Comprender todo no significa perdonar todo

(Sigmund Freud)

Salir de una guerra no es solo firmar un acuerdo de paz y guardar las armas. En Guatemala eso sucedió hace ya 25 años, pero no se vive en paz. Lejos de eso, el clima de violencia y de zozobra que atravesamos a diario nos confronta con una situación bélica. La muerte sigue rondando altiva en cada rincón y las causas estructurales que encendieron la mecha de un alzamiento armado varias décadas atrás no han desaparecido; por el contrario, podría decirse que se mantienen igual o más fuertes que hace medio siglo. Más de la mitad de la población continúa por debajo del límite de la pobreza estipulado por las Naciones Unidas y los índices socio-económicos son alarmantes: desnutrición, analfabetismo, marginación, falta de oportunidades, racismo y patriarcado.

La impunidad: una constante histórica

Guatemala vivió varias décadas de guerra interna; eso aún está presente como mensaje cultural en el colectivo. Para quienes la sufrieron es recordatorio de las peores épocas; para quienes no la vivieron directamente, como fantasma, ha dejado enseñanzas y, básicamente, ruptura en la memoria histórica.

En el marco de la Guerra Fría —que libraba las por ese entonces dos grandes superpotencias de Estados Unidos y de la Unión Soviética— y desde la lógica de la doctrina de seguridad nacional y del combate al enemigo interno, el país en su conjunto se vio atravesado por un clima de desconfianza paranoica, de muerte y de terror que marcó todos los rincones del quehacer nacional. Nadie podía escapar a esas dinámicas. Sin embargo, lo peor es que el Estado, supuesto regulador de la vida nacional entre todos sus habitantes, no funcionó como regulador. Tomó parte activa en la contienda, siendo principalísimo actor, pero pasando por encima de toda norma, poniéndose de lado de una de las partes enfrentadas. Claramente, se puso del lado de la clase dominante, enfrentó no solo al movimiento guerrillero sino a toda la población que le servía de base: el campesinado indígena sumamente pobre, los indígenas pertenecientes a los pueblos mayas y los obreros.

Extremando las cosas, se podría llegar a decir que la «guerra contra el comunismo» lo justificaba todo. Pero entonces, si se sigue esa línea de argumentación, se desdibuja la esencia misma del Estado regulador de la vida de todos; el cual pasó a ser un actor de la contienda con las manos manchadas de sangre, por lo que la confianza en la institucionalidad mínima que debería existir, desaparece. El Estado, paraguas de todos sus habitantes que debería cobijar y defender por igual la dignidad de todos sus ciudadanos, fue el gran incumplidor de esa tarea.

El Estado, en los años de la guerra, se convirtió en un Estado terrorista que mató, secuestró, masacró, torturó —siempre con fondos públicos— a parte de su población. He ahí la matriz de cualquier crimen posterior y de toda violencia asumida como normal: si quien debía defender la vida y la dignidad de la vida de los guatemaltecos terminó asesinando a sus propios ciudadanos, en general apelando a formas clandestinas, hace que la idea de reconciliación se torne muy difícil o imposible. ¿Quién se reconciliaría con quién? ¿Por qué y cómo reconciliarse entonces? Más allá de una ley que establece la reconciliación, la dinámica real del día a día sigue siendo de total tensión. La clase dominante sigue aprovechándose de ese campesinado y la situación de base no ha cambiado, pese a que se hayan firmado «acuerdos de paz».

Terminada la guerra la vida sigue; como fue una guerra interna, las partes enfrentadas siguen viéndose la cara en la cotidianeidad. La vida misma impone la convivencia, pero eso no es lo mismo que reconciliación. Quizá ésta es imposible en términos estrictamente masivos; las mayorías viven, reaccionan, se enfurecen, son manipuladas, pero el término «reconciliación» no funciona en sentido estricto. La reconciliación tiene el sello del discurso político, del acuerdo, de la negociación. Eso, hoy por hoy —al menos— es producto de acuerdos cupulares. Estampar una firma en un papel no es, estrictamente, «reconciliar» a las personas. La población que fue víctima de esos atropellos por parte del Estado contrainsurgente ¿con quién se debería reconciliar?, ¿con ese mismo Estado?, ¿cómo? Además de violentadas, las condiciones de vida siguen tan mal como años atrás.

Los Acuerdos de Paz firmados en 1996 establecen determinadas medidas para lograr la pacificación de la sociedad. En realidad, si algo se cumplió de esos pactos es la desmovilización militar de ambos bandos: las armas se depusieron en muy buena medida, las fuerzas combatientes fueron desarmadas (el movimiento insurgente) o reducidas (el ejército nacional). En estos 25 años no volvieron a darse combates, pero no hay paz ni, mucho menos, reconciliación.

