La ultraderecha va ganando terreno en América Latina, tras una larga etapa de captación que iniciara la Red Atlas estadounidense dos décadas atrás. En Chile la lidera José Antonio Kast; en Brasil, lo hizo Jair Bolsonaro; en Argentina, Javier Milei de La Libertad Avanza (LLA), arrasó en las elecciones presidenciales... y el reciente auge de movimientos de ultraderecha en Perú, ejemplificado por Rafael López-Aliaga, de Renovación Popular (RP), muestra el auge de este fenómeno.
La internacional capitalista existe, la moviliza el movimiento libertario de extrema derecha (los llaman libertarians) y, obviamente, está muy bien financiada: funciona a través de un inmenso conglomerado de gobiernos, fundaciones, institutos, ONG, centros y sociedades unidos entre sí por hilos poco detectables, entre los que se destaca la Atlas Economic Research Foundation, o la Red Atlas.
Las principales características de este fenómeno son la fragmentación de un sector político, en una derecha convencional y una ultraderecha, y la aparición de nuevos líderes y formaciones hasta hace poco marginales en la región. Estos actores han desafiado al sistema de partidos establecido, obteniendo en algunos casos buenos resultados electorales.
La derecha «anarcocapitalista», por ejemplo, blande el negacionismo del terrorismo de Estado en Argentina: niega el terrorismo de Estado durante la dictadura cívico militar y el saldo de muertes y 30 mil desaparecidos.
Algunos críticos pretenden que los reveses –golpes de Estado, derrotas electorales– suponen la extinción del proceso progresista, pero sus causas no han cesado, como tampoco las indignaciones y expectativas sociales que ellos generan, ni la urgencia de encontrar soluciones alternativas.
Nada excluye que los movimientos que les dieron origen a los gobiernos progresistas de principios del milenio puedan rehacerse, o que afloren otras opciones de izquierda que también ganen elecciones en estas democracias formales que solemos respetar demasiado, y que muchas veces son corsés que impiden imaginar otros caminos.
Y he aquí lo medular: seguimos aferrados a un concepto de democracia demasiado ultrajado y vaciado de contenido, donde se encierra y congela la soberanía y la participación popular en un palacio presidencial o un hemiciclo parlamentario, y es empleada como instrumento de legitimización de las estructuras de poder, dominación y riqueza, nacionales y trasnacionales.
Para muchos, el ciclo del progresismo está terminando. Sin iniciativas de transformación productiva ni políticas sociales universales, el progresismo puso en evidencia, mientras fue gobierno en Latinoamérica, que no cuenta con un proyecto propio. Más grave aún es que ha operado políticamente en las cúpulas, distanciándose de los movimientos sociales.
El escenario de los últimos años en la región muestra indudablemente una fuerte reversión de procesos. El objetivo es convencernos de que «ya pasó», ya se «fracasó» y desde la izquierda que descarga su artillería contra el «neodesarrollismo», debemos conformarnos con luchar desde grupos y espacios estrictamente locales, cada uno desde su trinchera, desde su lugar, con la fe de que en algún momento esas luchas atomizadas logren unificarse en una revolución universal, señala la politóloga argentina Silvina Romano.
Al final, señala, la realidad estaría demostrando que todos los gobiernos son iguales, todos son parte del mismo sistema opresor. Esta frase encuentra sus raíces en un sentido común neoliberal, en el que «la política y los políticos», el Estado mismo, se descartan como instrumentos para la emancipación. Para las mayorías que lograron acceso a vivienda, trabajo, atención médica, planes de alfabetización e inclusión política en diversas instancias, para esa gente no es lo mismo.
El progresismo arriesgó al apostar por una ingenua tranquilidad de todas las clases sociales mediante una gestión meramente administrativa del poder estatal, lo que alejó a mediano plazo a las clases subalternas del gobierno y perdió el apoyo de las clases adineradas que prefieren a los suyos en la gestión gubernamental. Abandonados por los de abajo que se sienten frustrados y rechazado por los de arriba por representar siempre un riesgo a sus privilegios, cae en una orfandad histórica que desorganiza a las clases populares por un largo tiempo.
Al inicio de los años 2000, la izquierda tenía ideas, pero no tenía votos. Luego tuvo votos, pero le faltaron ideas y decisión. Hoy está a la defensiva: no sabe vender futuro.
Hoy en América Latina los derechos conquistados se están destituyendo, a veces a través de cambios constitucionales, otras veces sin ellos. A pesar del poder de las políticas públicas, todos los avances hechos en materia de integración regional y continental fue saboteada, impedida por los agentes económicos privados, porque el 70 u 80 por ciento de nuestras economías está en manos privadas.
