Fueron incapaces de arrancárselo de las manos, así que finalmente decidieron enterrarlo con aquel aparato apretado contra el pecho y unido a las orejas por un cordón umbilical made in China, tal fue como lo encontraron, con los ojos embalsamados por la helada y un último recuerdo, y con la boca mecida por una sonrisa tenue, plácida, agradecida, una apenas curva que velaba todas las penurias de su vida de vagabundo, de su peripecia desgarrada y mohosa, de su odisea cotidiana sin sirenas bellas, no más que una película viva del neorrealismo español de balanzas rotas y desigualdades impuestas de las que se empeñan en culparnos los popes del neoliberalismo. No, él nunca vivió por encima de sus posibilidades.
Fue un niño, arma cargada de futuro, quien lo encontró tendido en el banco del parque, se acercó y lo miró como quien observa el mármol enmudecido de un Cristo yacente. Pero el patetismo aquí no venía impuesto por una falsa corona de espinas ni por una línea policromada sanguinolenta; no, algo flotaba en el aire dotando al momento de una irrealidad invasiva incluso para la fértil mente de un pequeño de siete años: la escena emergió de la bruma mientras una sorda voz de mujer cantaba a Lorca con desgarro lejano sobre un pentagrama decorado por Cohen.
Los días siguientes en el barrio se comentaba con pena sincera la muerte del Tobías, hombre bueno y de antigua fortuna que había devenido en gorrión migajero por plazas y callejones, los mismos que sobrevolaba para velar por putas y rumanitos y esquivar a chulos, camellos y banqueros. En las pescaderías, fruterías, carnicerías y demás ágoras de la gente que no olvida su origen, se habló toda la semana de sus pequeñas enormes hazañas, de su elegancia vagabunda, de su cabeza alta y mirada clara, de su risa y su consejo. Poco a poco me fui interesando por la vida de aquel laico santo que había pasado desapercibido a mis ojos acelerados por el estrés y fui conociendo una historia que merecía ser contada.
Manolo, el zapatero, quien me explicó emocionado cómo Tobías había salvado a su mujer de morir ahogada en la calle, fue el primero al que oí mencionar la obsesión del anciano por aquella cantante que, desde hacía años se había instalado al lado de su corazón, justo dentro del discman que había encontrado en la basura y que él mismo había reparado. Tobías no escuchaba otra cosa y en cuanto se enteraba de que la artista había hecho algo nuevo pedía a algún joven del barrio que se lo grabara para saciar su -siempre decía- “sed de ángel”.
Anécdotas miles escuché sobre aquel hombre-unicornio, pero un nombre creció en mi mente hasta no dejar hueco a nada: Sílvia Pérez Cruz. Pero, ¿quién era? ¿por qué se había convertido en la banda sonora de la serenidad vetusta de Tobías?
No me podía quitar de la cabeza ni a uno ni a otra y a ninguno conocía. Una vez en casa, YouTube me escupió el vídeo de una morocha catalana con voz de diosa juguetona, cantando, a la guitarra, Cucurrucucú paloma… Yo, que no soy de lágrima fácil, clavé mis ojos en aquella Frida Kahlo del Ampurdán y me convertí en río. Quise saber más, escuchar más, sentir más. En el momento que el caudal empezó a crecer supe que estaba enamorado, perdido. Gorrión migajero ya.
La información se cernía sobre mi cabeza arrojando las sombras de buitres hambrientos sobre un cerebro que bullía: me enteré de que Sílvia Pérez Cruz, mediterránea de Palafrugell, lleva en la sangre paterna y materna una música que domina por genética, epigenética y gracias a varios años de estudio de piano, solfeo, saxo y una infinidad de sonidos y emociones. Que fue madre muy joven (benditos los oídos de esa niña mecida por las nanas de seva mama). Que afirma ser una mezcla de paisajes, un triángulo maravilloso de vértices gallegos, catalanes y murcianos. Que ya de niña, de la mano de su padre, hipnotizaba los bares al ritmo de Alfonsina y el mar. Que alzó su voz y su mano el 15M. Que es una gran actriz que se siente un poco intrusa ante la cámara y que “una casa es algo más que cuatro paredes”.
Aprendí muchas cosas sobre ella, todas superfluas porque definir es limitar y porque adjetivos son injusticia. Todo se desvanece ante la música, la voz, el duende, la risa, la postura, la naturalidad, la magia de una eterna niña cantora que no sale de mi cabeza. Creo que fue Santiago Auserón el que dijo: “cuidado, suena tan hermosa que cuesta no enamorarse”. Lo tomé un poco a broma, no sin cierta inquietud. Han pasado seis meses desde el gran descubrimiento de mi vida. Hace apenas dos que firmé el divorcio. Mi reproductor mp4 es mi oxígeno y me acabo de instalar en el cajero más confortable de la ciudad. He entendido el resplandor que manaba de los ojos muertos de Tobías. Nada importa en este pequeño punto del universo. No me duele el frío ni el miedo ni la insensibilidad humana. Tengo a Sílvia. La luz me acompaña.
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Web oficial de Sílvia Pérez Cruz
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