Desde que el hombre es hombre, desde que ha tenido conciencia de su esencia espiritual y superior, ha gustado de comer caliente. El fuego y la olla de barro marcan, desde su descubrimiento y concepción, el origen de las legumbres. Componente fundamental en la dieta mediterránea, la legumbre ha sufrido en las últimas décadas ciertos desagravios que parecen conectar con oscuras elucubraciones de siglos pretéritos, que las unían a desagradables dolencias y flatulencias. Es más, su valor nutritivo y proteico pasaron a un segundo plano entre los infantes de los años sesenta, setenta y ochenta; y de su carácter defensor de libertades individuales –por aquello de “si quieres lentejas las tomas y, si no, las dejas”– adquirió un matiz autoritario insoportable: “si quieres las tomas y, si no… ¡¡también!!”.
El sabor, textura y aroma de tradicionales guisos desaparecieron cuando algún descerebrado inventó aquella dictadora sentencia de “¡niño, cómete las lentejas que tienen mucho hierro!”, y parecía entonces que una especie de yunque te iba a espachurrar los sesos, quién sabe en qué forma de extrañas o malignas artes. Fue entonces cuando los niños, en su candor e inocencia, empezaron a inventar juegos en los que la legumbre se convertía en artillería ligera de precisión. Los más perversos –se recomienda censurar estas líneas a los menores de cuarenta y pico– se transformaron en expertos en balística: cuello de botella de leche de plástico atado con demoníaca destreza a un globito de feria o de fiesta de cumpleaños, y cargado con “garbancitos de La Mancha” (también son apropiadas variedades como el Pedrosillano, el venoso andaluz o el de Fuentesaúco, por citar solo algunos ejemplos) se constituyeron en las piezas maestras del prototipo casero de tirachinas urbano. Sus efectos, ciertamente letales y demoledores.
Las sufridas madres españolas de aquellas lejanas épocas empezaron a alucinar con los escarnios sufridos en la despensa –entonces era habitual comprar las legumbres en crudo y almacenarlas en sacos de arpillera– y su indignación aumentó cuando los descarados infantes desarrollaban hábitos “futboleros” en emocionantes partidos de chapas, en los que los “garbanzos de reglamento” se coloreaban según los más variados diseños de la época. Por otra parte, los más brutos “¿post?-adolescentes” daban la nota en las bodas y, junto al tradicional arroz, provocaban tormentas de judías, lentejas y garbanzos sobre los recién casados, demostrando una evidente confusión existencial en lo que respecta a conceptos tocantes con la delicadeza y el sentido del tacto. Por último, los componentes que disfrutaban –de hecho y verdaderamente– de cocidos, fabadas y otros sabrosos guisos del recetario español pero tenían un carácter más taciturno, a la vez que desasosegado, consiguieron poner en entredicho en más de una ocasión la común creencia de que las discotecas eran espacios de ocio para bailar, divertirse e intentar estrechar relaciones con miembros del sexo opuesto. Los “aerofagíticos” convencidos existen. Créanme. Haberlos, haylos.
Estos usos y costumbres, que parecían acompañar a la caída del milenio en el último tercio del vetusto siglo XX, son en la mayoría de las ocasiones, afortunadamente, meras anécdotas que surten la antología de historietas de este particular “abuelo Cebolleta”.
La legumbre, esa planta que regala su fruto en vainas, es un alimento de alto contenido energético, rico en proteína, fibra y sales minerales, con la ventaja añadida de que carece de las grasas nocivas propias de las proteínas de origen animal. Complemente idónea y protagonista exuberante de infinidad de platos, la legumbre aporta hierro, calcio, fósforo, magnesio, potasio y aminoácidos esenciales como arginina, cisteína, lisina, metionina, treontina o triptófano. Revalorizados en los últimos tiempos como elemento de la dieta mediterránea y como cultivo ecológico –dado su efecto fertilizante y regenerativo del suelo– judías, lentejas y garbanzos fueron partícipes de civilizaciones prehistóricas del continente americano –de cuyos fríjoles y alubias procede la extensa variedad de judías establecida en los campos de España– y, a esta orilla del Atlántico, estuvieron ya presentes en Mesopotamia, Egipto y otras zonas del litoral mediterráneo.
Este sustrato histórico, aliado a su accesibilidad, a las más diversas texturas, variedades y cualidades organolépticas, han hecho de la legumbre una figura gastronómica popular y populosa. Expresión de la necesidad, el sabor y el gusto por la olla y los pucheros de toda la vida, han sido cultivadas para consumirse en los más humildes hogares y en los más afamados templos de la alta cocina (verbigracia: alubias de Tolosa de Martín Berasategui; crema fina de lentejas con queso de cabra, foie gras, calabaza y yema trufada de Juan Mari Arzak: potaje de garbanzos de Carme Ruscalleda; chipirones en su tinta con alubia blanca, coco y hierbas thai de David Muñoz; fabada de Prendes de Casa Gerardo; potaje castellano de Casa Lucio… –universales restauradores, tradición y vanguardia, innumerables galardones, tropecientas estrellas Michelín y soles Repsol–).
En remojo, bien cocidas y acompañadas, se puede afirmar que, en cierto modo, las legumbres alimentan ese matiz tan hispano del “Juan Palomo”, es decir, “yo me lo guiso, yo me lo como”; y si alguien más quiere disfrutar de tan rico, señero y natural manjar, cualquiera que sea el rincón del mundo en que se encuentre, ya sabe lo que tiene que hacer: “Colega, tronco, compadre, camarada, amigo, compañero, brother… búscate las habichuelas”.