Petra, la antigua capital de los nabateos, es la perla más valiosa de Jordania, un país joven en las cuentas de los estados europeos, pero con una historia y un legado que se remonta a los orígenes de la civilización. Visitar sus restos arqueológicos, disfrutar de la hospitalidad de sus gentes y recorrer los senderos donde tantas cosas empezaron y terminaron, es una experiencia más necesaria que recomendable. Y Petra, escondida entre desiertos y montañas, es el culmen de este viaje.
En el artículo Petra, la leyenda que se hizo piedra, se dan algunas recomendaciones para preparar la visita a una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno, un conjunto histórico y artístico cuyo principal representante es la mítica tumba al Khazneh, El Tesoro. Una vez que el visitante se haya empapado de la historia de la ciudad, le quedará la mejor parte: recorrerla. Si se dispone de dos días, lo mínimo recomendable, a continuación se describen varias rutas que pueden seguirse, algunas imprescindibles.
Petra comienza realmente una vez que se rodea la montaña del Tesoro por su flanco derecho y el Valle de Moises (Wadi Musa) se abre ante los ojos de los viajeros. Las paredes de arenisca vetadas se cubren por decenas y decenas de tumbas, algunas completamente erosionadas y otras esplendidas en su trazado de líneas y formas, con columnas, frontones y relieves palpitando aún como recién cinceladas.
En este punto, junto a las primeras jaimas de venta de recuerdos, se pueden tomar varios caminos para ir descubriendo la ciudad. Si se sigue de frente, el camino atravesará varios puntos de interés. A la izquierda, podrá contemplarse en la roca viva el famoso teatro, coronado por laderas verticales horadadas de pequeñas tumbas, y a la derecha la famosa Calle de las Fachadas, un tramo de hermosas tumbas que son solo un aperitivo de lo que viene después, las denominadas Tumbas Reales de Petra, cuatro magníficos mausoleos cruzados por las líneas coloridas de la piedra en la que fueron talladas.
Siguiendo el camino, se llegará a la Vía Columnada, al Pequeño Teatro, al Gran Templo y, a la derecha, al Templo de los leones alados y a los restos de una iglesia bizantina sembrada de mosaicos. Es el auténtico centro de la ciudad. Pero, si se quiere aprovechar bien el primer día y si además apunta que será una jornada calurosa, en el punto de cruce inicial es recomendable tomar otro camino: la ruta del Altar de los Sacrificios.
Es probable que esta senda sea una de las más bonitas de Petra, tanto porque atraviesa varios puntos reseñables, desde tumbas hasta miradores del valle, como porque no suele ser muy transitada, ya que su inicio conlleva una subida empinada de media hora sembrada de escalones. Una vez arriba, el viajero descubrirá el porqué del nombre de la ruta. Sobre la cima de la montaña, con el valle a sus pies, los antiguos sacerdotes nabateos llevaban a cabo ritos olvidados en unas extrañas construcciones que semejan a estanques de piedra. En realidad, se trata de formaciones que recogían la sangre de los animales sacrificados en honor de los dioses nabateos.
En este punto, se puede descender de nuevo hacia el valle o empalmar con la ruta de Wadi Farasa, el Valle de las Mariposas. Si se dispone de tiempo, esta visita es muy recomendable, y la senda llevará al viajero directamente hasta el centro de Petra.
Ruta de Wadi Farasa, el vergel de Petra
La ruta de Wadi Farasa se inicia girando a la izquierda en el punto en el que termina el ascenso al Altar de los Sacrificios, junto a dos obeliscos de piedra. A pocos metros, el camino comienza a descender ondulante hasta que se pasa por uno de los primeros enclaves del recorrido, el Monumento del León. Se trata de un gigantesco relieve de un león, de evidente inspiración asiria, por cuyas fauces se canalizaba la caída del agua de la ladera.
Continuando el descenso, se llega al fondo de un fresco cañón donde abunda la vegetación, una visión de un oasis entre la aridez del terreno. A la izquierda, cerrando el camino, se levanta una tumba que parece abandonada a su suerte, con la maleza perforando las escaleras que llevan a la entrada. A la derecha, nos encontramos con las joyas de la corona de la ruta: la Tumba del Jardín, la Tumba del Soldado Romano y el Triclinio del Jardín.
La Tumba del Jardín es una auténtica muestra de la fusión entre las piedras, la mano del hombre y la belleza de la vegetación del desierto. Colgada sobre un recodo de la ladera se abre un precioso triclinio muy bien conservado, coronado por las ramas colgantes de arbustos que descienden por la pared de la montaña hasta un pequeño estanque, aledaño al triclinio, el cual servía para recoger el agua de las lluvias. Como si los míticos jardines colgantes de Babilonia hubiesen dejado testigo de su existencia en Petra.