Lograr la «paz» —concepto tan difícil y problemático como el de «reconciliación»— no es olvidar los crímenes cometidos, no es dejar pasar los atropellos ni las terribles violaciones a los derechos humanos mínimos y elementales que se impusieron durante la guerra. Está más que probado que la abrumadora mayoría de las violaciones fueron cometidas por el Estado de Guatemala y no por las fuerzas insurgentes.

En ese marco, es difícil que la población civil no combatiente —que sufrió esos abusos— quiera y pueda reconciliarse. Podrá recibir, como de hecho ha venido sucediendo, alguna compensación por los daños sufridos. De todos modos, un pago monetario no puede resarcir —ni mucho menos pacificar a quienes sufrieron— los perjuicios que trajo el conflicto armado. Lograr la armonía social no es cuestión de «pagar» por los muertos o por las partes dañadas del cuerpo (una pierna vale más que un dedo y dos piernas, más que una). La cuestión monetaria puede ser un elemento importante en el proceso político, quizá necesario o imprescindible, pero no es suficiente. Lograr cierta —no toda— armonía social consiste en darle credibilidad a la justicia, a las instituciones que ordenan la vida; es devolver la confianza a los mecanismos sociales.

Si la impunidad sigue dominando, si el mensaje que circula por toda la población es de absoluto desprecio por la legalidad, si se pueden violar nomas de convivencia, si se salta cualquier pauta institucional, es imposible construir una sociedad pacífica y armónica. En Guatemala mucho de esto está pasando; la impunidad campea soberbia, altanera. Se puede violentar cualquier normativa sabiendo que no habrá castigo por ello. Eso, entonces, alimenta un clima de violencia que no tiene fin. ¿Por qué —a 25 años de terminado formalmente el conflicto— el país vive un clima de guerra en que acaecen 13 homicidios diarios y existe una cantidad de armas de fuego —mayor que durante el conflicto armado interno— diseminada entre la población? El clima de impunidad reinante lo explica.

El Ministerio Público, más allá de las buenas intenciones, reconoce que la inmensa mayoría de los ilícitos cometidos nunca son juzgados. ¡Hasta un 98% queda impune!, reconoció la ex Fiscal General Claudia Paz y Paz. La impunidad puede presentar infinitas formas: pagar para obtener un documento público, no cumplir normas de tránsito, mandar a matar, no pagar impuestos, orinar en la calle, no pagar la cuota alimentaria, etc. La idea es siempre la misma: «me salto las normas porque no pasa nada si las salto».

El intento de poner algún freno a la corrupción —básicamente impulsado por el gobierno de EE. UU. bajo la presidencia de Barack Obama— dio como resultado una Comisión Internacional activa en contra de la impunidad: el CICIG. Junto con el Ministerio Público, pudo desarmar varias organizaciones criminales, pero tan grande es la impunidad que el anterior gobierno de Jimmy Morales logró ponerle freno a esas investigaciones —a pesar también de los esfuerzos de una contra comisión encargada de investigar a quienes investigaban la corrupción. En otros términos, el reinado de la impunidad continuó intocable; como lo es con cualquier «administrador en turno» (presidente o gerente general o capataz de la gran finca que resulta la nación).

La justicia tiene un valor simbólico en las sociedades. Se castiga lo que no debe hacerse, lo prohibido, lo que va en contra del bien común. Los distintos sistemas de justicia del mundo, cada uno con sus características propias, buscan fijar las conductas permitidas y las no permitidas en cada sociedad. Dicho de otro modo: establecen las normas de convivencia, lo que se puede y lo que no se puede hacer. Si no hay castigo por los delitos que se puedan cometer (incluso para la guerra hay normas: los Convenios de Ginebra); si la impunidad permite todo, entonces estamos ante el caos, ante la ley de la selva, la ley del más fuerte. En Guatemala la justicia no existe, la impunidad se ha impuesto. Los crímenes de guerra no pueden quedar impunes, porque con eso se alimenta el círculo de la violencia, del resentimiento, de la venganza.

En el año 2013, luego de un proceso judicial limpio y con incontrastables pruebas incriminatorias, el general José Efraín Ríos Montt fue condenado por delitos de lesa humanidad a 80 años de prisión inconmutables. Por esa impunidad a la que nos referimos, 48 horas después del veredicto dictado por un tribunal, una maniobra leguleya le permitió saltarse la sentencia y dejar su caso en un cierto limbo legal, buscándose su amnistía total a partir de juegos políticos palaciegos. Finalmente, el militar murió sin haber pagado su condena; el mensaje es claro: se premia la impunidad.

