítica en el imaginario colectivo, sino que es a su vez una referencia autobiográfica de Brandl, y que determina sus primeras contemplaciones de la pintura y la montaña, se presenta en oscuras aristas frente a fondos neutros, blancos impolutos, consistentes azules o grises, lejanos ya de masas de color indefinidas, en los que el pico se eleva y asciende hasta construir una forma que alberga en la pintura todo lo que es esa montaña: nieve, frío, luz y ventisca. En esa temperatura, en el clima de su pintura, es donde reside ahora el Matterhorn. La forma y el tema como sensación.