A pocos metros de la Tumba del Jardín se encuentra la Tumba del Soldado Romano, llamada así por la estatua de un soldado romano tallada en la fachada, y el Triclinio del Jardín. En realidad, los restos arqueológicos que se aprecian entre los dos monumentos, uno a la derecha del camino y el otro a la izquierda, hacen pensar que se trataba en realidad de todo un complejo unido por columnas y arcos. El interior del Triclinio del Jardín, una especie de sala de celebraciones, es una maravilla mezcla del cincel y las vetas de la roca, las cuales han hecho que las hornacinas y los pilares de las pareces parezcan auténticos lienzos de acuarelas rosas, marrones y negros.
La senda a partir de aquí abandona el cañón y desciende sobre las lomas hacia el Centro de Petra, atravesando algunas jaimas de beduinos, rebaños de cabras y la Columna del Faraón. Una vez finalizada la ruta, se puede aprovechar para visitar los restos romanos del Pequeño Teatro, la Vía Columnada y los dos templos nabateos, el Gran Templo y el de los Leones Alados, donde se encuentra el famoso relieve de la diosa Hayyan, antes de parar para comer. Junto al Gran Templo hay varios restaurantes donde se puede disfrutar de un buffet de platos jordanos por 10 dinares.
Por la tarde, una buena opción si aún aguantan las fuerzas es realizar la corta ruta circular por la colina Al Habis, La Cárcel, que se eleva junto al centro de Petra hasta las ruinas de un antiguo castillo cruzado. En el ascenso, los viajeros pueden cruzarse con Bdoul Mofleh, el último beduino habitante de Petra, que tiene en una de las cuevas del camino su hogar. Antes de llegar de nuevo al Gran Templo, hay que fijarse en la llamada Tumba Inacabada, si se quiere apreciar cómo los nabateos fueron capaces de sacar de la roca las últimas moradas para sus difuntos. De regreso al Siq, el viajero puede detenerse, junto al atardecer, en las fachadas de las tumbas reales, y descubrir porque Petra recibe el apelativo de la Ciudad Rosa.
Segundo día en Petra, entre el Monasterio y las Tumbas Reales
Si el primer día de Petra se optó por visitar el Altar de los Sacrificios y maravillarse con la ruta del Wadi Farasa, el segundo día es de visita obligada contemplar las Tumbas Reales y ascender luego hacia otra de los enclaves más famosos de Petra, Al-Deir, el Monasterio.
Antes de visitar las Tumbas Reales, hay que cruzar la Calle de las Fachadas, para que la suntuosidad de las primeras no desmerezca la belleza más sencilla de las segundas. Desde la Calle de las Fachadas se contempla una de las vistas más interesantes de Petra, que abarca desde la parte de atrás del tesoro hasta el teatro, con la vida de la ciudad a los pies del viajero: dromedarios, jaimas repletas de artesanía local, turistas sofocados por el calor, recuas de burros guiadas por niños… todo enmarcado por decenas y decenas de tumbas que salpican la ladera al otro lado del valle. Un cuadro anacrónico que parece el escenario mítico de una película.
Las Tumbas Reales son auténticas joyas de los artesanos nabateos. Cuatro son las más famosas, tanto por el cuidado de los detalles labrados en roca como por sus enormes dimensiones: la Tumba de la seda, veteada en colores por la erosión, la Tumba de la Urna, cuyas dimensiones hicieron de ella una catedral en el sigloV d.C., la Tumba Corintia y la Tumba del Palacio, denominada así por asemejarse a los antiguos palacios grecorromanos. Esta última es la más grande de Petra.
La colina donde se asientan estas tumbas esconde en su parte posterior un sendero empinado que lleva hasta uno de los miradores de El Tesoro. Si se sube a él entre las 9 y las 11 de la mañana, según la época del año, podrá vislumbrarse la famosa fachada resplandeciente a plena sol y quizás, disfrutar de un té beduino en un jaima situada al borde mismo del precipicio.
Después de la comida, la visita debe orientarse hacia el punto más alejado de la ciudad, el famosos Monasterio. El regalo a la vista de esta maravilla conlleva una subida de 40 minutos que se inicia tras el museo, en el centro de Petra. Los rostros de los fatigados visitantes que ascienden entre los puestos de recuerdos contrastan con la satisfacción de los que ya de vuelta han disfrutado con semejante espectáculo.
El Monasterio, Al-Deir, es en realidad otra tumba cuya fachada recuerda al Tesoro, pero con dimensiones aún mayores. De estilo helenístico, su nombre se debe a las cruces talladas en su interior, que hacen pensar que fue empleada como iglesia cuando el cristianismo se impuso en el Imperio Romano. Frente a la fachada y tras una cueva ocupada por un bar, parte un sendero que lleva a un mirador desde donde puede apreciarse el atardecer sobre el mausoleo y, más allá del valle, sobre Israel y Palestina. Un final perfecto para un viaje hacia los orígenes de culturas e imperios milenarios que guiaron los designios del mundo hace siglos.