Bendito sea el día en que nuestra culpa se trasladó a la individualidad ajena. El ser humano, como buen político, posee la extraordinaria tendencia de vanagloriarse de sus propios éxitos pero la muy pintoresca –aunque reprochable– actitud de conseguir culpables a los fracasos oportunos.
La necesidad imperiosa de buscar o inventar –depende de la concepción ideológica que se profese– a un responsable que responda ante nuestras desdichas como sociedad existe desde que el hombre se humanizó. Estoy totalmente seguro que el vecino entrometido de quien logró dominar el fuego por primera vez lo culpó por utilizar su leña para hacerse el famoso del grupo. Vale, no estoy seguro de ello, pero tal como retrata Carlos Rangel, periodista y escritor consumado, en su libro Del buen salvaje al buen revolucionario (1976), la carencia mental que ha llevado a los latinoamericanos a culpar a sus vecinos del norte –me refiero específicamente a los Estados Unidos de Norteamérica, pero utilizo el lugar común– de cada uno de los males y desprecios que han vivido como sociedad no solo indica que nos mentimos a nosotros mismos, sino que utilizamos cualquier mentira ajena que nos prive de nuestra humillación. Y, de fanáticos y encantadores de serpientes, estamos abarrotados.
No hace falta volver tan atrás para entender que el enemigo externo, “El Imperio”, siempre ha estado presente en el status quo de nuestra humanidad. Bien podríamos enumerar decenas de gobiernos que a lo largo de la historia persiguieron una corriente política que vilipendió las clases altas y aupó a las clases marginadas.
Esta corriente, basada en una profunda dicotomía, con los matices que le otorgan el espectro social y demográfico de cada uno de ellos, engloba al populismo, donde la concepción de que todos los seres humanos sean iguales –tanto en oportunidades como en derechos y deberes– queda escrita en el papel. Lamentablemente, la interpretación de igualdad no corresponde a que las clases sociales se superen en el tiempo.
Pero no solo en Latinoamérica gustan los líderes carismáticos. Hoy toman relevancia los grupos populistas y de corrientes extremas en Europa, aunque lleven varios años gestándose, tomando como precedente los partidos políticos que surgieron en la década de los 30 y que confiaban en la utopía del comunismo y del hombre nuevo. Casos concretos como el de Syriza, partido político que ostenta el poder en Grecia, el grupo Podemos en España y el Frente Nacional en Francia (por nombrar un puñado), son una muestra de que el discurso sobre el apabullamiento externo –en este caso no retratamos a Estados Unidos de Norteamérica, sino al conjunto de países conglomerados que forman la Unión Europea– sigue calando en la mente del ser humano. Las recesiones económicas y la corrupción logran agrupar una masa considerable de la población que demanda un cambio.
El hombre es un ser político: vive en sociedad. La capacidad de sobrellevar los obstáculos desperdigados, de mantenernos unidos como civilización, ha hecho que el equilibrio perdure. Los radicalismos pueden afectar considerablemente la prudencia con la cual nuestra cultura se ha ido construyendo durante las últimas décadas, sin embargo, la obligación de captar agentes externos que asumieran nuestras culpas ha sucumbido ante la capacidad autocrítica que desarrollamos como sociedad.