Siempre repetíamos que en Estados Unidos no se daban golpes de Estado, porque no había una embajada estadounidense en la capital donde ocurrió. Pero Estados Unidos, la autodenominada democracia más grande del mundo, estuvo muy cerca de un golpe de Estado cuando, aferrado a no abandonar la Casa Blanca ni el poder, el expresidente Donald Trump y radicales republicanos que lo apoyaban y apoyan, estuvieron a punto de revocar el resultado de las elecciones, argumentando un «fraude electoral» y «robo de la elección». Claro, sin presentar evidencia alguna.
Esa nación de importancia mundial que se autodenomina «excepcional», la nación que se ve a sí misma como «indispensable», que, como un cáncer que hace metástasis en el cuerpo-político del planeta Tierra, nunca ha sido una democracia y lidera en todo el mundo la destrucción global de la democracia. Ambos epítetos («indispensable» y «excepcional») fueron utilizados recientemente por el presidente Joe Biden en su resonante discurso del primero de mayo de 2022, señala el filósofo Glen Martin.
Tras ocho audiencias públicas por el comité selecto del Congreso sobre el primer asalto violento al Capitolio desde 1814 (cuando los ingleses lo intentaron) se puede concluir que el golpe de Estado más reciente en América sucedió en Washington el 6 de enero de 2021. Ese intento de golpe, por ahora fracasado, tuvo características diferentes a otros: el golpista fue el entonces presidente.
Hoy hay quienes hablan de la posibilidad de una secesión pacífica, por ejemplo, del estado de California. Otros abogan, o advierten, de un conflicto fratricida, una segunda guerra civil. Dos palabras que resonaron durante las seis semanas de audiencias de la comisión que investiga el ataque al Capitolio, que aparecen en ensayos y en artículos periodísticos y académicos, así como en discursos de políticos moderados. Las señales de inestabilidad que los analistas identificaran en otros países son las mismas que se detectan hoy en EEUU.
«En la última década, la desigualdad ha crecido y nuestras instituciones se han debilitado (están en mínimos históricos en términos de confianza de los ciudadanos, según una encuesta de Gallup). Los estadounidenses están cada vez más cautivos de los demagogos, a través de sus pantallas y de sus gobiernos». Y lo que es más preocupante a corto plazo: «Los grupos extremistas violentos, especialmente de la derecha radical, son más robustos que nunca, aunque su crecimiento pueda parecer imperceptible», señala el ensayista Stephen Marche, autor de La próxima guerra civil. Despachos desde el futuro de EE.UU., un libro provocador desde sus primeras frases: «Estados Unidos está llegando a su final. La pregunta es cómo».
Pero nadie se atrevió a pronosticar este acercamiento a un abismo neofascista, que no se da por accidente ni por actos espontáneos, sino que son fruto de estrategias a largo plazo de los grupos ultraderechistas, implementadas con gran rigor y organización a nivel local, estatal y federal, desde juntas escolares, gobiernos municipales, legislaturas estatales, hasta el pico de la cúpula política nacional, señala David Brooks.
Bajo la estrategia republicana, de la que también fue parte la insurrección armada misma que investigan el Departamento de Justicia y el Congreso como una conspiración y acto de sedición, Trump estuvo a punto de firmar una orden ejecutiva para que las fuerzas armadas «procedieran a decomisar de inmediato todas las máquinas de votación en los estados de Georgia, Arizona, Michigan, Wisconsin, Nuevo México y Pensilvania», con el argumento de «reportes» (elaborados por sus partidarios) sobre el «descubrimiento de suficiente evidencia de interferencia internacional en la elección de 2020», cuando las máquinas no estaban conectadas a Internet.
James Woolsey, exdirector de la CIA, preguntado en Fox News si su país ha intervenido en las elecciones de otros países, respondió que «probablemente», pero era para el bien del sistema, para evitar que comunistas tomaran poder, por ejemplo, en Europa en 1947, 48, 49, con los griegos y los italianos. Al cuestionarle si eso se sigue haciendo hoy día, Woolsey titubeó y finalmente respondió que solo por una muy buena causa y siempre en el interés de la democracia.
