El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer.
Y en este claroscuro surgen los monstruos.

(Antonio Gramsci)

La ultra derecha ha lanzado una ofensiva ideológica, organizativa y política a nivel global, pero en especial en América y Europa y cuenta para ello con importantes posiciones de poder. No se trata de su prédica habitual, usurpando y deformando el concepto de la batalla cultural, se lanzan a la conquista del mundo y a aplastar a la izquierda y al socialismo.

El presidente Javier Milei cerró el encuentro de la ultraderecha nucleado en la Conferencia Para la Acción Conservadora en Buenos Aires con un discurso en el que castigó a los presidentes de Brasil, Colombia y España (Lula, Gustavo Petro y Pedro Sánchez) y advirtió que hay que frenar a los zurdos: “Que no nos entren por ningún lado”, dijo.

A lo largo de su discurso, el mandatario llamó a combatir al socialismo, a quien le adjudicó haber sido “exitoso” en el manejo de la batalla cultural y centró prácticamente toda su alocución en torno a este concepto y la importancia del mismo en pos de marcar un norte a la hora de gobernar. “Lograron imponer la agenda de lo políticamente correcto”, señaló Milei en alusión a los gobiernos de Lula Da Silva (Brasil), Gustavo Petro (Colombia), Pedro Sánchez (España), Pepe Mujica (Uruguay), entre otros, los cuales calificó peyorativamente de “experimentos”, todos ellos, según sostuvo, bajo la “mentoría” del exmandatario de Cuba Fidel Castro.

“Lo importante es que fueron exitosos en lo cultural, lo político, pero como sus ideas son un espanto, a donde van generan miseria. Eso abrió la oportunidad para que hoy en el mundo, de la mano de Donald Trump, Bukele y nosotros, se respiren nuevos vientos de libertad”, indicó Milei. “Estamos frente a una oportunidad histórica para empezar a cambiar el mundo, pero no alcanza con gestionar bien, con organizarse políticamente. Es necesario también dar la batalla cultural”.

Si utilizamos el rigor histórico no se los puede llamar fascistas, no tienen ni siquiera proyectos Imperiales, de superioridad étnica o de conquistas coloniales, pero es justo definirlos como neofascistas, por el extremismo de sus ideas y discursos. No tienen una base intelectual comparable, sus principales sustentos son empresariales.

Han decidido usurpar la idea, el concepto de la batalla cultural, la disputa por las supraestructuras ideológicas, culturales pero en realidad si analizamos los contenidos de sus discursos la batalla cultural es fundamentalmente económica con sus consecuencias sociales.

El dilema para la izquierda es si elige que la base de esa batalla cultural es a corto plazo y renuncia a la idea fundante de su nacimiento, la revolución y nos refugiamos en la revolución de las pequeñas cosas. Desde ese punto de partida habremos perdido la batalla irremediablemente.

Si efectivamente y asumiendo que la idea original del socialismo terminó en la mayoría de los países en un gran fracaso, negando su propia génesis y los valores del humanismo, abandonamos toda idea estratégica que ponga en discusión el capitalismo, el mundo global actual y renunciamos definitivamente a la revolución, será un repliegue tan profundo que el neofascismo habrá triunfado en disputarnos el futuro.

La palabra revolución ha sido bastardeada, hoy está en todos lados, la revolución tecnológica, industrial, cultural, sexual, es una forma de vaciar de contenido una idea central de la izquierda y de la historia de los siglos XIX y XX. Hoy revolución es solo parte del marketing.

El eje de la batalla cultural del neofascismo e incluso de la derecha es hundir la revolución en el pasado. La izquierda debe volver a asumir que la revolución está en el presente y sobre todo debe estar en el futuro.

En este siglo se han producido varias revoluciones, por ejemplo en el mundo árabe, la ocupación de Wall Street y Black Lives Matter en los Estados Unidos y en España, Grecia, Francia en Europa, no eran solo huelgas sindicales, sino profundos reclamos de cambios políticos, cuestionaban el orden establecido, con un profundo sentido político. Las consecuencias de esos movimientos, marcan la diferencia entre revolución y rebelión.

Las revoluciones del siglo XX comenzaron y estuvieron marcadas por la Revolución Rusa, que estuvo, así como otras revoluciones, asociada a la guerra, como la española, la vietnamita, la China y que además de tener una componente militar fundamental, con sus estructuras de mando, construyó un cuerpo doctrinario y un movimiento mundial, el comunismo.

Antes hubieron otras revoluciones, en Francia, la Comuna de París, las revoluciones europeas de 1848, pero la Revolución Rusa introdujo un nuevo paradigma, la militarización de la revolución, de la práctica y de la teoría de la revolución. Básicamente un ejercito al poder, con sus jerarquías, su disciplina y eso tuvo enormes y trágicas consecuencias para el comunismo.

La transformación de esos países con una revolución-militarizada, también en América Latina, como en Cuba y en Nicaragua, involucionaron hacia formas de negación de las libertades, de burocratización y jerarquización total del poder y en definitiva en un gran fracaso.

Este siglo debe construir otro paradigma revolucionario, si nos anclamos en ese viejo proyecto estamos condenando la búsqueda de la revolución a un gran fracaso y al avance de las ideas de la derecha, que nos impone renunciar totalmente a ese concepto que Marx definiera como las locomotoras de la historia.

Una cosa es elaborar programas políticos para una coyuntura de gobierno de cinco años o algo más y otra es confundir ese programa con el pensamiento estratégico, sin el cual dejamos de ser izquierda, y la derecha y la ultraderecha nos derrotan en nuestro propio territorio.

La construcción teórica, política e histórica de nuevos paradigmas es fundamental para la existencia de la izquierda, para dotarse de una épica y de un nuevo humanismo, que incorpora a los temas siempre vigentes de derrotar la acumulación cada día más escandalosa de la riqueza y del poder, la salvación de la naturaleza, la igualdad de derechos entre mujeres y hombres y una moral exigente y cristalina en el manejo del Estado. Todo eso es fundamental para producir un cambio profundo en el imaginario colectivo, que es en definitiva el resultado de la batalla cultural.

Por lo tanto es una batalla que va más allá de la economía y la política, que se libra en la cultura, en las artes, la pintura, el teatro, el cine, la literatura, la música, en la estética, en las relaciones entre las personas, son momentos en que los pueblos subalternos asumen su fuerza transformadora y actúan un cambio en la historia y en base a la experiencia histórica de éxitos y de fracasos elevan la libertad colectiva e individual a un nuevo nivel.

La historia es implacable en sus lecciones, en las batallas culturales no hay empates, el surgimiento del neofascismo y sus monstruos debemos asumirlo como una derrota y un desafió nuevo, donde no podemos simplemente defendernos con una catarata de adjetivos y un cerco de lugares comunes, sino asumiendo que tanto a nivel teórico, filosófico, como político debemos despertar de un largo letargo y romper con el concepto que se puede y se debe flotar y hacer la plancha.

Las revoluciones siguen siendo banderas del futuro y no solo lecciones del pasado.