Se acabaron los juegos de miradas en la discoteca. Terminaron los encuentros casuales en la sección de congelados del supermercado. Es el fin de los enamoramientos fugaces en el autobús y en el metro. Llegó Tinder. Y se hizo el rey.
En la pasada cena de Nochebuena, me tocó explicar qué era “eso del Tinder que se oye tanto ahora” y, una vez que lo piensas, es el mecanismo más sencillo que existe. Una aplicación gratuita en tu móvil con geolocalizador en la que están registrados un montón de chicas y chicos de tu alrededor y fotos, muchas fotos, que te hacen decidir si esa persona que está a X kilómetros de ti será el amor de tu vida, el de una noche o si ni siquiera te interesa saber si es campeón de snowboard o si viaja frecuentemente a esa playa paradisiaca que sale en todas sus fotos. Y es que las fotos que elijas serán tu pasaporte al éxito del “Me gusta” o quizás a la indeseada equis que viene a decir un “ya le llamaremos”.
Desde aquí no quiero realizar una crítica a este tipo de aplicaciones ni mucho menos ya que, aunque no he sido ni seré usuaria de ellas, entiendo que es un modo rápido para conocer personas de tu edad, en tu entorno y, por ende, aumentan las posibilidades de que cada uno encuentre lo que busque dentro del amplio abanico de opciones.
Después de las pertinentes explicaciones de la cena de Nochebuena, surgieron los típicos comentarios de adultos que veían este invento como algo cercano a la aberración y entiendo por qué.
Desde luego, es imposible imaginar que Florentino Ariza y Fermina Daza crearan algo parecido a lo que construyeron en “El amor en los tiempos del cólera” a través de un “match” (en lenguaje tinderiano, esto supone que ambas personas han indicado que les gusta la otra persona y, por lo tanto, pueden empezar a hablar y comienza el cortejo). Sin embargo, si en cien mil ámbitos de la vida, hemos disfrutado de esa modernización y adaptación a las necesidades actuales, en los términos del amor no podíamos quedarnos atrás. Si se creó la “fast food” para agilizar algo tan necesario como el comer para perder el menor tiempo posible, ¿cómo no iba a agilizarse algo casi más necesario como es el amor?
Si hace unos años, tras el boom de Internet, los cibernovios estaban en boca de todo el mundo, está claro que dentro de unos años, los niños podrán contar cómo sus padres se conocieron porque “a mamá le gustó mucho esa foto de papá haciendo kitesurf en las playas de Punta Cana”. Y comieron perdices.