Desde hace más de diez años Carlos Fernández-Pello viene experimentando con los límites de la identidad profesional, bajo la sospecha de que es ahí donde reside gran parte del trauma occidental. Desdibujando las fronteras entre el texto, la imagen, lo laboral o lo creativo, su proceso se asemeja al de la fermentación de un queso, en donde descomposición y vida adquieren un sabor conjunto e inarticulado.
Partiendo de sus experimentos en la aldea familiar (Vilar de Cas, Lugo) y de su colaboración con el artesano Carlos Reija, el artista ha reunido en esta ocasión una serie de xarros y paneles hechos con queso gallego, contraponiéndolos a una serie de pequeñas pinturas racionalistas que parecen abordar la tensión entre el tiempo del trabajo y el tiempo de la curación.
Nos encontramos en primer lugar con una exploración del acervo centenario de los oleiros, en forma de jarrones y contenedores disfuncionales con los que Fernández-Pello parece querer ensayar un nuevo ritual de protección. El artista cuestiona a través de ellos la temporalidad de las instituciones y la figura del conservador o curador, quien, en su opinión, actúa a veces como lo hacen las xarras meigas, forzando la producción poética en contenedores del discurso político o estético, y condicionando al artista como un servidor de estos “jarrones”. Este conjuro material se amplía con la colección de cinco pinturas de pequeño formato, realizadas en colaboración con las bacterias naturales de la leche y curadas a lo largo de los últimos dos años sin apenas mediación del artista. Un gesto que no sólo repite con humor la función administrativa de todo curador, si no que cuestiona el valor de la conservación de la obra de arte, al elevar la textura y el color de su descomposición al centro de la imagen pictórica.
En esa misma dirección, pero con una materialidad absolutamente contraria, el artista completa la exposición con una serie de partituras en papel que parecen introducir todavía otro enigma indescifrable. En estas "pinturas excel" Fernández-Pello revisa las hojas de cálculo que usa a diario en la oficina para pintarlas a mano después, borrando cada una de sus celdas y acentuando el ritmo y la belleza anodina que subyace al trabajo administrativo. Una paleta diminuta y rutinaria, realizada con tediosas pinceladas, y que sirve como metáfora de su propia curación como poeta; apartado del mundanal ruido del arte; oculto al fondo de la cava del trabajo asalariado.
Alguien nos entenderá cuando estemos muertos sugiere que sólo conseguimos entender el sentido de un poema mucho tiempo después de que este haya muerto en nuestra boca. La experiencia anacrónica que plantea Fernández-Pello no solo cuestiona la ansiedad de las instituciones, quienes han entendido su trabajo de una manera preceptiva y burocrática, sino que también propone al poema como forma de resistirse a la inercia nerviosa de profesionalizar y comprenderlo todo. Desde la espera. Lejos de la épica, de los discursos y del culto a los mártires del arte, entendemos a los muertos a través de los pequeños actos de la vida consciente: mordiendo y masticando, muy lentamente, la magia que habita en cada momento irrelevante.