Quién iba a decir a Ada Byron, Condesa de Lovelace, que los trabajos que realizó sobre la máquina analítica de su colega matemático Charles Babagge se convertirían en la judía mágica de la informática. Solía autodenominarse científica poetisa. Hoy todos nos referiríamos a ella con la etiqueta de programadora o, al más puro estilo Lisbeth Sanders, hacker. Incluso si poetizamos, Ada es nuestra madre de la programación.
Entre ciencia y poesía, más de un siglo después de la existencia y hallazgo de aquella curiosa mujer, su legado resulta inquietante. Veamos. Muchos de nosotros nos exponemos con frecuencia, y con mayor o menor carga optimista abrazamos, a las previsiones y reflexiones de los gurús tecnológicos, analistas económicos y sociólogos. Algunos, como Andrés Ortega (autor de La imparable marcha de los robots), califican sin titubeos la cuarta revolución industrial que estamos viviendo hoy en la escena global con la llegada de los robots a nuestras vidas, o robolución, de ‘indispensable’ e ‘irreversible’. Podríamos incluso añadir al listado de calificativos del fenómeno como veloz, imparable y... fascinante, para los más curiosos.
‘Indispensable’ quizás sea un juicio de valor con demasiada carga subjetiva, pero que es un fenómeno ‘irreversible’, es un hecho. La tecnología en materia de robótica desde Ford con la automatización del proceso productivo, no ha dejado de evolucionar. Hoy vemos en quirófanos a robots y humanos operando a ritmo acompasado, coches que son robots en sí mismos y conducen solos, e incluso a robots (conocidos como chatbots) a los que se les ha programado con inteligencia artificial para solucionarnos a los humanos necesidades de lo más cotidiano y básico, como puede ser pedir una cita con nuestro médico, plantar una queja por un servicio mal prestado, o ligar y mantener una relación amorosa como Joaquin Phoenix en la película de Spike Jonze de 2013, titulada Her.
Y esto es solo el principio de una nueva era mundial. Esta llamada inteligencia artificial (IA) no es sino inteligencia humana codificada con lenguaje de programación (por continuar con los anglicismos, ‘hackeada’) gracias al legado, entre otros, de Ada Lovelace. Legado cuyo valor, grandes potencias económicas como Estados Unidos y China se han propuesto multiplicar, llevando sectores económicos del ámbito civil y militar a las cimas más altas del mundo con desarrollos tecnológicos cada vez más sofisticados que hacen a las máquinas pensar e interactuar con humanos, de forma inteligente.
El trabajo colaborativo en esta dirección se está produciendo ya incluso en sociedades más tradicionales como la del gigante asiático, China, cuyo gobierno está apoyando las iniciativas del mayor motor de búsqueda online del país, Baidú, para así hacer crecer el mercado de la inteligencia artificial hasta los 15.000 millones de dólares en tres años. Iniciativas, todas ellas, impulsadas por visiones futuristas como la interacción inteligente entre humanos y máquinas; máquinas que analizan Big Data y realizan predicciones cual Oráculo de Delfos; tecnologías de conducción y pilotaje automático; o tecnología robótica para uso militar y civil.
Podríamos decir que todo comenzó con la máquina analítica de Babagge y el primer algoritmo codificado de Lovelace. Una unión muy poéticamente científica que da nacimiento a un nuevo orden mundial donde colaboraremos humanos y robots con el lenguaje universal de la programación. Señoras y Señores, que no cunda el pánico, sólo preparémonos para darle la bienvenida.