Desde hace algún tiempo se habla de «Estados fallidos». ¿Eso ese posible? ¿Fallan los Estados? ¿En qué sentido «fallan»?
Para la concepción clásica de los manuales de Ciencias Políticas, el Estado es un mecanismo que está por encima de las individualidades buscando el bien común de la comunidad. Es, en cierta forma, un amplio paraguas que cubre a la totalidad de la población, sin atender a ninguna diferencia que pudiera haber en la sociedad civil —diferencias económicas, de género, étnicas, de diversidad sexual, etarias, etc.—. Su misión básica sería procurar el beneficio común de toda la población, sin ningún tipo de distinción.
De todos modos, más allá de esa «encomiable» labor que debería llevar adelante, la realidad nos confronta con otra cosa: los Estados no están para defender a todos. Por el contrario, son letales y, cuando conviene a los grupos dirigentes, sanguinarios mecanismos de dominación que benefician a las clases con mayor poder, y que secundariamente sirven para administrar —nunca con objetividad real, con ecuanimidad— los intereses de una nación.
En realidad, el Estado es el mecanismo social que legitima una situación dada. Dicho en otros términos: el Estado se constituye en ley, en ordenamiento universal, en mandato social obligado, creando un orden del que nadie que viva en su territorio puede escapar. La legislación (que es siempre una construcción histórica, una convención) viene a darle valor inamovible e incuestionable a una situación determinada. Es así que la ley no es necesariamente justa. Ordena, sin dudas, pero desde el ejercicio de poder de un grupo sobre otro. La ley, según dijera Trasímaco de Calcedonia en la Grecia clásica, es «lo que conviene al más fuerte». Idea que, con otras palabras, repetirá Freud dos milenios y medio más tarde: «Las leyes están hechas para y por los dominadores, y conceden escasas prerrogativas a los dominados».
En ese orden de ideas, Lenin lo expresará con contundencia, al referirse a las leyes corporizadas en este mecanismo que llamamos Estado: «El Estado es el producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase».
Los ordenamientos jurídicos y los aparatos que se encargan de su cumplimiento —aunque, en la «bienintencionada» versión académica que se difunde habitualmente beneficien a todos—, en la realidad, justifican y normalizan situaciones de opresión. Las llamadas fuerzas del orden, la «violencia organizada», las armas de un país, no apuntan a los detentadores de la riqueza, a quienes poseen la propiedad privada de los medios esenciales, sino a quienes osen alzar la voz contra eso. En ese sentido, los Estados nunca se equivocan. No fallan.
Ahora bien: de acuerdo con los creadores de opinión pública estadounidenses, el concepto de «Estado fallido» hoy se ha vuelto una clave de importancia primordial en su geoestrategia global. Según sus criterios —antojadizos, por cierto—, serían sus notas distintivas: una enorme asimetría socioeconómica de su población, crisis económica recurrente en el seno de sus sociedades, deslegitimación de su institucionalidad, su poca o nula credibilidad dados los altos niveles de corrupción, la falta de cobertura estatal en grandes zonas del territorio que debería atender, el generalizado descontento colectivo ante esa ineficiencia, con el agregado de masivos movimientos de refugiados y desplazados internos en muchos casos, más unas explosión demográfica imparable.
Definitivamente, los Estados y sociedades a quienes se les puede aplicar esa descripción, sin dudas adolecen de todas esas lacras: pobreza, represión, muy débil institucionalidad estatal, servicios públicos de muy mala calidad. Pero queda una duda: ¿todo eso es nuevo? ¿Cuándo comenzaron esos Estados a «fallar»? Lo que en la actualidad —según la vara con que los centros imperiales miden el mundo— se puede expresar de, por ejemplo, Haití o Uganda o Nicaragua, no se decía hace algunas décadas, cuando eran gobernados por déspotas funcionales a la geoestrategia imperial de Washington. «Somoza es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta», pudo decir el presidente estadounidense Roosevelt en relación a Somoza, en el centroamericano país. Sin dudas la pobreza, la represión o la debilidad de la institucionalidad estatal eran moneda corriente en las referidas repúblicas. Entonces, ¿no eran Estados «fallidos» algunos años atrás, cuando cumplían fielmente con los dictados de la Casa Blanca?
La idea de «Estados fallidos» es una caracterización muy reciente creada por tanques de pensamiento neoconservadores de los Estados Unidos y de la cual se empezó a hacer mayor uso a partir de los atentados del Centro Mundial de Comercio en Nueva York el 11 de septiembre del 2001. Trump, mucho más insolente, habló de «países de mierda».
El Estado como control de clase no falla, ni en los países pobres ni en los ricos. Eso, en realidad, es lo único que cuenta para el sistema. En los países prósperos del Norte (Estados Unidos y Canadá, Europa Occidental), los Estados salen a rescatar empresas quebradas con dineros públicos. «Se socializan las pérdidas y se privatizan las ganancias», se ha dicho. Como hay abundancia, la población recibe buenos servicios públicos. Si en el Sur esos servicios no son decorosos, al sistema no le importa: mientras estén aseguradas las ganancias del gran capital. ¿Por qué, entonces, esta nueva preocupación de los poderes imperiales por las «fallas» que se ven en los países pobres? ¿Qué hay con esta nueva designación de «Estados fallidos»?
La privatización de los servicios de estos Estados a favor de capitales privados, en muchos casos transnacionales (muchos de origen estadounidense).
Invasiones militares a supuestos «Estados fallidos» que, según la nueva lógica, atentan contra la seguridad o la democracia en el mundo, tras lo cual se oculta el negocio de las armas y la rapiña descarada de recursos vitales para las geoestrategias imperiales: petróleo, agua dulce, minerales estratégicos, biodiversidad.
Por último, fin no declarado, pero siempre presente: luego de la destrucción viene la reconstrucción de estos Estados, en general por compañías de capitales norteamericanos, a veces en relación con socios europeos menores.
El Estado, entonces, no defiende a todos por igual: «La ley es lo que conviene al más fuerte», no olvidarlo. Los Estados, en ese sentido, no fallan.