El viernes del consumo, viernes blanco y occidental, es nombrado “Black Friday”. Más allá de la presencia multirracial –en ese sentido, Benetton marcó la tendencia–, una práctica de este tiempo que, como tal, concierne a sus protagonistas, es decir, a quienes se proclaman actores principales, aparece entre ritualizada y marginalizada bajo el cariz de lo “negro”. ¿Es por culpa o pudor que se nombra como de costado un fenómeno tan central? Al mismo tiempo, como gusta insistir Bruno Napoli, lo “negro” es negativizado, es usado para nombrar el lado oscuro del occidente blanco; aunque esta vuelta es incorporado a la atmósfera superflua y algo graciosa del evento: “Black Friday”. La publicidad hizo de un día tenso para los habitantes y estresante para los empleados de los locales, una vez más sobreexplotados, un día estridente para los consumidores, excitante y hasta simpático.
Esos viernes en que la noche ofrece descuentos inimaginables, los consumidores babeantes acampan al aire libre, como las y los fans de Chayanne, pero no para ver o tocar a su estrella favorita, sino para verse a sí mismos envueltos en un frenesí que no solo no les permite ver a los otros, sino que los demás se reducen a un obstáculo entre cada quien y la oferta elegida como presa. La carrera se desata y, habiendo sido publicitado y festejado por las redes previamente, un dispositivo con historia acumulada que se inscribe en la racionalidad de la circulación comercial y virtual es exhibido a través de Youtube como si se tratara de la ley de la selva . Entonces, una vez más, el salvajismo de los otros nos tranquiliza y hasta refuerza nuestra mesurada estancia en la vida racional del consumo moderado o, al menos, más práctico.
La historia periodística y policial ubica los “viernes negros” en ocasión de disputarse el clásico del fútbol americano colegial Army vs. Navy, es decir, los viernes posteriores al día jueves de acción de gracias y previos al sábado en que el juego se desarrollaba. Aparentemente, importantes ingentes de seguidores desbordaban la zona de Filadelfia en que tenía lugar el partido, echando mano a cuanta bebida estuviera a la venta, consumiendo comida, hotelería y ocupando las calles. Los desmanes valieron el epíteto de la negritud para un día nombrado por la policía. Pero si la anécdota da una pista genealógica de la masa y de la cultura norteamericanas, las imágenes más fuertes –si nos propusiéramos una asociación libre– que toman nuestra percepción contemporáneamente, son la de la bolsa de valores en pleno fervor y la de los saqueos en el conurbano bonaerense, en la cresta de la ola del consumismo inclusivo.
Imágenes: la puerta se abre, en realidad estalla; inmediatamente una mujer voluminosa cae al piso. En una secuencia posterior nos enteramos que llegó al lugar en silla de ruedas, pero ¿tenía realmente alguna dificultad física o ensayó una estrategia para no tener que lidiar con el fatídico cuerpo a cuerpo de la situación? No importa, podría incluso haberse tratado de una socióloga que estudiaba el fenómeno y no hacía más que confirmar una corazonada que no llegaba a hipótesis: la desventaja relativa de la dificultad física no es un impedimento para ser arrasado por el gentío impiadoso. De hecho, es más probable terminar en silla de ruedas si no se mantiene cierto cuidado que recibir algún gesto contemplativo desde el asiento rodante. Entretanto, los empleados viven una experiencia traumática en el centro de la tormenta, mar de tironeos que involucran varios brazos y ningún rostro específico. En realidad, son rostros extáticos desprovistos de la vitalidad de experiencias propias de algunas jornadas festivas, carnavales y otros rituales; más bien recuerdan a las series y películas sobre zombies devoradores. Corren de un lado a otro, se mueven con urgencia, el tiempo tiene la forma de una espera acumulada y liberada de golpe, parecen átomos bailoteando producto de una reacción física.
