Para la campaña Stop Austeridad, Isabel Ortiz y su equipo han elaborado una lista de 143 países cuya población es víctima de las últimas políticas de austeridad. Estas políticas son el resultado de las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, pero son ávidamente aceptadas por la mayoría de los gobiernos. Es obvio que algunos de los actuales problemas fiscales de los países pueden ser consecuencias de la pandemia. Sin embargo, es un hecho que el shock postpandémico es mucho más severo que el shock postcrisis financiera de 2009.

Parece una noticia que ya no es noticia, ya que la mayoría de los países del Sur global —y sobre todo sus ciudadanos— están sufriendo las sucesivas crisis fiscales y de austeridad desde la década de 1980. Resulta casi increíble que, 40 años después, se sigan aplicando estas políticas y apenas se mencionen ya sus consecuencias acumulativas. Vivimos ahora una profunda crisis económica y social, unida a graves amenazas para la democracia y la salud del planeta.

Una crisis muy grave

Las consecuencias de las políticas neoliberales son idénticas en todos los países, en todos los continentes. Se manifiestan más rápidamente o más profundamente según el nivel y la calidad de las políticas económicas y de las protecciones sociales preexistentes. Pero en todas partes el resultado es menos protección, menos servicios públicos, un sistema educativo que falla, servicios sanitarios insuficientes, falta de transporte público, pensiones insuficientes, falta de guarderías, viviendas sociales insuficientes. Y también: mal funcionamiento de los servicios jurídicos, situaciones inhumanas en las cárceles, maltrato a inmigrantes y solicitantes de asilo... Los ingresos reales de la gente se desplomaron, aunque en todas partes se diga que «hay que reducir los déficits públicos».

En resumen, es todo el aparato estatal el que se está desintegrando con trágicas consecuencias para las personas. Los servicios públicos se han privatizado y los mercados laborales están desregulados. El trabajo infantil vuelve a estar a la orden del día —o ya se practica en países ricos como el Reino Unido u Holanda—, se obliga a la gente a trabajar más tiempo durante más años y si los salarios suben se paga con menos cotizaciones a la seguridad social. En muchos países pobres emigran personas formadas —enfermeras, médicos— para intentar encontrar una vida mejor en el Norte. Allí pueden ganar más que en sus propios países, pero siempre menos que los médicos y enfermeras nacionales.

En 2023, el 85% de la población mundial vivirá sometida a la austeridad. Ya no es el «privilegio» de los países pobres, sino que se manifiesta tanto en el Norte como en el Sur.

El mundo entero ha seguido las protestas sociales en un país rico como Francia, en donde la gente ya no acepta la regresión social. Tras fuertes recortes en las prestaciones de desempleo, ahora se retrasa la edad de jubilación de 62 a 64 años, con el argumento de que si vivimos más años también debemos trabajar más. Pero los trabajadores no viven más, sino todo lo contrario. La esperanza de vida disminuye y es 13 años más corta para las personas poco cualificadas que para las muy cualificadas. También se trata de una tendencia global que un enfoque de promedios nunca muestra.

Además, las pensiones son uno de los mecanismos sociales más redistributivos, no solo entre generaciones, sino también de ricos a pobres. Si a esto añadimos el absoluto desprecio que parte de la clase política mostró por la población que protestaba, la ira popular se hace perfectamente explicable.

Otro ejemplo del Norte: Bélgica, un pequeño muy rico país, tiene un partido de derechas en una coalición de gobierno que quiere abolir el artículo 23 de la Constitución. Este artículo dice que las personas tienen derecho a un nivel de vida digno e incluye todos los logros sociales del último siglo.

Ahora hay huelgas en países que casi perdieron esta tradición, como el Reino Unido, Holanda y Alemania.

Todas estas políticas están en plena consonancia con la filosofía del Banco Mundial, según la cual solo debemos ocuparnos de las personas extremadamente pobres y olvidarnos de los Estados de bienestar que dan a la gente cierta seguridad y contribuyen a la redistribución de la riqueza. En el pasado, el objetivo formal de los Estados de bienestar era «mantener el nivel de vida», ahora es «hacer que trabajar sea rentable» y combinar la subordinación de las políticas sociales a las necesidades económicas con un enfoque más suave de «capacidad» gracias a las «inversiones sociales». También hay que reducir el papel de los interlocutores sociales en la gestión de los sistemas de seguridad social.

En los países del Sur, estas mismas fuerzas destructoras de la cohesión social y la democracia ya hicieron su trabajo en el pasado. En todos los continentes, Asia, América Latina o África, las condiciones sociales están empeorando; con demasiada frecuencia la gente ni siquiera tiene la oportunidad de tomar tres comidas al día, demasiadas personas viven en barrios marginales y/o apenas tienen asistencia sanitaria.

El índice de desarrollo humano del PNUD —que mide el PIB per cápita, la esperanza de vida y la educación— lleva dos años consecutivos descendiendo. Incluso según el Banco Mundial, solo en 2020 se habrán sumado 70 millones más de pobres. El 40% más pobre de la población mundial ha perdido el doble de ingresos que el 20% más rico. El covid y las políticas que lo acompañan han afectado sobre todo a los más pobres, a pesar de que casi todos los países dicen darles prioridad.

En cuanto a la desigualdad, según Oxfam:

La riqueza de los 10 hombres más ricos del mundo se ha duplicado desde que comenzó la pandemia. Los ingresos del 99% de la humanidad han empeorado a causa del COVID-19. El aumento de las desigualdades económicas, de género y raciales —así como la desigualdad que existe entre países— están desgarrando nuestro mundo.

