Para muchos chilenos persiste el mal recuerdo del 29 de septiembre de 2021, cuando una marcha contra los inmigrantes en Iquique terminó con una inusitada violencia. Los manifestantes que llegaron hasta la plaza de ese puerto, destruyeron y quemaron las carpas y los precarios enseres de los extranjeros, casi todos venezolanos, incluyendo los coches de sus bebés y sus escuálidas reservas de alimentos.
Fue una demostración brutal de xenofobia, cuyo antecedente bien puede remitirse a febrero de 2019, cuando el entonces presidente chileno Sebastián Piñera y su ministro de Relaciones Exteriores, Roberto Ampuero, viajaron a la localidad colombiana de Cúcuta, fronteriza con Venezuela, llevando «ayuda humanitaria» para la población venezolana, como oficialmente se publicitó esta acción.
El encuentro, organizado por el entonces mandatario colombiano Iván Duque y el «presidente interino» de Venezuela, Juan Guaidó, pretendía ser una suerte de cumbre continental contra el régimen de Nicolás Maduro, avalada por el secretario general de la OEA, Luis Almagro, y el estadounidense Donald Trump, que tenía como objetivo principal gatillar una rebelión militar para derrocar al gobernante venezolano.
Entre la parafernalia de un concierto musical que soportó el agresivo histrionismo de Miguel Bosé y las ayudas que no cruzaron la frontera, lo de Cúcuta fue un estruendoso fracaso. Piñera, ansioso de ganar protagonismo y liderazgo en la derecha latinoamericana, invitó a los venezolanos opositores a Maduro a venir a Chile, ofreciéndoles «visas de responsabilidad democrática».
Si bien el éxodo desde Venezuela a Chile era ya un hecho, la invitación de Piñera y Ampuero lo multiplicó. Miles de modestas familias venezolanas, atraídas por la promesa de una vida mejor en este país sudamericano, emprendieron un largo viaje por tierra. Por diversas escalas intermedias llegaron a Bolivia, y desde ahí se encaminaron a Colchane, localidad andina fronteriza que conecta con Iquique, el gran puerto a 1.800 kilómetros al norte de Santiago.
En el paisaje urbano de la capital chilena, en sus principales avenidas y en el metro, se ha hecho habitual la presencia de venezolanos, a menudo con sus pequeños hijos en brazos, que piden dinero. Una mendicidad disfrazada a veces con la venta de caramelos. Del mismo modo, proliferan también en parques y calles viejas carpas de camping que albergan familias pobres, donde también se encuentra a inmigrantes.
La crisis migratoria es otra de las ingratas herencias que el gobierno del derechista Sebastián Piñera dejó a la actual administración de izquierda de Gabriel Boric. Un fenómeno que no tiene visos de amainar y es objeto permanente de intervenciones de políticos, que buscan ganar crédito entre su electorado.
El senador socialista José Miguel Insulza, exsecretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), se declaró en noviembre firme partidario de que sea el Ejército el que asuma el control de las fronteras terrestres en el norte, cuya vigilancia está a cargo de la policía de Carabineros.
Insulza, que representa en el Senado a las regiones del extremo norte, prevé que en la temporada veraniega que se inicia aumentará el flujo de inmigrantes, que podría ascender a unas 70.000 personas en las áreas de la línea de la Concordia, fronteriza con Perú, y de Colchane.
Todo el debate sobre la migración en Chile está cruzado por los temas del control y expulsión de los ilegales o de la regularización de su residencia. Por ese conducto, es también vinculado a la seguridad pública en un escenario donde la delincuencia, asociada a asaltos y al narcotráfico, copa las coberturas de la prensa.
Así, se ha creado otro aliciente para la xenofobia, que vincula delincuencia con inmigración, a partir de situaciones que tienen alta repercusión mediática, como la presencia en el norte de la banda venezolana conocida como el Tren de Aragua, que actúa no solo en Chile sino prácticamente en toda el área del Pacífico sudamericano. Pero es arbitrario, según los expertos, vincular esta mafia a los inmigrantes.