En otro video toman carrera frente a la entrada del mega mercado y pasan por encima incluso de un tenue cordón policial. Los encapuchados recuerdan a los rostros cubiertos de nuestros saqueos conurbanos. La imagen siguiente deja ver a los empleados con sus pecheras amarillas intentando contener una cortina metálica empujada desaforadamente hasta ceder. La muchedumbre entra corriendo y los empleados huyen de quienes serán, minutos más tarde, sus clientes y verdugos al mismo tiempo. Como en un jugueteo infantil, donde la huída forma parte de la escena y el vértigo se expresa plenamente, es, a la vez, sensación de descentramiento, de aniquilación del ser constituido, y placer inexplicable por cercanía a lo que aniquila. Pero en este caso no se trata de un juego de niños.
La rapiña hace su trabajo y las peleas no tardan en llegar. Las miserias que toman a cada quien están en su punto más lejano respecto de toda comprensión. ¿Hubiera imaginado Spinoza un grado cero de los géneros de conocimiento? Automatismos que se reafirman con la bronca momentánea, angustias que no se bastan con el desquite, goces perversos en quienes se volvieron hábiles y se imponen por sobre el resto.
Otra imagen de archivo que llega de lejos para una asociación momentánea: puerta 12, en el estadio de River en el ’68. De golpe, un grupo se atora en una de las puertas principales, la catástrofe tácita se hace por un instante bien patente. Un país que produce obesos a granel –es decir, obesamente–, los agrupa al borde de lo imposible. Pero lo impresionante de la escena es el momento siguiente en que, aun no habiendo podido entrar la mayoría, se ve a los pocos que zafaron del atore en una actitud de desazón. La pasan mal antes de empezar. Los tiempos se acortan, el desengaño implícito en la consumación de la promesa es, en este caso, inmediato. Si el consumo es promesa o incluso consumo de la promesa misma, la temporalidad desquiciada del “Black Friday” no hace lugar siquiera a ese proceso de ser felizmente seducido, más o menos engañado, que el circuito del consumo pone en juego desde la publicidad hasta la postventa. ¿Habrá pensado por un segundo alguno de los acongojados de esa suerte de puerta 12 del Walmart: “me hubiera quedado en casa disfrutando de la publicidad”? En El bienestar en la cultura, Pablo Hupert da cuenta de una modalidad de consumo inmediato de la publicidad que, en lugar de prometer, garantiza un placer per se. Como si el “bienestar” fuera tan imprescindible para que las situaciones se sostengan que no puede ser descuidado ni por un segundo. Aunque “bienestar”, en este sentido, no es un estado (ni mucho menos un Estado), sino una costura fina de un armado precario e incierto, de una incertidumbre que no abre, porque tenemos certeza de su presencia. Presencia que, en algún punto, nos ausenta.
En un plano picado algo más panorámico se ve a dos personas frotándose los ojos con las manos y las muñecas. Alguien usó su spray pimienta. ¿Acá también la inseguridad? ¿Otra asociación libre con la catástrofe futbolera? “Hay que estar preparado”, dirá alguno. Defenderse agresivamente de la agresión, ya desde la fantasía, antes de salir de casa. ¿Se sale, finalmente, de la fantasía? ¿Nos vamos volviendo agorafóbicos con spray pimienta en la cartera? La guerra preventiva bien entendida empieza en casa…
Pero no todas son pálidas en los emporios del consumo estadounidenses. En Brands Mart, una mujer de edad avanzada atropellada por la turba recibió, sin embargo, la ayuda de un tipo que fue capaz de detenerse al verla en el piso. El negro socorriendo a la anciana, toda una imagen que bien podría ser utilizada en las mismísimas promociones del “Black Friday”. El negro Viernes, un honesto trabajador, un recién llegado al frenesí del consumo, algo tímido y poco acostumbrado a esas situaciones, arriesga su semblante por necesidad. En realidad, no estaba tan seguro de entrar, pero se le aparecía el flashback de su familia esperanzada con las ofertas esperándolo en casa. Finalmente, en el camino se dio el gusto de ser solidario con la viejita y regaló una imagen, una más, lista para ser consumida.