No se trata de fenómenos naturales, sino del resultado de decisiones políticas y sociales.

Retorno de la «cuestión social»

La gente se adapta, paso a paso, hasta que de repente ya no hay márgenes. Eso es lo que vemos cuando aumentan el narcotráfico, la delincuencia y el número de suicidios. Eso es lo que vemos cuando aumentan los partidos antisistema, principalmente de extrema derecha. Es lo que está ocurriendo ahora. Las sociedades se desintegran. Las desigualdades aumentan. Los CEO y los accionistas roban y arrebatan lo que pueden, descaradamente. Cada día surge en algún lugar un escándalo sobre alguna corrupción más, alguna impunidad más. No pocas veces, los políticos juegan a lo mismo.

Ya no se trata solo de diferencias de clase. Las relaciones de género también adquieren otro color cuando se desglosan los datos. Como sabemos, las mujeres viven más que los hombres. Pero las mujeres no viven más tiempo con buena salud que los hombres, sino que se enfrentan a todo tipo de problemas de salud mucho antes.

También es bien conocida la diferencia entre las personas con estudios superiores y las que tienen menos. Pero, ¿quién sabe que la esperanza de vida de los negros con estudios superiores sigue siendo inferior —cuatro años y medio— a la de sus homólogos blancos con los mismos estudios? En otras palabras, también hay discriminación y/o racismo.

Estos datos demuestran que la desigualdad causa enormes problemas. La vida de los pobres es más corta y menos saludable y se enfrentan a otros muchos problemas como la discriminación, el acceso a la sanidad y a una alimentación sana, el acceso a la educación y al conocimiento. Todas las sociedades actuales muestran desigualdades acumulativas con consecuencias para la salud.

Para resolver estos problemas se necesitará otro sistema económico y un enorme esfuerzo redistributivo. Pero, tanto las políticas de reducción de la pobreza, como la llamada «ayuda al desarrollo» van por mal camino.

Según un estudio reciente, la «ayuda» entre 1960 y 2017 ha favorecido en gran medida al Norte. En total, se han drenado recursos por un valor de 152 billones de dólares del Sur global. Del sudeste asiático, principalmente Vietnam, Indonesia, Malasia y Tailandia, fueron 11 billones de dólares. Este dinero equivale a las oportunidades perdidas para mejorar la vida de las personas.

Por cada dólar de ayuda salen 14 dólares en concepto de fuga de riqueza. Si se suman la repatriación de beneficios y los flujos financieros ilícitos, llegamos a 30 dólares pagados por el Sur.

Está claro que hay ganadores y perdedores, hay redistribución, pero va del Sur al Norte y de los pobres a los ricos. Hablar de «consolidación fiscal» en este contexto es ridículo.

En cuanto a las «políticas de reducción de la pobreza», también son una farsa. Nunca podrán cerrar la brecha social y económica existente. Solo una política universal para todos puede hacer algo al respecto, pero eso requiere un esfuerzo por parte de los ricos.

Hoy, las políticas de reducción de la pobreza se centran en la focalización, en averiguar quién necesita más ayuda y lo que es más urgente, en una caridad que solo acepte dar migajas para acabar con la miseria.

No funciona y nunca funcionará. Se ha repetido hasta la saciedad durante siglos. Las políticas contra la pobreza no se dirigen a los pobres, sino a las necesidades de los no pobres, a la necesidad de ilusión y de buena conciencia, a garantizar y preservar un orden social basado en todas las desigualdades existentes. Si realmente se dirigieran a los pobres, seguramente no habría límites a la redistribución de ricos a pobres, según Georg Simmel, el padre de la sociología de la pobreza.

Nada ha sido más trágico, y una cruel farsa incalculable, que la decisión del Banco Mundial de dar prioridad a la pobreza. Significaba eliminar progresivamente la protección social universal y olvidar y descuidar la desigualdad. Se dijo, muy abiertamente, pero todos los dirigentes políticos y sociales se felicitaron de esta alternativa y de esta política social tan barata.

Además, la pobreza es un problema político, una falta de recursos materiales, de ingresos, pero eso también se olvidó. En su lugar surgieron consideraciones morales y psicológicas. De la pobreza en general se pasó a la pobreza de las mujeres —por definición no relacionada con los ingresos— y luego a la pobreza de la niñez.

El sistema ha alcanzado sus límites. Está al borde del colapso total.

Democracia

Las consecuencias de esta trágica situación ya han sido destacadas por autores como Thomas Piketty y Branko Milanovic. Los ricos tienen poder y lo utilizan para influir en la política. Para encubrir y ocultar su corrupción, intentan deshacer la separación de poderes, acusando a los jueces de «activistas». Esto es lo que está ocurriendo en países como Polonia, Israel y Bélgica.

En cuanto a la gente, está desesperada y cada vez confía más en partidos antisistema que nos llevan a democracias antiliberales o incluso al fascismo.

Como era perfectamente previsible a partir de la nueva filosofía de la pobreza de hace treinta años, las sociedades están siendo polarizadas con una pequeña cima de superricos y una muy grande parte inferior pobre y casi pobre. Las principales víctimas son las clases medias bajas y el mundo vuelve a ser un mundo de pobres contra ricos, dualizado y peligrosamente inestable.

«Otro mundo es posible» gritó el primer Foro Social Mundial, pero nadie trabajó realmente por ello. Ahora que, además, se avecina una crisis climática, se ha vuelto muy urgente.