En lo profundo de la selva amazónica se encuentran los restos de una ciudad utópica construida a finales de la década de 1920, Fordlândia. Abandonada en la década de 1940, fue absorbida por la naturaleza, y aunque no es en absoluto un ejemplo de arquitectura moderna y mucho menos de modernismo tropical, sino todo lo contrario, de colonialismo; la ciudad es un modelo del fracaso del sueño de un magnate americano al intentar imponer la visión de Estados Unidos en el mundo, algo todavía aplicable un siglo después. Porque en su época, el nombre de Ford y su famoso vehículo el “Ford T” evocaba la brillante promesa de la revolución tecnológica tanto como en nuestra época lo han hecho Bill Gates, Steve Jobs o Mark Zuckerberg, tal vez incluso más.
Fordlândia fue construida por el industrial estadounidense Henry Ford. En 1927, el hombre más rico del mundo y fundador de Ford Motors, compró 10.000 kilómetros cuadrados de tierra en el corazón de la Amazonia brasileña a orillas del río Tapajós. Su propósito fue crear no solamente una obra de ingeniería material sino también humana y social, edificando una plantación de caucho y una versión única de un pequeño pueblo del Medio Oeste estadounidense, en la jungla.
Pero como en todas las utopías existe también una cara oculta, una historia oscura, y la de Fordlândia no podía ser menos. El historiador Greg Grandin, profesor de historia latinoamericana en la Universidad de Nueva York, narró la saga de Fordlândia en el libro Fordlândia. Rise and Fall of the Forgotten City of Henry Ford in the Jungle. La ciudad-fábrica fue concebida para producir el caucho que suministraría la materia prima para las juntas, las gomas y, sobre todo, los millones de neumáticos de sus coches. Se construyeron fábricas, restaurantes, plazas, cines, escuelas, iglesias, piscinas, un hospital, canchas de tenis y hasta un campo de golf. La ciudad habitada por más de cinco mil trabajadores presentaba pequeñas y cuidadas viviendas a lo largo de carreteras perfectamente rectas, había caminos de cemento iluminados por farolas y, en el medio, casas prefabricadas en Michigan le daban forma a la Villa Americana.
Los trabajadores afinados en dormitorios, en las casas prefabricadas, eran obligados a llevar una vida prístina, bailar “country”, comer alimentos americanos para preservar su salud, ir a la Iglesia y tenían prohibido beber alcohol, así como respetar los valores americanos. La búsqueda de la utopía de Ford fue aún más allá, como señala Grandin. Existían los llamados escuadrones sanitarios que operaban por todo el lugar, matando perros callejeros, desaguando charcos en los que se podían multiplicar los mosquitos que transmitían la malaria y revisando si los empleados tenían enfermedades venéreas. Hubo un enorme choque cultural entre la América mecanizada, los ideales utópicos de Ford y la forma de vida de los pueblos indígenas, terminando en un completo desastre, describiría el investigador en su libro.
Los empleados se declararon en huelga, hartos de la comida norteamericana, los horarios de trabajo, la vestimenta y la arquitectura impuesta que no era la adecuada para el entorno. Cansados de tener que salir de la ciudad para buscar el alcohol, el tabaco y las prostitutas, éstos se rebelaron provocando revueltas y una violencia que unida a las epidemias, malas cosechas, pérdidas económicas, el fallecimiento de Ford y el estallido de la Guerra, empujaron al hijo de Henry Ford a cerrar definitivamente la plantación y la fábrica.
Hoy día, La ciudad medio destruida, aún conserva importantes edificios y la fábrica todavía posee componentes con las siglas Made in USA, e incluso se puede ver algún vehículo Ford de la época. Sus cerca de dos mil habitantes, dedicados a la explotación de soja por empresas chinas en detrimento de la pesca tradicional, se han unido en asociación para que sea reconocida como ciudad Patrimonio.
Aunque poco queda hoy en día de aquella ciudad, todavía encontramos las estructuras de un hospital en ruinas, construido por el afamado arquitecto de Detroit, Albert Kahn. Se desconoce si hay documentación de que la fábrica fuera erigida también por él, no obstante el concepto de espacio como membrana que encontramos tanto en el hospital como en la fábrica, podría hacer sospechar que proceden de una misma mano. Si bien es cierto que Albert Kahn sentía animadversión por el movimiento moderno, sin embargo, su arquitectura industrial debe considerarse como tal. Hasta el punto de que el arquitecto Mies Van Der Rohe a su llegada a Estados Unidos descubre la verdadera materialización de su bagaje teórico europeo, en la arquitectura industrial desnuda y sin pretensiones estéticas de las naves de Kahn.
El arquitecto de Detroit tuvo una importante influencia en la arquitectura moderna y en las nuevas generaciones. Con una obra vehiculizada por la adopción del fordismo -era el arquitecto de Ford- como nueva religión industrial, sus fábricas Ford se convirtieron en el punto de referencia de los empresarios europeos; y, también en una influencia disciplinar sobre las vanguardias o en la arquitectura soviética, tras ser contratado por el gobierno de la URSS durante el Primer Plan Quinquenal.
