Cuando me gradué de biólogo en septiembre de 1991 en la Universidad de Oriente de Cumana, recuerdo muy bien que mis padres fueron en carro desde Caracas con mi abuela Carmen hasta Maturín donde fue el acto. Luego, regresamos todos juntos a la capital donde comencé a buscar empleo. Por aquellos tiempos, en la prensa escrita se publicaban avisos de trabajo; creo fue mi padre quien me dijo, «mira Kike hay una buena oferta en este aviso».
La nota del periódico era de una empresa turística que buscaba biólogo para asesorar a los guías en ecología de selva tropical y acompañar a esa agencia de viajes en los recorridos de visitantes internacionales en el estado Amazonas de Venezuela. Me entrevisté en el Gran Café del bulevar de Sabana Grande; posteriormente, la entrevista definitiva y la contratación fueron en las oficinas de la compañía. Me dieron un pasaje aéreo y un acompañante, quien trabajaba con la empresa y que voló conmigo a Puerto Ayacucho alrededor de octubre de ese año.
Era la primera vez que iba a esa pequeña ciudad del sur de Venezuela. Al llegar al aeropuerto, sentí el calor de la región amazónica y un sol radiante que nunca te abandona. El clima era muy parecido al del oriente del país, aunque más húmedo. De allí, nos buscaron en carro dos empleados quienes nos llevaron al campamento turístico. Lo primero que destacaba en el asentamiento era la churuata, o gran choza indígena circular que hacía de comedor principal de los visitantes. La comida era vegetariana, pero muy, muy buena.
En la tarde fuimos al primer recorrido a pie, luego de presentarme a cuatro guías veteranos y bastante jóvenes. El paseo era cerca del campamento. Aproximadamente a dos kilómetros de allí, estaba la selva amazónica, aunque no muy tupida, se veía la espesura de la vegetación, con árboles bien altos; muchas lianas y bejucos enlazaban la mayoría de los árboles, termiteros por doquier y aves en las copas.
Al día siguiente, me tocó acompañar a unos de guías jóvenes con una pareja de europeos a quienes se les explicaba en inglés. Este recorrido era diferente. Se subía a Cerro Pintado, una montaña sin vegetación de piedra negra opaca; a pesar del calor, soplaba una suave brisa que refrescaba el ascenso. La inclinación no era mucha, aunque sí de cuidado. En algunas hendiduras de la colina se notaban canaletes como de agua y, más adelante, algunos se notaban húmedos. En una pared vertical había petroglifos, la versión venezolana de dibujos indígenas sobre piedras… ¿Cómo habían hecho esos aborígenes para grabar su arte de manera que perdurara y más aún en esa inclinación? El mensaje interpretado era de una gran culebra y un río que, por supuesto, es nuestro Orinoco. Según los cálculos, datan de más de dos mil años.
La subida al tope de la montaña, ya cuando el calor del ascenso golpeaba, tenía su recompensa en un pequeño valle donde las hendiduras, ya con agua más fluida, formaban un oasis con dos palmeras y algo de vegetación. El agua era cristalina e impoluta. Era posible bañarse a gusto. La pareja de europeos se desvistió y se relajó como nosotros un buen rato.
Otro recorrido era más profundo en una selva vecina, otro era en las lanchas delgadas que usan los indígenas en el río Orinoco y hay una playa arenosa segura. También se visitaba Puerto Ayacucho, el mercado de los indios; si se era atrevido, se podía hacer rafting en los raudales de Atures e incluso algunos turistas se quedaban a dormir todo el día en las hamacas.
Nosotros los guías teníamos nuestras habitaciones, pequeñas pero cómodas. Descasábamos un día a la semana y la rutina se hacía agradable. Recuerdo mucho a un grupo de españoles con quienes nos sorprendió, a pie y lejos de campamento, un gran chaparrón (todos lo tomaron a risa); a otro muy alegre de franceses que cantaban mucho, y de amistad hice a uno de los guías, quien era chileno y le decían niño Jesús porque se parecía a las imágenes de este.
Un día de noviembre que llamé a Caracas, mis padres me dijeron que tenía un trabajo en Cumana que esperaba por mí con urgencia. Esto lo contaré en la siguiente narración de mis primeros empleos; creo olvidé la forma en que me despedí tan tapido del grupo y tomé autobuses desde Puerto Ayacucho hasta Caicara del Orinoco, Ciudad Bolívar y, de allí, hasta la capital del estado Sucre.