¿Por qué es importante lograr una condena de hechos que ya están comprobados como delitos de lesa humanidad? Porque el respeto a la ley es lo único que puede servir para construir una sociedad con alguna cuota de paz y armonía. El no respeto a la ley, la impunidad, es la invitación a más violencia.

Para abundar en los motivos que sí deben tenerse en cuenta para lograr una condena justa —ya se hizo en el 2013— y justificar por qué un Estado no puede ser terrorista ni puede ampararse detrás de la impunidad que le brinda el monopolio de la fuerza, a continuación presentamos este estudio sobre el tema de las desapariciones forzadas. Esa vergonzosa práctica —de la que un Jefe de Estado no puede decir que no es responsable. Durante la presidencia de Ríos Montt, las desapariciones tuvieron altas cotas en el país.

Extremando las cosas, si se demuestra en un juicio público que alguien es culpable de determinado delito, la legislación guatemalteca permite la pena de muerte cuando las circunstancias lo ameritan. Pero de ningún modo el Estado, en forma encubierta, puede desarrollar prácticas contrarias a la legalidad como las desapariciones forzadas, los asesinatos selectivos, la tortura, las masacres de población civil. Los responsables de tales acciones deben ser debidamente juzgados y castigados porque eso es sano para el colectivo. En cambio, el Estado debe ser garantía para la vida de todos sus ciudadanos, no puede estar enmascarado y apelar a la oscuridad tenebrosa para asesinar arbitrariamente. Por eso, y no por motivos «revanchistas», debe juzgarse a los responsables de prácticas fijadas como delitos por toda la legislación existente en derechos humanos. Es una cuestión de salud mental, de convivencia civilizada mínima e indispensable que necesitan las sociedades.

La desaparición forzada como política de Estado

Como parte de la guerra interna que desangró al país por espacio de casi cuatro décadas, se produjo una cantidad muy elevada de desapariciones forzadas. Si se compara esa realidad con otros contextos latinoamericanos, donde también se dio el fenómeno de guerras contrainsurgentes, el país presenta un triste récord en las desapariciones del continente americano del 46% (De Villagrán, 2004). Guatemala es el país que tiene la mayor cantidad de desaparecidos per cápita; muchas de esas desapariciones tuvieron lugar en la ciudad capital.

¿Qué pasó con tantas personas desaparecidas? Aquí es importante aclarar que el término mismo, «desaparición», contiene un eufemismo interesado o, dicho de otro modo, es un engaño. Las personas no desaparecieron, ¡fueron víctimas de una política sistemática de erradicación! Por lo tanto, hay responsables directos. Puntualmente, estos desaparecidos fueron capturados de manera ilegal, luego fueron ocultados y, casi en su totalidad, eliminados; esto no es lo mismo que «desaparecer». La idea en juego por parte del Estado fue desaparecer a «miembros» de los movimientos insurgentes para enviar mensajes claros a toda la población: «al que se mete en babosadas […] algo le puede pasar». Efectivamente, algo les pasó: «se los llevaron».

¿Para qué buscarlos hoy?

El presente texto pretende ser un importante llamado a mantener viva la esperanza de llegar a conocer, su paradero y a tomar muy en serio las palabras que reciben al visitante en el Museo del Horror de Auschwitz: «olvidar es repetir».

A más de dos décadas de terminado el conflicto armado interno, las secuelas de ese cataclismo social aún se hacen sentir. El clima de violencia que vivimos actualmente, además de las causas históricas que se ligan con una estructura colonial, la cual se viene perpetuando desde hace siglos, tiene que ver directamente con el desprecio por la vida y la violación sistemática de los derechos humanos que se agudizaron durante la guerra interna.

Entre las prácticas deshumanizantes que tuvieron lugar en esos oscuros años de la historia, la desaparición forzada fue un mecanismo que se mantiene presente en la consciencia de la población, sirviendo como una pedagogía de la muerte y del silencio, que aún se hace sentir. Los desaparecidos siguen siendo una de las heridas abiertas de la sociedad. La única manera de cerrar esas heridas no es negando lo sucedido, echando un manto de olvido y dando vuelta la página; es entendiendo qué sucedió a la par de que se buscan los remedios del caso. Remedios que, para la ocasión, significan juicio y castigo a los responsables de esos crímenes, al igual que la reparación real de las heridas sufridas (que no se limita a un cheque, lo cual puede ser algo así como «comprar el silencio» de las víctimas).

El recuento de las víctimas de desaparición forzada en el país arroja un total que, dependiendo de las fuentes consultadas, oscila entre 32,000 y 50,000 personas (De Villagrán, 2004). En toda América Latina, donde también fue común ese mecanismo de guerra contrainsurgente en las décadas pasadas, el número de desaparecidos asciende a 108 mil personas (ibídem), lo que indica que Guatemala tiene el porcentaje más alto de desapariciones en América Latina.

