En Cambiar la educación para cambiar el mundo he descrito la educación alternativa que necesitamos para trascender la mente patriarcal como una que toma en cuenta tanto nuestro aspecto “paterno-intelectual-normativo- ideal” como el aspecto materno-afectivo de nuestra mente y también nuestro “niño interior” (que no requiere tanto de educación sino de respeto y libertad), y he llamado también la atención hacia la importancia de la meditación como solución a la necesidad de devolverle a la educación su dimensión espiritual sin pasar por la inculcación de los dogmas o preceptos de ninguna religión específica.
En un libro posterior (La Revolución que esperábamos) he destacado el que una educación para trascender la mente patriarcal deberá comenzar por recuperar su carácter emancipatorio, ya que la libertad es indispensable a nuestra salud emocional y que esta, a su vez, constituye una base necesaria para el desarrollo del amor al prójimo. Y así como antes había ordenado mis reflexiones en torno a la tríada de Padre—Madre--Hijo, ahora mis pensamientos se han ordenado según aquella de la libertad, el amor y la sabiduría, subrayando que para hacernos sabios deberemos librarnos de la tiranía del hemisferio cerebral izquierdo y de su pensamiento racional-tecnológico (nuestra “inteligencia astuta”), recuperando nuestra intuición a través de las artes, las humanidades y el legado de los genios espirituales de todas las culturas.
Es difícil explicar brevemente lo que significaría la instauración de una educación que pusiera la libertad y el amor por encima de la trasmisión de informaciones, pues el despotismo de la actual educación no es visible para las personas que han sido ya “educadas”, pero pienso que al ser la educación que hemos creado una manera de perpetuar nuestra forma usual de pensar y sentir, mal podemos siquiera darnos cuenta cómo y hasta qué punto tal “socialización” entraña una castración de nuestra espontaneidad infantil y animal que nos empobrece, priva de felicidad y acarrea complicaciones de alto precio.
Así como al querer una economía más solidaria debemos interesarnos en una educación para la solidaridad, entonces conviene que una economía que respete nuestras libertades vaya aparejada a una educación que nos deje libres de la obsesión con la supervivencia, cese de idiotizar a los jóvenes con irrelevancias y motivaciones extrínsecas como las calificaciones, y se interese en la recuperación de los valores o ideales, comprendiendo que para alcanzar una economía menos voraz o canalla se deberá comenzar por la base, cual sería una educación para la virtud.
Naturalmente, la nueva educación, que le daría prioridad al desarrollo humano sobre la conveniencia de la producción nacional, deberá tener muy presente la muy citada reflexión de Einstein de que “los problemas que enfrentamos no podrán ser resueltos por la conciencia que los ha creado”. En otras palabras, nuestra esperanza (y cabe aún decir salvación) estará en que podamos educar a una generación más sabia y benévola que lo que hemos llegado a ser hasta ahora.
Pero más que detenerme sobre los detalles de cómo podría ser una educación para trascender la mente patriarcal, me parece que importa para esta comunicación que llame la atención a que mal podrían los profesores que han salido de nuestras universidades o escuelas de magisterio ejercer de un día para otro funciones tan diferentes a aquellas para las que han sido preparados. Por ello, la clave de una nueva educación estará necesariamente en una nueva formación para los futuros formadores —y una formación de diferente naturaleza de los actuales métodos académicos; pues capacitar a personas para que puedan implementar una educación transformadora necesariamente requerirá de una formación transformadora de los futuros profesores. Solo así podría hacerse efectiva la expectativa de que los educadores, junto con abordar su currículo, puedan trasmitir valores; pues la verdadera trasmisión de valores no debería confundirse con un ejercicio retórico o una prédica de que deberíamos ser generosos o pacíficos. Se trasmiten los valores como la vida misma, que procede de la vida, al ser irradiados o contagiados por quienes los encarnan, pero ¿no llegan las personas a encarnar tales valores a través de su propia transformación, que no es otra cosa que un salto desde su condición patriarcal condicionada a la libertad de encontrarse a si mismas?