Hoy existe una crisis importante en nuestras burguesías nacionales, que están desapareciendo digeridas por el capitalismo global. Su destrucción significa una pérdida del patrimonio económico y productivo de nuestros países, un debilitamiento del potencial productivo en materia de conocimiento, de inversión, de capacidad productiva. Y de soberanía.
No, no se puede construir una democracia sólida sin la alfabetización política de la población ni la organización de las bases populares, sin reformas estructurales, constitucionales, que cambien la estructura electoral y terminen con una justicia corrupta al servicio de los poderes fácticos, y sin la democratización de la comunicación para que se acabe el monopolio de los medios de comunicación, un factor decisivo en la disputa político-ideológica.
Pero tampoco se puede construir democracia sin prestar la debida atención a un mundo que ha cambiado radicalmente, con una democracia formal en crisis que parece dirigirse hacia plutocracias –refutación práctica del credo liberal–, y donde la hegemonía del capital financiero quita los recursos que podrían dirigirse a la generación de bienes, empleos y a las actividades productivas, para desviarlos hacia actividades especulativas.
El contexto de la pandemia de la Covid-19 creó las condiciones para disponer de un marco normativo capaz de modificar las mentalidades, las costumbres y los valores de nuestras sociedades, impulsando nuevos deseos, hábitos y principios, e imponiendo un modelo de producción de la economía digital y de un nuevo modelo de negocios basado en el extractivismo y el uso de un tipo particular de materia prima: los datos.
Hay que despertar: el mundo cambia (demasiado rápido, quizá), las tecnologías avanzan. Hoy hablamos de metaverso, pero sobre todo de un nuevo capitalismo de plataformas y de vigilancia, y el progresismo, mientras tanto, insiste en arrinconarse para pelear en campos de batalla equivocados (o peor aún, ya perimidos), mientras las corporaciones hegemónicas y sus financiados grupos y partidos ultraderechistas desarrollan sus tácticas de poder.
Una limitación que no afectó a la primera ola progresista es la creciente militarización de nuestras sociedades, que se intensificó desde la crisis capitalista de 2008. Siendo América Latina el continente más desigual del mundo, la intervención de las fuerzas armadas y policiales en el control de las poblaciones persigue congelar esa situación.
Un aspecto central de la militarización es el despliegue de grupos ilegales integrados por exmilitares y policías, dedicados al control de la población y a hacer negocios con sus necesidades básicas como el transporte, el acceso al gas e Internet.
En América Latina se está tallando una nueva derecha que no tiene el menor empacho en mostrarse como racista y antifeminista. Durante mucho tiempo las izquierdas, los sindicatos y movimientos populares tuvieron el monopolio de calles y plazas, pero desde la crisis de 2008 la derecha comenzó a ocuparlas de forma casi permanente, reaccionando contra el destacado papel que están jugando las mujeres, los colectivos LGBT, los pueblos originarios y negros, a las que considera como amenazas al lugar de privilegio que ocupan las minorías blancas de clase media urbana.
Los medios hegemónicos de comunicación y las plataformas digitales crean una necesidad psicológica y los ultraderechistas o libertarios, políticos de la negación, venden a los consumidores la droga con todos los ingredientes reaccionarios como seguridad, inmediatez, victimización. Algunas alucinaciones son tan viejas como la teoría del genocidio blanco, inventada en el siglo XIX cuando los negros se convirtieron en ciudadanos, casi en seres humanos, señala Jorge Majfud.
Esta política de la negación profundiza y limita la discusión de la política de identidad (como la negación del racismo; la negación de la existencia de gais y lesbianas), silenciando las matrices como la existencia de una lucha de clases y cualquier forma de imperialismo propio. Si de eso no se habla, eso no existe. Esa es la labor de los medios en manos de las grandes empresas, divulgadores del credo ultraderechista.
Majfud indica que esta derecha rancia y rejuvenecida a fuerza de cirugía es tan libertaria que solo prohíbe algo cuando los de abajo amenazan con obtener o conservar algún derecho. Siempre en nombre de la Ley y el Orden. Como decía Anatole France, «la Ley, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan».
Demasiado se ha hablado de explotación, del nuevo capitalismo. Lo primero que debemos democratizar y ciudadanizar es nuestra propia cabeza, reformatear nuestro disco duro. El primer territorio a ser liberado son los 1.400 centímetros cúbicos de nuestros cerebros. Debemos aprender a desaprender, para desde allí comenzar la reconstrucción. No repitiendo viejos y perimidos análisis, viejas consignas, porque esta ultraderecha llegó con la intención de quedarse.