Y así, sin querer y de repente, llega. Sin avisar y siempre después de arriesgar. Después de abrirme en canal, que es como me gusta caminar por la vida aunque casi nunca me atreva. Desnuda.
Me acaricia la piel y tatúa una sonrisa en mi rostro que desearía fuese eterna. ¿Es esto la felicidad? Me pregunto, extasiada. Sintiendo un cosquilleo que empuja dulces lágrimas a la comisura de mis ojos, que resbalan suavemente colándose por los rincones de mi sonrisa.
Una especie de paz inunda todos mis sentidos y podría decirse que veo colorines rodeándome. Me gustaría poder darle al “pause” y prolongar la sensación de plenitud que me embarga. Quiero que se convierta en un orgasmo múltiple que me convulsione a intervalos para siempre. ¿Es demasiado pedir?
Es entonces cuando comprendes de forma práctica, tangible, que el ser humano es un ser social. (Sí, necesitamos a otras personas para desarrollarnos plenamente a no ser que tengamos un desorden psicológico). Y es cuando, a pesar de todo lo que te decepciona el ser humano, yo incluida, sientes ese amor fraternal que mueve montañas. Que te haría arriesgar la vida por salvar a tu familia. Te apiadas de la inocencia que gobierna la mayoría de los actos humanos y sonríes.
Es entonces cuando te das cuenta de que de nada vale esforzarse en construirse una misma si no te preocupas de crear un hogar a tu alrededor. Que no hay nada más grande que compartir las diferencias que nos hacen personas distintas, y valorarnos como tales. Que qué motiva más que el que tus amigas valoren tu pasión. Que nada tiene sentido si no lo puedes compartir.
Tópicos que sobrevuelan nuestras acciones pero son duros a la hora de filtrarse en nuestras esencias. Se resisten a penetrar en nuestros pensamientos… Por eso, cuando lo hacen, te inundan de una sensación indescriptiblemente hermosa que vale la pena todas y cada una de las lágrimas, de las palabras, de los enfados y desenfados, de los altibajos de los que se compone la vida. Todo vale la pena cuando de pronto, en plan sorpresa, llega ese orgasmo de felicidad que centra parte de mi investigación humanístico-biológica.
Y lo jodidamente gracioso es que está ahí. Sí, ahí. Al alcance de la mano. Después de algún que otro esfuerzo y un poquito de paciencia. Que las carencias de los pobres están ahí desde que el mundo es mundo, y por eso lo compensamos con arte y pasión y amor. Y orgasmos múltiples de felicidad que hacen más llevadero este camino de piedras terriblemente amargas y exquisitamente dulces al que llamamos vida.
A mi madre, mi padre y mi hermano,
por ser el mejor hogar del mundo. Porque me
protegen, cuidan y abrazan siempre, siempre, siempre.