El barro es una de las materias más intemporales, versátiles y arraigadas de la tradición manufacturera occidental. Todas las grandes civilizaciones de la antigüedad, desde la milenaria China hasta los imperios de las sagradas tierras de los faraones o de la Babilonia de Hammurabi y Nabucodonosor, utilizan el adobe para sus construcciones.
La biografía del arte está indisolublemente ligada a ese material elaborado con arcilla y otras rocas sedimentarias, que cobran vida al fusionarse con los cuatro elementos, fuego, tierra, agua y aire con que los filósofos presocráticos explican los ingredientes constitutivos de la naturaleza.
Objetos domésticos -lozas, fuentes, vasijas,…- decorativos, porcelanas de Meissen, Limonges, Alcora,… y grandes monumentos, como el Panteón de Agripa, el conjunto de Madinat al-Zahra, la Bolsa de Ámsterdam o el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida, señalan el amplio espectro funcional de un sólido capaz de aclimatarse a cualquier lugar, escala, tiempo y geometría.
El ladrillo está presente en la arquitectura precolombina, mesopotámica, egipcia, griega, romana, bizantina, islámica,… perviviendo en la edilicia urbana incluso cuando el racionalismo y la industrialización cuestionan las prácticas artesanales.
La idílica relación entre arquitectura y cerámica formula invariablemente propuestas transgresoras de la mano competente de probados intérpretes como Petrus Berlage, Rafael Guastavino, Frank Lloyd Wright, Alvar Aalto, James Stirling, Louis Kahn, Aldo Rossi, Robert Venturi, Alvaro Siza, Antonio Fernández Alba, Francisco Javier Sáenz de Oiza, Rafael Moneo, Enric Miralles,…
Pocos materiales logran sobrevivir y adaptarse con tanto éxito a las sucesivas revoluciones formales que jalonan la historia, desde la fantasía y riqueza decorativa manierista al rigor analítico del neoclasicismo, la teatralidad barroca o el triunfo decimonónico del neomudejar hispano.
El mosaico para el altar mayor de la iglesia de San Nicolás del Grao de Gandía, incluida en el Docomomo Ibérico, es una pieza magnífica de orfebrería narrativa, un auténtico lienzo espacial al que el bizcocho pigmentado dota de la calidez de la tierra.
Proyectada por el arquitecto Gonzalo Echegaray Comba y los ingenieros Eduardo Torroja Miret y Joaquín Nadal Aixalá el conjunto parroquial, que incluye un campanario exento, un claustro y una casa abadía, se localiza en un privilegiado emplazamiento del puerto de la capital de la comarca de La Safor.
El templo de una sola nave y planta trapezoidal focaliza la convergencia hacia el presbiterio, orientado al Este, para que esté bañado en el inicio del día por el sol de Levante, símbolo del Sol de la Salud, Sol Salutis y al atardecer reciba el Sol de la Justicia, Sol Justiciae.
Para sus autores, los escultores Nassio y Andrés Cillero, las razones doctrinales y rituales que explican el porqué de esa orientación le remiten a la teología heliopolitana, presente ya en los santuarios de Tebas (Luxor, Karnak,…) dedicados al dios del sol y de la vida Ra.
De ahí que el simbolismo de la antítesis entre oriente-occidente, de la dicotomía entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal, encuentre en el mural una interpretación moralizante, evocando la personal liturgia cósmica del artista.
El gran volumen de la iglesia, engrosado por seis capillas del lado de la Epístola, emerge como un mascarón modulado estructuralmente. Una secuencia de pórticos vistos de hormigón armado sustenta dos láminas autónomas que se separan para definir una rasgadura lateral a norte que caracteriza una sección transversal asimétrica iluminando cenitalmente el cuerpo principal.
La solución, tanto de la cáscara central como de los testeros, recuerda el frontón de Recoletos que Torroja diseña en 1935 con Secundino Zuazo. El potente ritmo de la retícula estructural construye la verdadera esencia expresiva y refuerza la claridad tipológica de un interior desprovisto de ornamentación en el que Nassio encuentra uno de los grandes desafíos de su vida.
Admira la férrea voluntad de innovar formal y geométricamente que Torroja exhibe continuando el camino emprendido por el suizo Robert Maillart, el francés Eugène Freyssinet y el italiano Pier Luigi Neri con los que contribuye a un espectacular avance y perfeccionamiento del hormigón armado.
El encargo le llega a Nassio con apenas 27 años y en su memoria se agolpan los modelos de terracota policromada que durante su permanencia como pensionado en la ciudad eterna observa frecuentemente en sus visitas al Museo Nacional Etrusco.
Le atraen los mosaicos romanos y la generación de teselados mediante transformaciones geométricas. Se interesa por los estudios sobre polígonos regulares -Arquímedes- y sobre sólidos platónicos -Kepler-.
