Al leer el título del presente artículo, más de un lector pensará que perdí la chaveta, pues… ¿quién habría de proteger o conservar a un grupo de animales al que se le asocia de manera axiomática con la perfidia y la muerte?
No obstante, es pertinente insistir en que:
No son, necesariamente, ni más feas ni más bonitas que otros animales, pero nacieron malditas en la memoria colectiva de la humanidad, a lo cual sin duda ha contribuido fuertemente la visión bíblica del génesis, cuando Adán y Eva fueron inducidos al pecado —¡desventuras de su apariencia fálica!— por una malévola serpiente. Pobre «animala» —sí, porque incluso le endilgaron el género femenino—, pues fue ella la que terminó estigmatizada con el pecado original, que nunca podrá borrar.
Esto lo escribí en un artículo intitulado «Serpientes», publicado en el diario La República (8-III-2005) para saludar la aparición de la primera edición del libro Serpientes de Costa Rica, del apreciado amigo y herpetólogo Alejandro Solórzano López.
Han transcurrido 18 años, y debo decir que ahora se renueva en mí ese regocijo, mientras me deleito hojeando y ojeando un ejemplar de la segunda edición del libro, que recién vio la luz, gracias a la visión y al tesón de Alejandro, asiduo y consumado investigador de nuestros reptiles, a cuyo estudio ha dedicado más de 40 años. Algo muy meritorio es que, a diferencia de la primera edición, emergida de la editorial del Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio), esta vez Alejandro se aventuró a hacerlo como un proyecto personal, con los riesgos que eso implica; no obstante, con la credibilidad que se ha ganado, logró acopiar algunos fondos de entidades y personas amigas, y pudo ver cristalizado su sueño.
En realidad, si la primera edición alcanzó niveles de excelencia científica y estética, no hay un término superlativo para calificar esta nueva obra, tanto en términos cualitativos como cuantitativos. Esto es así porque, además de actualizar la información biológica y ecológica de las 147 especies hasta hoy conocidas como residentes en el territorio de Costa Rica —pues en los últimos años se describieron 10 nuevas especies—, su volumen se incrementó de 791 a 1116 páginas, mientras que la cantidad de fotografías aumentó de 300 a 710 imágenes, todas de calidad estupenda. Asimismo, en esta edición se incluyen tres nuevas y amplias secciones, provenientes de dos científicos invitados, ambos de gran prestigio en sus campos; al respecto, el Dr. Mahmood Sasa Marín escribió las secciones intituladas «Origen y evolución de las serpientes y sus venenos», así como «Conservación de serpientes en Costa Rica», en tanto que el Dr. José María Gutiérrez Gutiérrez hizo lo propio con la sección «Envenenamientos por mordedura de serpiente en Costa Rica».
Mientras me solazo contemplando tantas formas, colores y comportamientos, no puedo dejar de evocar mi época de estudiante en la Universidad de Costa Rica.
Aunque desde muy temprano en mi carrera opté por la entomología agrícola, debía tomar algunos cursos electivos referidos a animales vertebrados, para poder graduarme como biólogo especializado en zoología. Ante este dilema, una de las pocas opciones que tenía era matricularme en el curso de Herpetología, impartido por el Dr. Douglas Robinson Clark. De él se decía que era muy estricto y hasta medio tirano, y que, con tal de encontrar y recolectar culebras, anfibios y lagartijas, llevaba a sus estudiantes a giras nocturnas por la ribera de ríos y quebradas, sin importarle otra cosa que regresar a las aulas con una muestra sustanciosa de especímenes vivos, para su posterior estudio.
Al respecto, como una confirmación de lo que se decía de él, aún recuerdo que un par de años antes de que me decidiera a inscribirme en su curso, al regreso de una gira por Guanacaste fui a esperar a una compañera que lo estaba tomando y, cuando llegaron, ¡me quedé patitieso y boquiabierto! «¡Bajen con cuidado!», les advirtió Douglas, pues en esa especie de arca de Noé con llantas —el memorable jeep Land Rover de doble cabina usado para las giras de la Escuela de Biología— viajaban más culebras, sapos, ranas y lagartijas que estudiantes. Para hacer más dramática tan pintoresca escena, en la parte posterior del vehículo, dentro de un saco de gangoche tendido sobre el piso, venía arrodajada una inmensa cascabel (Crotalus simus), mientras que en los asientos laterales flanqueaban el saco cuatro estudiantes. ¡Habían viajado cinco o seis horas con las piernas entumidas, así como con los pies intercalados con los traseros de los compañeros sentados en el asiento del frente, con tal de no pisar tan peligrosa víbora!
