A buen seguro que este título te ha sacado una sonrisa; puede parecer simpático, incluso ocurrente, y nos puede resultar divertido imaginar acudir a la peluquería para que nuestro estilista nos extraiga el primer premolar, por ejemplo, pero hace un buen puñado de siglos esto era una realidad.
En la Edad Media, a finales del siglo XIII, existía la figura del barbero-cirujano, cuyas atribuciones eran de lo más variopintas, ya que con la misma destreza cortaban el pelo que hacían sangrías o incluso curaban la latosa migraña (¡nada menos que trepanando el cráneo!).
Te preguntarás si en esos tiempos no había cirujanos de verdad. Pues sí, efectivamente, existía la figura del cirujano. Sin embargo, estos gozaban de menor categoría que los médicos; y su aprendizaje se basaba más en la técnica que en los conocimientos científicos. Tan es así que durante el esplendor del oficio de barbero como “médico” del pueblo, los cirujanos aprendían y depuraban sus técnicas quirúrgicas de la mano de los primeros. En esta época, además, la medicina no gozaba de mucha fama, y las gentes comunes confiaban más en su barbero que en un estirado cirujano… ignoro si por cuestión de desconocimiento de los métodos científicos o por escasos medios económicos, que los dos son poderosos motivos.
Huelga decir que estos barberos-cirujanos carecían de estudios, y aprendían la profesión de sus padres que, muy probablemente, tampoco se habrían formado en universidad o institución académica alguna.
Uno de los principales servicios que prestaban era la sangría. En la Edad Media se pensaba que el exceso de sangre era perjudicial, ya que desequilibraba los humores del cuerpo y esto provocaba enfermedades, de modo que al menos una vez al año la gente acudía a su barbero para que le practicara una sangría.
Fundamentalmente se seguían dos procedimientos: el que todos conocemos, mediante sanguijuelas, y otro algo más “crudo”. En este último, el barbero sumergía el brazo del paciente en agua caliente para localizar las venas, le aplicaba un torniquete y, con el paciente agarrado a un poste para que las venas se hincharan, practicaba una incisión en una vena; la sangre entonces brotaba y caía a un recipiente llamado sangradera.
Tal fue la importancia de la figura del barbero-cirujano que con el paso del tiempo optaron a una titulación que les capacitaba para hacer sangrías (por medio de los dos procedimientos descritos), poner emplastos, etc.
Con el discurrir del tiempo, las profesiones de cirujano y médico se equipararon, y con ello se despojó a los barberos de sus funciones “quirúrgicas”, para tranquilidad y supervivencia del ser humano.
Y terminaremos estas líneas con una curiosidad: para identificar su local, el barbero colocaba a ambos lados de la puerta una especie de carteles que representaban una mano levantada por la que se veía correr la sangre. Esta forma de anunciarse no gozó precisamente de mucha aceptación, pues resultaba ciertamente morbosa, así que optaron por una representación más simbólica: sustituirlos por un poste rojo color sangre en el que, a manera de serpiente, se enroscaba una venda blanca. Seguro que lo has visto en más de una ocasión... ahora ya sabes su curioso significado.