Hace unas semanas un viejito bigotón que parece sacado de una novela de Mark Twain, dijo con total desparpajo a CNN Internacional que él ayudó a organizar golpes de Estado en varios países. John Bolton tiene pinta de bonachón, pero es uno de los halcones de Washington, que ha acompañado en calidad de asesor a varias administraciones republicanas, entre ellos los Bush padre e hijo, Ronald Reagan y al penúltimo de los guerreristas que han ocupado la Casa Blanca, Donald Trump. Cuatro años atrás, Bolton metió las manos en Venezuela, y muy posiblemente también en Bolivia, para tratar de tumbar a los gobiernos de esos países.
«La izquierda radical no desistirá hasta que logren hacer todo lo que puedan para poner fin a nuestro movimiento y destruir a América», advirtió Trump en un reciente mensaje a sus fieles. Pero no se trata de un delirio del expresidente, porque el liderazgo y amplios segmentos del Partido Republicano han apostado a favor de apoyar las tendencias antidemocráticas como proyecto para mantener su poder ante un país que se está transformando por cambios demográficos dramáticos, incluido el hecho de que los blancos pronto serán una minoría más.
La nueva ultraderecha «libertaria» a lo largo y ancho del mundo tiene en común su rechazo por las clases dirigentes, porque consideran que ya no representan los valores y los intereses de la población. Lo plantean desde una posición conservadora, lo que es una novedad, porque el conservadurismo estuvo siempre a favor de las clases dirigentes.
El cambio tecnológico afectó a la sociedad, en EE.UU., Reino Unido y muchos países de Occidente, por dos vías distintas: la automatización de las fuentes de trabajo y por las redes sociales que tuvieron el efecto de eliminar el rol que jugaban los diarios y su trabajo de seleccionar lo que era una noticia válida y cuáles las opiniones aceptables, y no caer en los fakenews. Por ejemplo, los demócratas que se pasaron al Partido Republicano, le dieron la victoria a Trump, son en su mayoría obreros de clase media que perdieron sus trabajos porque los remplazaron las nuevas máquinas, y no porque las fábricas se hayan ido a China.
Lo que ocurrió (y ocurre) en Estados Unidos tiene su correlato en Europa, donde en los últimos años ningún país ha sido ajeno a la presencia de la extrema derecha, incluyendo España y Portugal, que parecían haber sido las excepciones. Hay derechas «libertarias» en el gobierno, sobre todo en Polonia y Hungría, desde donde alientan una «contrarrevolución cultural» europea. Históricamente, el discurso antiestablecimiento y contra los partidos tradicionales fue bandera de la izquierda, por estar marginada del poder nacional, pero hoy es tomado por la ultraderecha «libertaria» contra los anquilosados partidos tradicionales de las derechas vernáculas.
En el contexto de crisis y agotamiento de los políticos del sistema (sean de gobierno o de oposición) se suma el crecimiento de la confianza en las religiones (evangelistas, pentecostales) junto a la caída del catolicismo, el descreimiento en la ciencia (antivacunas, terraplanistas), la profundización de las guerras santas (sionistas, talibanes, entre otros), el relego de la racionalidad frente al sensacionalismo ultraderechista y fascistoide de Donald Trump, pero también de Jair Bolsonaro, los españoles de Vox, los «libertarios» que resurgen como hongos con amplio financiamiento desde el norte, entre otros.
Y las grandes operaciones mediáticas por la imposición de imaginarios colectivos que faciliten la manipulación de las mayorías, con la tan mentada posverdad, las fakenews, las shitnews y el largo etcétera, además del desplazamiento relativo de las grandes corrientes de ideas del ámbito público-popular.
Crisis y golpe encubierto
Naomi Klein, en La Doctrina del Shock y el Auge del Capitalismo del Desastre relata el uso del poder militar y económico imperial de EE.UU. después de la Segunda Guerra Mundial para destruir las economías de un país tras otro imponiéndoles el «shock» de abandonar todos los controles del mercado que intentan proteger a los pobres, o la prensa libre, o la democracia.