Hay también delitos «de cuello y corbata», como la estafa al Estado chileno de una organización creada por médicos colombianos que emitían licencias médicas fraudulentas para cobrar subsidios, cuyo monto total fue alrededor de 290 millones de dólares.
Pero ni uno ni otro caso constituyen una base objetiva para acusar de delincuentes a los inmigrantes. Un informe del Centro de Estudios Públicos, de mayo de este año, reveló que en Chile los extranjeros representan solo 2,36% del total de imputados por delitos y 2,57% de los condenados. Sin embargo, los noticieros de televisión y la prensa en general destacan las noticias delictuales protagonizadas por venezolanos, colombianos y peruanos, aunque dan por sobre entendido que no deben hablar de nacionalidades si los delincuentes son chilenos.
En busca del «rostro real» de la inmigración representa un buen aporte la difusión de la Encuesta Nacional de Migración 2022, elaborada por el Banco Mundial y el Servicio Mundial de Migraciones, con el apoyo de la Universidad Católica.
La encuesta consideró a 1.482.390 inmigrantes registrados hasta el 31 de diciembre de 2021. Los más numerosos son los venezolanos, con 45% del total. Les siguen haitianos (19%), colombianos (10%), peruanos (8%) y bolivianos (7%). Con porcentajes menores aparecen ecuatorianos, argentinos y paraguayos.
Chile tiene una población de 19 millones. Los inmigrantes legales equivalen a poco más de 7% del total. Con base en los mayores de 18 años, la encuesta estableció que 78% de ellos son trabajadores asalariados, con un índice de 86% para los haitianos, que se ubican en empleos de baja calificación, en obras de construcción, aseo de calles y recolectores en las zonas rurales.
Las ocupaciones que encuentran los inmigrantes están generalmente por debajo de su nivel de instrucción. Solo 45% de los que tienen educación superior tienen empleos que corresponden a su profesión. Entre otras razones, ello se debe a la complejidad y a los costos de los procesos de legalización de sus títulos universitarios. Solo con Brasil y Uruguay, Chile posee convenios de reconocimiento de títulos. En el caso de Colombia, el convenio que existía caducó el 1 de agosto de este año y seguramente el escándalo de las licencias médicas fraudulentas contribuirá a que no sea renovado.
Seis de cada diez inmigrantes envían remesas a sus países de origen en ayuda a sus familiares y además deben destinar parte importante de su salario al hogar. Con una edad promedio de 33 años, tienen, también en promedio, grupos familiares de tres miembros. Uno de cada tres inmigrantes tiene hijos entre cinco y 17 años de edad.
Aunque 90% de los inmigrantes cotiza en los sistemas previsionales de jubilación y salud, sus condiciones laborales reflejan discriminación. Entre los venezolanos, 37,4% se queja de las largas jornadas de trabajo. A su vez, 33% de los haitianos y 30% de los venezolanos afirman que son sometidos a una excesiva carga laboral. El pago atrasado de sus salarios es otro motivo de queja.
La discriminación se hace sentir: 14% la ha sufrido en el trabajo, 12% en la calle y 6% en el transporte público. Los haitianos son los más discriminados en la vía pública. La encuesta consignó asimismo que solo 38% de los inmigrantes declara tener amigos chilenos.
Los datos estadísticos, los estudios, las encuestas y los seguimientos de la prensa, así como las actitudes xenófobas de grupos de extrema derecha avaladas por algunos dirigentes políticos, muestran un trasfondo racista y clasista en la discriminación hacia los inmigrantes latinoamericanos.
Este rechazo a «los otros» y «los diferentes» es también un fenómeno de ignorancia en un Chile que no ha tomado conciencia del progresivo envejecimiento de su población y sus repercusiones en la fuerza laboral y en la economía. En 1960, la tasa de fertilidad de las mujeres era superior a 4,5 hijos. En 2020 bajó a 1,6 hijos, es decir, por debajo de la tasa de 2,1, que establece la base para una renovación demográfica mínima. La inmigración podría corregir estos números rojos.