De momento, eso bastó para disuadirme de tomar el curso al año siguiente, aunque debo reconocer que, además, tenía cierta aversión o recelo hacia las serpientes. En efecto, recuerdo como si fuera hoy, y así lo narré en el artículo «Turrialba y las terciopelos» (Turrialba Hoy, mayo-junio 2005), que siendo muy niño, como familia vivimos a distancia la tragedia de Carlos Alberto Huete Coronado —cuñado de un primo hermano de mi madre—, quien en Turrialba fue mordido por una terciopelo (Bothrops atrox), sin que se le pudiera salvar la vida, tras incontables días de expectación y angustia. Así que, como no había prisa, le di largas al asunto.
Transcurrieron los años sin que yo llegara a tratar a ese temido profesor, que «hosco en su apariencia reptiliana, realmente escondía a un niño en su buen corazón, el cual afloraba espontáneo en su sonrisa y ojos cuando la timidez cedía», como lo describí en un pasaje del artículo «Douglas» (Semanario Universidad, 28-VI-1991), escrito a su muerte. Nuestras interacciones fueron escasas, y restringidas al ámbito político-académico, pues en dos años distintos fui presidente de la Asociación de Estudiantes de Biología y representante estudiantil, lo cual me daba el derecho de participar en las asambleas mensuales de profesores.
Sin embargo, tras obtener el bachillerato a fines de 1973, el inicio del nuevo año fue muy auspicioso, pues durante el verano pude tomar Ecología de Poblaciones, magnífico curso de posgrado ofrecido a estudiantes de países latinoamericanos por la Organización de Estudios Tropicales (OET). Aunque era un curso colegiado, con profesores de muy alto nivel, tanto nacionales como extranjeros, Douglas era el coordinador, junto con Gary Stiles y Sergio Salas Durán, y con ellos recorrimos gran parte del país aprendiendo a realizar investigación de campo. De tan fatigosos pero gratos días, en el artículo recién citado escribí lo siguiente sobre Douglas:
Nos puso a trabajar, en jornadas de más de quince horas diarias durante dos meses, para estudiar la ecología de las poblaciones naturales. El curso fue una expurgación de lo libresco, del reportecito fácil, de la biología de folletín. Ahí, entre la extenuación, nacimos como ecólogos.
Recuerdo que la primera zona que visitamos fue el suroeste del país, y durante una semana nos hospedamos en un pequeño hotel de la Compañía Bananera, en Quepos. Nomás empezando el curso, en una mañana de despiadado sol y copioso sudor, estábamos clavando unas estacas para delimitar una parcela de estudio en una plantación de palma africana. De súbito algo se movió y, a todo galillo, una compañera gritó: «¡¡¡Una culebraaaaaaa!!!», tras lo cual observamos que en el alto zacatal se formaba una ondulante estela conforme la serpiente huía veloz de nosotros y, sobre todo, de quien lanzó tan destemplado alarido.
Al instante, como si a un niño le hubieran avisado que fuera recoger un delicioso helado, Douglas sonrió con fruición y, sin pensarlo dos veces, corrió a grandes zancadas sobre la vegetación. En menos de cinco minutos estaba de regreso con la presa en sus manos, así como con una pícara sonrisa de oreja a oreja. «No se asusten. Es una boa», fue todo cuanto nos dijo. Desde ese día, Pablo —como la denominó, sin acta ni pila bautismal de por medio—, se convirtió en nuestro compañero de curso durante una semana. Ya de regreso a la UCR, y antes de partir hacia la segunda gira de estudio, al Cerro de la Muerte —las otras serían a Palo Verde, Monteverde y la Estación Biológica La Selva, en Sarapiquí—, la dejó en su laboratorio, donde lo acompañaría por varios años.