La ideología mentirosa de que la maximización «libre» de los beneficios es la base de la prosperidad y el bienestar humanos (a través de una mítica «mano invisible») implicó, como dice Sheldon Wolin, «una búsqueda incesante de lo que podría ser explotable, y pronto eso significó prácticamente cualquier cosa, desde la religión, a la política, al bienestar humano. Muy pocas cosas, por no decir ninguna, eran tabú, ya que en poco tiempo el cambio se convirtió en objeto de estrategias premeditadas para maximizar los beneficios».
Se ha escrito mucho sobre la crisis de Estados Unidos. Se ha aludido a la complacencia y el fracaso de las élites, a la ignorante furia de un segmento de la ciudadanía espiritualmente plebeyo, a la impotencia intelectual y política de buena parte del resto, a la ausencia de una conexión entre una intelligentsia crítica y los movimientos sociales que en el pasado aportaron sus ideas a la esfera pública, al quebrantamiento de la propia esfera pública y a la consiguiente atomización de la nación.
Esos diagnósticos son correctos, señalaba el sociólogo Norman Birnbaum: Lo que a veces se pasa por alto es el factor propósito, lo que ha sufrido la democracia estadounidense ha sido un golpe de Estado encubierto. Sus autores ocupan los puestos más altos de los negocios y las finanzas, sus leales servidores dirigen las universidades, los medios de comunicación y gran parte de la cultura, e igualmente monopolizan el conocimiento profesional científico y técnico.
Es que el nuevo capitalismo da prioridad al mercado y transfiere al sector privado funciones del gobierno. Sus dispuestos seguidores se encuentran entre quienes sienten que son ignorados, incluso despreciados, y experimentan una desesperada necesidad de compensación íntima. Incapaces de actuar de forma autónoma, niegan en voz alta que estén dominados y explotados. Identifican como enemigos a los grupos sociales al servicio del bien público, a la cuya existencia rechazan como principio. Su hostilidad al gobierno es tan grande como su falta de conocimiento de cómo funciona, o la historia de su propio país.
Mientras crece el número y asiduidad de las masacres en manos de civiles fuertemente armados, la amenaza de la violencia política se extiende en territorio estadounidense, donde nuevamente ondean banderas nazis y otros símbolos de la ultraderecha a la entrada a actos organizados por conservadores a los que asistieron el ex presidente Donald Trump, el senador Ted Cruz y el gobernador de Florida.
Para los libertarios no debería existir la salud pública ni la educación gratuita. Buena parte de sus ideólogos también defiende los valores conservadores del cristianismo más retrógrado, y por ello se oponen al aborto y a los derechos de la comunidad LGBT; se enfrentan a la multiculturalidad y por ello son antinmigrantes y se acercan a posiciones racistas.
Y para divulgar todo esto nutren con extenso financiamiento a los think tanks, organizaciones no gubernamentales de tapadera, como la Red Atlas y sus financistas estadounidenses y euroccidentales. Noticias falsas, vídeos manipulados, 'bots', una red internacional de think tanks ultraneoliberales o libertarios, retuitean masivamente a cuentas del entorno de la Atlas hacia el mundo «exterior».
Hoy en América Latina se habla de la rebelión de los nadies. Son los que realizan los trabajos invisibilizados, los que acceden a los medios solo cuando se los criminaliza. Y también los millones que están sin trabajo o aquellos que subsisten por debajo del nivel de pobreza y tienen que apelar a las ollas populares para camuflar el hambre. Desde junio de 2022, los nadies de Colombia, Ecuador y Panamá pasaron a tener protagonismo y se anotaron sendas victorias. ¿Son los nadies estadounidenses carne de cañón de esta avanzada ultraderechista en Estados Unidos?
Quizá sea hora que el casi octogenario Joe Biden se baje de su pedestal de «defensor de la democracia y la libertad en mundo» -que se expresa, por ejemplo, en su promoción, financiamiento e intervención en la guerra de Ucrania-, y permita que fuerzas progresistas de otras partes de América, con demasiada experiencia en golpes de Estado, lo apoyen para enfrentar los ataques antidemocráticos al «faro mundial de la democracia».