¿Existe un método a través del cual se pueda esperar un proceso de transformación suficientemente efectivo y en un tiempo suficientemente breve como para que pueda ser financiado? Ha sido una gran satisfacción para mi haberlo descubierto a través de unas cuatro décadas de experimentación y perfeccionamiento, y también el haber sido testigo de la gratitud de innumerables personas que lo han vivido —educadores, psicoterapeutas y buscadores—; pero pese a mi convicción de que es posible prestarle una ayuda considerable a la mayoría de los participantes de cada uno de los cursos vivenciales de 10 días que constituyen los módulos del “programa SAT para el desarrollo personal y profesional¨, no he logrado hasta ahora despertar el interés de las universidades, que alguna vez imaginé que acogerían con entusiasmo este breve complemento a sus programas académicos de formación de profesores.
Diría que la explicación de esta falta de respuesta de las instituciones ha estado en parte en el hecho que los programas universitarios ya establecidos difícilmente dejan suficiente espacio para algo nuevo. No cabe esperar que ninguno de los profesores del currículo establecido vaya a dar un paso atrás para abrirle espacio a una iniciativa semejante, y ni siquiera es fácil pensar que la agenda normal de una escuela de educación vaya a modificarse para permitir un programa residencial de 10 días. Y además ¿quién lo ha de financiar? No siendo yo un vendedor y teniendo demasiadas otras cosas que hacer, solo puedo decir que no me he encontrado hasta ahora con un decano o un rector suficientemente entusiasmado como para conseguir el apoyo de un banco, un filántropo o un gobierno. Al contrario, sospecho que el solo hecho de que proponga la aplicación de mi propio método me hace aparecer ya como un iluso o como uno que solo persigue sus fines egoístas.
Está, además, el problema de que ofrecer un proceso de transformación no es comparable con ofrecer algo verdaderamente conocido; así se puede entender que aunque no hayan faltado educadores que acuden a al programa SAT de año en año, es otra cosa interesar a los estudiantes en formación, que aún no han llegado a ganar su propio dinero ni a vivir las dificultades de pretender ser educadores en un sistema tan poco favorable a la verdadera educación como el que tenemos.
A veces digo que en vista de que el sabor de esa transformación que yace en el potencial humano no se puede explicar en palabras, la situación de ofrecer nuestro programa pudiera compararse al intento de venderle chocolate a uno que nunca ha probado su sabor. Por ello he propuesto que debería hacerse una “repartición de chocolates” en algunas universidades representativas, y que tal vez para tal plan piloto se podría interesar a empresarios sensibles a la noción de responsabilidad social. Pero ante esto estoy seguro que sería mucho más fácil conseguir dinero para favorecer la educación que ya tenemos antes que para un cambio educacional (que se vincula a su vez a una esperanza de cambio social).
He pensado, además, que difícilmente bastaría que un país aislado optase por la transformación de su educación, siendo que solo un cambio global o por lo menos un cambio de la educación en el mundo occidental sería suficiente para detener el curso catastrófico de las historia; y he imaginado que sería a la Organización Internacional de los Negocios a la que correspondería financiar el proyecto global de “una nueva educación para salir de la sociedad patriarcal”—no solo porque esto correspondería a la naturaleza global del proyecto, sino porque constituiría una compensación por los daños que nos ha traído una globalización limitada a los negocios, que ha descuidado cosas tales como la ecología y las necesidades humanas.
Pudiera parecer ingenua mi propuesta de que se llegue a interesar la Organización Mundial del Comercio en un cambio de la conciencia que subyace a nuestro problemático orden económico; pero por más que algunos hayan intentado sacarle partido económico a nuestra crisis y la hayan manipulado, esta ahora se profundiza ya por si sola, y ya que nuestros sueños tienden a hacerse realidad, propongo que nutramos el sueño de que que aquellos que mueven los hilos del poder despierten a su misión de convertirse en nuestros salvadores. Y hago votos porque ante el hundimiento del mundo que hemos creado a los albores de la “civilización” y a la correspondiente urgencia de sobrevivir el naufragio que ya ha comenzado, pueda hacerse ese milagro.
Es la esperanza de ese milagro que me ha movido a hablarles a los economistas, que mejor que nadie podrían preparar el terreno para que los actuales potentados, en cuyas manos está objetivamente la posibilidad de nuestra salvación colectiva, la actualicen. Demás está decir que ello los haría acreedores de la gratitud del mundo venidero.