Sería precipitado afirmar que en Fordlândia se aplicaron, aunque casualmente, por primera vez conceptos de arquitectura moderna de la mano de Kahn en un clima tropical, ya que el proyecto supuso un fracaso coyuntural, al no adaptarse e ignorar las condiciones extremas del Amazonas, pero en realidad sí que se aplicó arquitectura moderna e incluso conceptos de arquitectura tropical en los barrios de los capataces. Lo cierto es, a pesar de que Fordlândia no fue más que un ejemplo de colonización económica estadounidense, no deja de ser una curiosidad y un interesante ejemplo de intento de colonización humana a través de la industria y la arquitectura; como sucedería con las plantaciones e industrias norteamericanas de azúcar o café en el trópico, y en las que encontramos por primera vez arquitectura moderna en el Trópico, como en los edificios de Antonin Nechodoma en Puerto Rico.
El modelo arquitectónico de sostenibilidad en Iberoamérica
Aunque no sería hasta finales de los años cuarenta cuando surgiría este movimiento arquitectónico bautizado como Modernismo Tropical, de la mano de los arquitectos británicos Jane Drew y Maxwell Fry. Quienes desempeñaron un papel definitivo, combinando los objetivos funcionales del modernismo con adaptaciones climáticas locales en climas cálidos y húmedos; en Iberoamérica tenemos, a principio del siglo XX, un interesante ejemplo de arquitectura tropical conocido como "Arquitectura caribeña".
Hay que señalar, que este movimiento, fue la contribución de Gran Bretaña al modernismo internacional, que había evolucionado en un contexto de resistencia anticolonial europea, combinando los principios arquitectónicos coloniales con las necesidades locales. Y que sirvió como una herramienta política en medio de los crecientes movimientos de independencia en África Occidental, con Ghana o la India moderna y con Chandigarh de Le Corbusier.
En Iberoamerica, encontramos uno de los más interesantes ejemplos a través del arquitecto checoslovaco Antonín Nechodoma, que se estableció desde 1905 al 1928, en Puerto Rico y la Republica Dominicana aplicando el “estilo Prairie a las residencias caribeñas.
El arquitecto checoslovaco, gran admirador de Frank Lloyd Wright, adoptó ésta vertiente arquitectónica de Wright con la típica casa americana o las mejor conocidas como “casas de la pradera”, que armonizaban con las grandes extensiones de terreno de las plantaciones de Puerto Rico, integrando nuevos elementos arquitectónicos y adaptándolas al clima tropical, creando lo que conocemos como arquitectura caribeña. Una de sus más grandes contribuciones fue la integración de las artes y la ornamentación con coloridos mosaicos y vidrieras que lograban armonizar la arquitectura con la naturaleza del país.
Nechodoma, dejó una riqueza de edificios públicos de primera clase, cuyas innovaciones técnicas contribuyeron a la formación de un lenguaje de arquitectura tropical en el Caribe, e introduciendo este avance de modernismo tropical que tuvo una enorme influencia en la arquitectura caribeña de principios del siglo XX.
Pero aunque en Iberoamérica no se puede hablar del movimiento de modernismo tropical como resistencia anticolonial o contra la hegemonía política y económica de Estados Unidos tras las Guerras Bananeras, si que se impulsó el papel de la Arquitectura Moderna como agente social y posterior modelo de sostenibilidad. Esto lo señalaría Bullrich en sus catálogos Caracas a través de su arquitectura de 1969 o ¡Brasilia Vive! de 1960, que ilustraban a través del relato y la fotografía lo variada y espontánea que fue la interacción entre la “nueva” Arquitectura Moderna y sus habitantes. En Brasil, así como en las aéreas tropicales y en el continente en general se reconocía la conexión entre la Arquitectura moderna dentro del contexto mundial con los fenómenos sociales que acontecían.
Al igual que la adaptación al estilo moderno con materiales y técnicas locales al medio ambiente de las temperaturas tropicales condujeron a una revolución en la construcción en América Latina. Un claro ejemplo lo tenemos en arquitectos influenciados por el estilo modernista tropical como Luis Barragán, Paulo Mendes da Rocha o Marcio Kogan, y con significativos modelos como la “Brasilia” de Oscar Niemeyer, que han tenido una importante labor de desarrollo en el estudio y evolución en la sostenibilidad.
Los estudios de métodos de enfriamiento pasivo y construcción sostenible desarrollados a lo largo de los siglos por las civilizaciones indígenas, han servido para que arquitectos, constructores y diseñadores locales familiarizados con los problemas y desafíos generados por las temperaturas cálidas y húmedas de los trópicos hayan avanzado en este movimiento. Creando a través de un diseño innovador con prácticas sostenibles una nueva visión del futuro de la vida urbana más humanizada, así como un nuevo estilo adaptado a las condiciones del clima. Trascendiendo finalmente las tan necesarias fronteras geográficas, respetando el medioambiente y la diversidad cultural en un intento de frenar un cambio climático que ruge como la mismísima furia amazónica.