La convicción central y clave del 18 de octubre de 2019, día de la revuelta social en Chile, fue que frente a una clase política fracasada y corrupta, la participación popular marchaba por carriles diferentes. En ese escenario, la Convención Constitucional fue la moneda de cambio para que el presidente Sebastián Piñera siguiera en La Moneda hasta el fin de su mandato.
Desde la cátedra y la práctica en los tribunales, siempre se ha debatido y dudado sobre las limitantes que la reforma constitucional (Ley 21200) impuso a los constituyentes, fueran constitucionales. Una de esas limitantes, quizás la principal, es la de los dos tercios de aprobación de los articulados de la nueva Constitución y del Reglamento de la Convención.
Desde el comienzo la clase política, integrante minoritaria de la Convención, denunció cualquier iniciativa de mayoría simple como contraria a los acuerdos que finalmente concluyeron en la reforma constitucional. Evidentemente, se refieren al acuerdo de la clase política transitando desde la derecha, a la izquierda y el centro.
La inconstitucionalidad de la Ley 21200, en lo que se refiere a la aprobación del articulado del Reglamento y de la nueva Constitución, aparece en el Art. 7 de la Constitución de 1980, donde se consagra que «ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden atribuirse, ni aun a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente se les hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes. Todo acto en contravención a este artículo es nulo y originará las responsabilidades y sanciones que la ley señale».
Pues bien, la Convención Constitucional surge del Poder Originario del Pueblo, como una manifestación de su soberanía. No existe otra limitación en el ejercicio de la soberanía que la del «respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana» (inciso 2° del Art. 5 de la Constitución de 1980). Por esto el Congreso, al aprobar la ley 21200 no puede limitar la jurisdicción del Poder Originario dictando una norma que restringe su función legislativa fundamental a saber, la elaboración de un proyecto de nueva Constitución que deberá ser plebiscitado al final de su mandato.
En propiedad, la Convención Constitucional es Constituyente en la medida que se la reconoce como tal en el ejercicio de un mandato que no puede estar subordinado a ningún otro Órgano del Estado. Por tanto, corresponde a la Convención, con plena independencia, darse el Reglamento que regirá el debate y aprobación definitiva de la nueva Constitución. Para ello deberá regirse según los quórums que determine la misma Convención.
Hay sectores que proponen que el Reglamento en su totalidad debe votarse por mayoría simple, aprobándose o rechazándose según ese quórum, incluso aquellos artículos que proponen los dos tercios. Todo eso debiera quedar zanjado a fines del mes de septiembre para así entrar en la discusión de fondo de los artículos que definirán las instituciones de la nueva Constitución.
Es sabido que ninguna fuerza política tiene los dos tercios. Esta constatación ha llevado a algunos en el seno de la Convención a plantear el llamado plebiscito dirimente. Es decir, como solución de un impasse irreconciliable se recurre a la ciudadanía para que resuelva en un plebiscito nacional.
El significado profundo de este plebiscito dirimente lleva a un debate en las comunas del país. Debatir como fue el 18 de octubre y los días que siguieron para así, construir una propuesta a partir del debate en las comunas. Actualmente hay 32 comunas en la provincia de Santiago que concentran el 78% de la población regional y 346 en todo el país. Quienes se oponen al plebiscito dirimente entienden que este no hace sino replantear el debate que se originó con la revuelta del 18 de octubre y en manifestaciones masivas anteriores a la pandemia del Covid-19. Esa presencia ciudadana es el trauma que vive la clase política que ve revivir la agenda de la revuelta pues los problemas que la motivaron no se han resuelto.
Citamos algunos de esos problemas: el empleo, el abastecimiento de agua potable, la vivienda, el fin del sistema de las AFP que está lejos de establecer pensiones dignas, salud y educación para todos y fin de las deudas contraídas con el Estado para acceder a estudios superiores (CAE), junto a esta verdadera recuperación de los Bienes Públicos, debemos citar el rescate de los recursos naturales para el Estado de Chile a saber, cobre, litio, recursos marinos, riqueza forestal, estatutos autonómicos de regiones donde habitan nuestros pueblos originarios, etcétera. En su estado actual nada de eso augura un futuro digno para la ciudadanía si se mantienen las leyes que rigen el Estado de Chile. El cambio implica otros interlocutores políticos para un nuevo orden social y una nueva economía.
Recordemos que, en octubre, noviembre y diciembre de 2019 estos problemas eran parte de la discusión congreso/ejecutivo (excluido los recursos naturales en manos de las transnacionales proveedoras de fondos para las campañas de la clase política) y que el único medio de discusión era a partir de partidos políticos. Sin nuevas ideas para llegar a una solución aceptable para una ciudadanía permanente postergada, la desconfianza hacia los partidos se acrecentó, neutralizando cualquier propuesta que viniera de esa vertiente.
No es la Convención la que consagrará y legitimará un nuevo modelo de sociedad. Ese es un esfuerzo político de largo plazo que en un comienzo deberá plasmarse en nuevas instituciones y principios que den paso a nuevas leyes regulatorias.
No es fácil concretar en instituciones el mandato del 18 de octubre, sobre todo si se considera que aún perdura la autolimitación de la ciudadanía cuidadosamente preservada por la clase política durante las últimas cuatro décadas. Después de esa larga domesticación del pueblo de Chile aún están por definirse los actores políticos capaces de construir una sociedad donde prime la justicia social y la solidaridad.