Nuestra historia personal se enreda con la historia de muchas otras personas y, entre estas, con la historia de algunas celebridades. Personajes de todos los tipos: artistas, escritores, actores, políticos y deportistas. Una de estas figuras fue Mohamed Ali, conocido también como Cassius Clay. El rebelde, el boxeador de todos los boxeadores, el combatiente que se negó ir a Vietnam, no por falta de coraje, sino que por protesta: “ellos me llaman negro y yo soy humano”, declaró. El opositor del sistema y del establishment. El joven afro-americano del Kentucky, el rey del ring y el portador de tantos otros epítetos y nombres y, además, tres veces campeón del mundo de los pesos máximos.
Yo crecí en un mundo donde el boxeo era el deporte principal, junto al fútbol y al básquetbol. Un arte que combinaba la fuerza física, la audacia, la resistencia, la velocidad, los reflejos y la estrategia. Todos teníamos que aprender a pelear; aprender a observar el adversario, a leerlo y estudiarlo para descubrir sus puntos de fuerza y sus debilidades. Teníamos que saber cómo reaccionaba, si se echaba para atrás o se agachaba en una finta. Si la izquierda era más fuerte que la derecha o al contrario, con qué mano golpeaba, si levantaba la guardia o la bajaba, si se movía con agilidad, bailando, acercándose peligrosamente o alejándose o si se agotaba fácilmente, dejando de mover las piernas.
Para aprender a boxear había que encontrar un modelo de boxeador y el mío fue Mohamed Ali con su baile y sus saltos, con la guardia baja y con la izquierda que molestaba constantemente al adversario, con sus movimientos de cintura, con su bajarse y levantarse para salir atacando, con su juego en las cuerdas y su guerra psicológica, que quitaba fuerza al contendiente hasta hacerlo enojarse y perder el control o simplemente perder el ánimo. Con su espectáculo en el ring, con sus aclamaciones gritadas: soy el mejor, soy invencible, soy superior y tú no me haces daño, se convirtió en un emblema.
Hoy supe que se ha muerto, que se ha apagado lentamente y para siempre con su Parkinson ya avanzado y su ligera demencia, con su memoria de colador y su mirada casi vacía. El ya no era él y al mismo tiempo lo era, el luchador de siempre, que ahora deja el ring y la vida para terminar en túmulo de tierra. Lo voy a recordar siempre con sus guantes en el ring, peleando por el título mundial de los pesos máximos. Peleando contra Doug Jones en 1963; contra Sonny Liston en 1964; contra Joe Fraizer y George Foreman en el 1971 y nuevamente en el 1975 contra Joe Fraizer en Manila, fuera del centro y en la periferia del mundo, donde la lucha fue casi a muerte y terminó en victoria para él, hasta el 1978 contra Leon Spinks, que fue su peor derrota.
Lo recordaré como el campeón, el bailarín, como el artista de los guantes y como el rebelde, que un día se cambió de nombre e hizo suya la religión, que en su tierra era la fe de los parias y de los abandonados. De los que se negaban a seguir ciegamente la cultura dominante de los anglosajones.
A Mohamed Ali también lo llamaron la mariposa del ring y hay que dejar en claro que el boxeo no requiere solamente fuerza, perseverancia y coraje, sino también inteligencia. Muchas veces vence el que ha sabido leer mejor a su adversario y pensar sagazmente la pelea. El boxeo es un deporte que ha pasado de moda. Los tiempos cambian y los gladiadores del ring ya no son los mismos de antes, que entre los guantes y la cabeza también tenían un mensaje, que iba más allá de los golpes y hablaban de justicia y del cielo en la tierra.
Su amistad con Malcolm X y relación con Martin Luther King, su estar siempre con los oprimidos, lo hicieron uno de los deportistas más grandes del siglo y, sobre todo, un ser profundo y sensible, como lo demostró en su discurso inaugural en las olimpiadas de Atlanta en 1996, donde subió al ring, al escenario mundial, delante de su público para mostrarse débil, enfermo de Parkinson y desguarnecido hasta la médula.
Réquiem para un boxeador
Caíste en tu última pelea,
la definitiva, donde caemos todos
para dar en abono tu ser a la tierra.
Fuiste el rebelde del Kentucky
y cruzaste el rio a Cincinnati
para medir a puños tu fuerza.
Y bailabas sin alas en el ring,
golpeando con la izquierda
para arremeter con la derecha.
Y te enredabas entre las cuerdas,
agachándote y levantándote
para acometer con fiereza.
Hoy el ring está vacío y silencioso,
el Rey sin corona ha muerto
y sobre el ring brillan mil estrellas.