Durante los dos meses que duró el curso, la interacción cotidiana con Douglas hizo posible construir una relación académica de gran respeto mutuo, y en la que —de manera espontánea y sincera— me permitió que lo llamara por su primer nombre. Tanta fue su confianza, que en los dos años siguientes él y sus colegas me nombrarían asistente del curso, por lo que acrecentaría mi amistad con ellos, algo que me honra hasta hoy, a mis 70 años, y cuando esos genuinos maestros que fueron Douglas y Sergio ya no están con nosotros.
Ahora bien, de regreso al curso lectivo normal, en marzo de 1974, tal fue mi relación académica con Douglas, que tomé con él el curso de Anatomía Comparada, así como un seminario de ecología de relaciones simbióticas, los cuales disfruté inmensamente, dada la calidad científica de este auténtico mentor. Por eso, en mi artículo póstumo expresé que «nos enseñó a dudar, a escrutar, a argumentar, a pensar. Nos transformó, para formarnos». Aún más, gracias a los provocadores desafíos que nos planteaba, me sentí estimulado para efectuar dos trabajos de investigación que, aunque breves, tiempo después se convertirían en artículos para revistas científicas, el primero de ellos sobre la relación entre la anatomía de los murciélagos y su alimentación, el cual apareció en la revista Brenesia, del Museo Nacional.
Y, bueno… hasta entonces seguía con el pendiente de tomar el curso de Herpetología, lo cual no fue posible sino hasta el segundo semestre de 1975, y también lo disfruté mucho.
Es curioso que, por alguna razón acerca de la que nunca indagamos, para entonces Douglas había atemperado sus ímpetus de recolector. Recuerdo haber efectuado una gira al cerro Chompipe —en las estribaciones el volcán Barva— un domingo por la noche, y después algunas por varios días al Bajo de La Hondura, a Sarapiquí, a Moravia de Chirripó y al Parque Nacional Santa Rosa, y era más bien cauto; por ejemplo, en Moravia, localidad conocida como un «culebrero», nos pidió que no ingresáramos a la montaña, y que él lo haría solo —¡lo cual le agradecimos mucho, por supuesto!—, aunque al final regresó con muy poco en las manos.
Irónicamente, aunque en esas excursiones capturamos numerosos anfibios y reptiles, así como algunas serpientes no muy grandes, el único episodio adverso que enfrentamos fue más bien con sanguijuelas. En efecto, una noche, mientras recolectábamos ranas en una charca en La Selva con el agua hasta la cintura, decenas de sanguijuelas se metieron por las botas de hule y nos subieron por las piernas, para adherirse con sus ventosas a nuestra piel, mientras soportábamos de manera estoica —¡pues había que seguir recolectando!— el agudo dolor causado por sus filosos dientes. Por fortuna, como fumador empedernido que era, Douglas tenía a mano la solución, y pronto sacó un paquete de cigarrillos, nos dio uno a cada uno, para así quemarles el abdomen y que se desprendieran esos insaciables gusanos hematófagos, para entonces henchidos de sangre.
El otro conato de accidente me ocurrió solo a mí, pero no en el campo, sino en un aula en el sótano de la Escuela de Biología. Al respecto, recuerdo que una noche estábamos en una sesión de laboratorio, para lo cual el recordado amigo turrialbeño Federico Valverde Bonilla —asistente de Douglas—, en las mesas laterales colocaba hileras de cajas con paredes de vidrio, dentro de las cuales había serpientes. Cada una tenía una tarjeta con el nombre científico de la especie, el sexo del espécimen, así como algunos datos acerca de la historia natural y la distribución geográfica de la respectiva especie. Además, con una equis roja, en la tarjeta se indicaba si la especie era venenosa, para que no la sacáramos de la jaula ni la manipuláramos.
Éramos ocho los estudiantes, y había material de sobra para analizar, de modo que cada uno estaba en lo suyo, tomando apuntes sobre la especie de turno. Mientras tanto, Douglas se mantenía trabajando en su oficina-laboratorio, en el primer piso del edificio.
Pues… sí. Yo había anotado la información de unas dos o tres especies, y extraído todas para revisarlas más de cerca, e hice lo mismo con la que seguía. Estaba en esas cuando, de súbito, en medio del absoluto silencio de la noche, oímos venir a Douglas desaforado, bajando por las gradas. Al embocar en la puerta del aula, se dirigió a mí y me espetó un «¡Suéltela!». Creo que no la solté para obedecer la orden recibida, sino del puro susto de ver a Douglas con la cara roja y sudorosa, así como con los ojos desorbitados.
