Cuando se publiquen estas palabras, ya sabremos si tenemos un nuevo Presidente del Gobierno de España para la XII Legislatura tras 300 días de Mariano Rajoy en funciones o si estamos condenados a las terceras elecciones generales en el plazo de un año. Nuestro sistema político, a diferencia de otros como el belga (que se pasó más de un año en funciones), pide Gobierno en plenas funciones. El Ejecutivo tiene que dirigir el país dentro y fuera de sus fronteras, ejecutar las leyes, proponer otras nuevas, encabezar la Administración y, sobre todo, aprobar los Presupuestos Generales del Estado, el gran dolor de cabeza de Europa.
El proceso de la investidura viene marcado por el artículo 99 de la Constitución, cuyos redactores, a buen seguro, no se imaginaron nunca que llegaríamos a esta situación extrema de bloqueo y falta de diálogo transversal. Tras unas elecciones, el Rey, como Jefe del Estado, se reúne con un representante de cada Grupo político representado en el Congreso (a no ser que estos declinen, como Esquerra Republicana de Cataluña o Bildu) y después nombra a un candidato a la Presidencia del Gobierno. Existe cierta controversia jurídica sobre si dicha persona está obligada a cumplir con el mandato real una vez que lo acepta. Para mí no hay duda posible sobre la siguiente frase del segundo apartado. El candidato "expondrá ante el Congreso de los Diputados el Programa político del Gobierno que pretenda formar y solicitará la confianza de la Cámara". Para salir elegido debe obtener una mayoría absoluta de votos a favor. De lo contrario, se repetirá la votación dos días después y entonces bastará que haya más síes que noes (las abstenciones serían neutrales). En caso de que el candidato sea derrotado (lo que ya ha ocurrido con Rajoy y antes con Pedro Sánchez) se repite el proceso (o se deja pasar el tiempo) hasta que, en dos meses, si no hay Presidente, las Cortes se disuelven y se repiten elecciones.
En caso de que los partidos políticos sean incapaces de llegar a un acuerdo, y que las terceras elecciones arrojen un resultado similar, seguiríamos en las mismas. Existen, no obstante, críticas al proceso mismo de investidura. La reforma del artículo 99 podría facilitar la compleja formación del Gobierno en España, al que luego es muy difícil derribar: las únicas vías son la moción de confianza (y a ver quién es el guapo que se inmola de esa manera) o la moción de censura constructiva, que obliga a la dispar oposición a consensuar un candidato alternativo común.
Una primera alternativa, que sugirió Felipe González, es la de una segunda vuelta. Tras la elección general, los ciudadanos escogerían a su presidente entre los dos candidatos más votados. Nos resulta ajena porque representa un cambio de paradigma: es más propia de los regímenes presidencialistas, como la vecina Francia.
Hay quien dice que el problema es la disciplina de partido, a pesar de que la Constitución prohíbe expresamente el mandato imperativo y los diputados son en teoría libres de votar en conciencia lo que consideren más oportuno. En España, la votación para Presidente es pública por llamamiento. En la sesión de investidura se invoca a cada parlamentario por su nombre. Este debe responder en voz alta "sí", "no" o "abstención" al candidato. Si el voto fuese secreto, como en Alemania para el canciller federal, a lo mejor habría más díscolos, amparados en el anonimato, como sucedió para la votación de la última Mesa del Congreso.
Otra opción, que planteaba una jurista, es la de rebajar el cuórum afirmativo en la segunda votación, de forma que con 150 o 160 diputados sosteniendo al candidato sea suficiente. Sería muy difícil que prosperase por ser una excepción flagrante al reglamento y no poco antidemocrática si hay una mayoría en contra.
Un caso ya existente en nuestro país y plenamente operativo en nuestro país es el sistema asturiano de investidura (que también se emplea en el País Vasco). No es posible votar en contra de un candidato: solo cabe el sí o la abstención. Si en primera instancia ninguno de los aspirantes a dirigir el Principado obtiene la mayoría absoluta, hay una segunda ronda con los dos candidatos más votados (que se ha de repetir si existiere empate, como sucedió en 2015 con Javier Fernández, del PSOE, y Mercedes Fernández, "Cherines", del PP) y quien tenga más votos afirmativos en su haber es investido Presidente. La ventaja de este sistema es que facilita sobremanera la formación de un Ejecutivo, al no ser posible bloquearla si se está en contra de la misma pero tampoco a favor de una alternativa. El inconveniente es que favorece la creación de Gobiernos débiles y poco incentivados al diálogo.
La última opción, sugerida por mentes preclaras como la de Íñigo Errejón, es que el Rey se deje de políticos en activo y nombre un candidato independiente que sea capaz de generar consenso entre los partidos, para sacar así al país del atolladero. Podría ser una vía que recogiera lo común a los programas de los principales partidos y dirigiese una legislatura de reformas. La principal crítica que tiene es que sería algo antidemocrático por aupar a la Presidencia del Gobierno a alguien que no habría pasado por las urnas. Un ejemplo cercano lo tenemos en Italia, con el gobierno "técnico" de Mario Monti.