Lleva tiempo profundizando en los procesos de moldeado, secado, cocido y colocación, en el conocimiento de utillajes y prácticas estereotómicas. Pero, sobre todo, cautiva ya por su solvencia y seguridad con las técnicas de preparación de los opus tesselatum, reutilizando restos de las canteras y talleres, yuxtaponiendo opus incertum regularizando opus reticulatum,…
Ese doble registro empírico epistemológico ayuda a comprender la experiencia constructiva del escultor, que ansía recuperar la tradición artesana para la arquitectura moderna.
Además, su ópera prima muraria de gran formato -1959- le obliga a reflexionar sobre la filosofía y el arte sacro, en un momento en que el pensamiento priva al símbolo de sus amarras metafísicas.
Nassio concibe el retablo cerámico consciente de que la clericalización del culto en el XIX distancia cada vez más a los fieles de la liturgia auspiciando, tras la primera guerra mundial, el nacimiento de corrientes regeneradoras en el seno de la iglesia, que buscan erradicar desviaciones y lograr un aggiornamento doctrinal.
Los movimientos culminan con la célebre alocución del pontífice en Asís (1956) anunciando el camino para la celebración de un concilio ecuménico. Ese periodo convulso de cambio y reformas pone en crisis la ancestral morfología del templo cristiano, cuestionando el papel y significado de sus componentes más emblemáticos: presbiterio, altar, púlpito, ábside, coro, baptisterio,…
El agotamiento de la vía historicista hace que a partir de los 50 se ensayen nuevos modelos que llegan a España con retraso debido a la misantropía del régimen, inmerso en la reconstrucción del maltrecho patrimonio eclesiástico.
Lejana queda la noción misticista medieval de la belleza como splendor veritatis y de la percepción de las imágenes como revelación divina. Parece que Nassio aborda el proyecto rechazando la literalidad de los esquemas tradicionales y piensa el espacio religioso desde una perspectiva ética, buceando por las heterodoxas fuentes tipológicas que le ofrece la arquitectura sacra del siglo XX.
Mayor influencia despliega Francisco Javier Sáenz de Oiza que levanta (1950-1954) con Luis Laorga el santuario mariano de Nuestra Señora de Aránzazu en Oñate y en 1954 recibe el Premio Nacional de Arquitectura por su propuesta para Una Capilla en el Camino de Santiago, en colaboración con José Luis Romaní Aranda y el escultor Jorge Oteiza.
Oiza regresa entusiasmado, como más tarde le sucede a Nassio, por los avances tecnológicos y el american way of life, cuyas bondades difunde con su enseñanza.
En ese marco el Altar Mayor de San Nicolás de Bari preludia la precoz madurez de su autor, consagrando un personal mestizaje que localiza en la esencialidad geométrico-estructural su manifiesto fisiológico.
Nassio presenta una visión abstracta (Einfühlung), continua y cromática como gigantesco retablo cósmico de la visión celestial que recogen las Escrituras, entendiendo el templo como el umbral del paraíso, el verdadero símbolo del reino de Dios sobre la tierra. En suma, la Ciudad de Dios, la Jerusalén celeste evocada en el pasaje del Apocalipsis.
El mural interpreta con rigor la traza arquitectónica generando una sucesión de formas y planos con fidelidad a la simbología cuaternaria cristiana, con la que Nassio plasma su particular interpretación del Cosmos.
La afinidad temporal -las cuatro estaciones- y espacial -los puntos cardinales- del esquema cuaternario pagano facilita la interpretación colorista del mural, que se erige en auténtico paradigma de una concepción unitaria de la creación.
Toda la capilla anuncia así un discurso bíblico cuyo programa iconográfico acuña la filigrana cerámica plagada de referencias astrológicas y zodiacales en alusión a los cuatro elementos, las cuatro virtudes cardinales, los cuatro jinetes del Apocalipsis, los cuatro ríos del Paraíso,…
De ellos se sirve Nassio para recrear su tetramorfos cosmoísta inspirándose en la visión del profeta Ezequiel que anticipa la de los cuatro ángeles zoomorfos del Apocalipsis de San Juan, tomados de Oriente, que protegen al Pantocrátor.
La figuración se diluye sinuosamente definiendo un paramento que aludiendo a la simbología solar del oculus u ojo que todo lo ve representa la providencia divina, la protectora purificación de los creyentes.
El resultado es un tapiz cerámico que, como soporte narrativo de ideas vinculadas a su primigenio carácter ritual, transciende y subraya las líneas estructurales del santuario reforzando, como en Ronchamp hace Le Corbusier, la representación analógica del barco de la salvación judeocristiana (Noé).