Todo cayó en Europa cuando, en marzo, los países decretaron sus confinamientos duros, salvo los servicios esenciales, incluidas las competiciones deportivas de todos los niveles. Estas circunstancias privaron a grandes núcleos de población de una distracción esencial en su día a día y de su vía de escape de las rutinas.
Karl Marx en 1844 describió a la religión como «el opio del pueblo», tomando como referencia la situación en unas sociedades que aún no conocían el entretenimiento de masas ni el deporte profesional y, especialmente, el fútbol y la capacidad de este para mover a las masas, entretenerlas, despertar las más bajas pasiones e, incluso, dar sentido a unas vidas ocupadas en gran medida por unos trabajos que no gustan o unas rutinas que aburren.
Esa capacidad para tener a millones de personas en todo el mundo pendientes de un balón, o de cualquier otro elemento deportivo, junto con el decaimiento de la importancia de la religión entre los jóvenes y las clases populares, causaron que para muchos el fútbol asumiera, ya hace años, ese papel de «opio del pueblo»; algo que podía distraer a las masas y hacerles olvidar las injusticias sociales y económicas y las densas realidades políticas de sus países que, a menudo, piden a gritos una revuelta a la francesa.
Pero lo cierto es que ese papel de gran distracción y de elemento con el cual abstraerse de la realidad no siempre es negativo. En el primer confinamiento, el pasado marzo, se echaba en falta en gran medida ese elemento que permitiera apartar las mentes de las terribles cifras que dejaba la pandemia por todo el mundo, algo que permitiera a la gente crisparse con temas que no fueran políticos, económicos y sanitarios. Y, aunque la suspensión de las competiciones deportivas servía a un bien común y mayor, lo cierto es que parece que los gobiernos tomaron nota de ello.
Ha habido situaciones dramáticas causadas por la covid por toda Europa en estos últimos meses, con Alemania confinada y privando a sus ciudadanos de celebrar Navidad y Año Nuevo, situación similar a la que se vivió en Holanda, o en Italia. Y ninguno de estos países se planteó la suspensión o aplazamiento de competiciones deportivas, nacionales e internacionales, bajo ningún concepto.
En el Reino Unido fueron incluso más lejos, rozando la locura, ya que, con la nueva cepa dando sus primeros coletazos, empezaron a dejar entrar aficionados en sus estadios de fútbol en muchas regiones del país, teniendo que dar marcha atrás en la mayoría de ellas poco después, precisamente por la virulencia de esa nueva cepa del virus. Pese a los preocupantes números, en la Gran Bretaña no se suspendió su preciada Premier League, manteniendo el gran número de partidos habitual en las fiestas navideñas, especialmente el tradicional Boxing Day (San Esteban).
España tampoco es una excepción, con las administraciones sacudiendo la hostelería, la cultura y el ocio, nadie ha tocado el deporte profesional, ni tan solo el toque de queda se aplica para esas competiciones. Se da la circunstancia de que precisamente los bares y restaurantes se beneficiaban de las competiciones deportivas antes de la pandemia, pero ahora ni eso pueden.
Se puede percibir esa inmunidad del deporte como algo negativo e injusto, con razón, pero intuyo que las administraciones ven la función social que estas competiciones tienen como distracción, una función social que en las actuales circunstancias tiene una vertiente muy positiva, ya que permiten la abstracción de una realidad históricamente dura y que promete ser más dura en los próximos meses, antes de que el sol vuelva a salir, esperemos, por siempre.
Por último, hay que decir que esa inmunidad a la que me refería es una circunstancia de la que a menudo abusan los propios deportistas, con sus grandes y ostentosas fiestas, y que además comparten en las redes sociales, mostrando escasa inteligencia y menor sensibilidad.