Él la recogió del piso, la introdujo en la jaula, y respiró profundo. Y, ya aliviado, en medio de las risas de todos —para así liberarnos del tenso episodio recién sufrido—, tomó una tarjeta y la marcó con una inmensa equis roja, debajo de la cual escribió el latinajo lapsus calami, como disculpa por el serio error en que había incurrido, al no haber colocado antes esa señal de advertencia. En ese momento, ya en broma, le dije: «Bueno, Douglas…, si hubieras bajado cinco minutos después, habrías tenido que escribir rigor mortis en vez de lapsus calami». Lo cierto es que la culebrita, parecida a una «bejuquilla» y perteneciente a la especie Oxybelis koehleri —Oxybelis aeneus en aquel tiempo—, no tenía el más leve aspecto de ser peligrosa, y siempre se mostró imperturbable y dócil entre mis manos.
Ahora bien, tras estas extensas anécdotas relacionadas con Douglas, se preguntará el lector qué tienen que ver con el libro de Alejandro. Bueno… quizás nada. O, tal vez, mucho.
En realidad, Alejandro fue alumno, a la vez que discípulo de Douglas, quien cultivó en él la pasión por ese grupo de animales, misterioso, fascinante e incomprendido, a la vez que aprendió o heredó los métodos de trabajo propios de un auténtico biólogo de campo. Es decir, de esos que no reparan en horarios, tiempos de comidas, malos albergues, terrenos escabrosos ni adversidades climáticas, a la vez que no les importa estar expuestos a serios riesgos de manera continua, con tal de entender y descifrar lo que encierra la naturaleza, con sus especies, mecanismos y procesos, sobre todo en el mundo tropical, tan rico en diversidad de especies y en acertijos biológicos.
En tal sentido, el libro Serpientes de Costa Rica es una muestra fehaciente y elocuente de esas actitud y visión, pues para cada una de nuestras especies se consigna muy detallada información acerca de sus características anatómicas, hábitos y comportamiento, alimentación, reproducción, abundancia, distribución geográfica —ilustrada con un mapa en cada caso—, hábitats y especies afines, para así captar mejor sus interacciones en las comunidades ecológicas y los ecosistemas de las que forman parte, y en las que cumplen una función particular, de mayor o menor importancia. Asimismo, en las fotografías de cada especie —resaltadas por el papel cuché, de altísima calidad—, pocas veces se las muestra estáticas, sino que se les ve en acción, con esos elegantes movimientos sinuosos que son gráciles de por sí, al igual que de una gran plasticidad artística, a lo cual se suman coloraciones y patrones cromáticos y geométricos (rayas, bandas completas o discontinuas, mosaicos, triángulos, rombos, manchas de diversos tipos, etc.) realmente espectaculares, nunca siquiera imaginados por el más consumado pintor.
Pienso que, si la gente obviara los prejuicios, en realidad disfrutaría de contemplar criaturas tan maravillosamente concebidas durante ese incesante, complejo e indetenible proceso evolutivo que ha moldeado a la naturaleza desde que en nuestro planeta surgió la vida. Y, entonces, eso también contribuiría —y mucho— en su protección o conservación que, en el fondo, es el propósito y el mensaje principal del libro de Alejandro.
Al respecto, no debe olvidarse que, de las 147 especies que viven en Costa Rica, solamente 25 de ellas —equivalentes al 17%— son venenosas. Pero, aterrada ante su sola presencia, para el común de la gente «culebra es culebra», y es así como terminan «pagando justas por pecadoras», aunque estas últimas ni siquiera tengan noción de lo que son el pecado y la maldad. Harto sabido es que las serpientes más bien le temen y le huyen al ser humano —pues este es una criatura ajena y extraña en su entorno natural—, y que lo atacan solo si les pisa o se les molesta, más bien para defenderse. Por tanto, el riesgo de una mordedura se puede evitar si se adoptan las medidas preventivas sugeridas por el propio Alejandro.
En efecto, esa fue una parte esencial del vasto legado científico y educativo del brillante, humilde y generoso Douglas —pionero en el campo de la herpetología en Costa Rica—, y que, como providencial y excelente relevo generacional, Alejandro ha sabido acrecentar ahora, en beneficio de nuestra salud pública y la conservación de la naturaleza.