La desaparición forzada de personas es un delito de lesa humanidad; así lo consignaron por vez primera en la historia los Juicios de Nüremberg, en 1946, y, posteriormente, la Asamblea General de Naciones Unidas, en 1992, y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA), en 1994. Como tal, es un delito imprescriptible.

En Guatemala, al igual que en otros Estados latinoamericanos que durante la Guerra Fría desarrollaron estrategias de guerra contrainsurgente amparados en la doctrina de seguridad nacional y combate al enemigo interno, la desaparición forzada sirvió para paralizar a las poblaciones civiles, aterrorizándolas, enviándoles mensajes de control y de inocultables llamados a la desmovilización.

En concreto, y en el orden de lo psicosocial, la desaparición forzada de personas es un acto de violencia extrema cometido por agentes del Estado; se constituye a partir de la captura ilegal, el ocultamiento deliberado y la consecuente pérdida de su presencia física, sin que exista la posibilidad de establecer con certeza las circunstancias que determinen su «no presencia física». Las condiciones de persistencia e incertidumbre que la acompañan hacen de ella un sutil instrumento de tortura con las consiguientes secuelas físicas y severas alteraciones del psique individual y colectivo. La práctica sistemática de la desaparición forzada implica la alteración de los sistemas de relaciones sociales y el implantamiento del terror (De Villagrán, 2004).

En Guatemala, específicamente en la ciudad capital, desde 1954 se presentaron casos aislados de desaparición forzada; el fenómeno creció paulatinamente durante las décadas de los 60 y 70, llegando a su punto más alto al inicio de la década de los 80. En ese momento, la represión se generalizó y la desaparición forzada se extendió al área rural, que pasó a ser el principal teatro de operaciones del conflicto armado.

En todos los casos, los operativos urbanos tenían siempre el mismo patrón: los realizaban grupos de tarea integrados por miembros activos de los diversos cuerpos del ejército, de los cuerpos élites de la policía o por grupos irregulares adscritos a las fuerzas de seguridad; estaban compuestos por entre 4 y 15 hombres fuertemente armados, que operaban siempre en la clandestinidad. Generalmente, actuaban bajo el mando de un oficial del ejército vestido de civil, dependiendo del lugar en que debía realizarse el operativo y de las expectativas que se tuviera de capturar materiales o equipo. Los miembros de estos grupos se movilizaban en vehículos particulares, en general sin placas identificadoras. En todos los casos, actuaban con total impunidad. Misma que se ha venido perpetuando en estos años y que con actos como la absolución de la condena al general Ríos Montt o la desvirtuación de la CICIG desacredita la lucha contra la corrupción, al igual que sucede con una nueva Fiscal General absolutamente plegada a los mandatos de los sectores de poder que vuelve a colocar al Ministerio Público como un ente inoperante, favorecedor del pacto de corruptos que se ha enseñoreado en la estructura estatal.

Una vez capturada y ocultada la persona, su destino era totalmente incierto; en eso consistía justamente el valor político-ideológico-cultural de este mecanismo: enviaba un mensaje aterrorizador a la población. Está demostrado que la desaparición física, sin que se sepa fehacientemente qué sucedió con la víctima posteriormente, produce alteraciones diversas en los allegados, estos caen en una espera eterna. El mecanismo utilizado por las fuerzas de seguridad es perverso: sirve para paralizar a la población dejando a los familiares y allegados ante la imposibilidad de elaborar un duelo.

La desaparición de un familiar o amigo o allegado es altamente nociva para la subjetividad de quien queda en espera de saber lo acontecido. Los efectos psicológicos son diversos, entre otros pueden citarse:

• Alteraciones inmediatas a la desaparición: en general, reacciones psicosomáticas de distinta intensidad.

• Alteraciones a mediano y largo plazo: trastornos psicosomáticos crónicos, trastornos sensoperceptivos y cognitivos tales como dificultades de concentración, inhibición de la actividad intelectual y disminución general del rendimiento.

• Alteraciones permanentes: diversos cuadros afectivos que pueden ir desde la anestesia afectiva hasta la depresión profunda; trastornos de aprendizaje; trastornos emocionales diversos (miedo, angustia, impotencia, aislamiento, irritabilidad, pérdida de control, sentimiento de culpa, desconfianza generalizada); alteraciones en la percepción (desubicación espacio-temporal).

• Algunos no descritos sistemáticamente (en algunas ocasiones las desapariciones han sido detonantes de psicosis, delirios o alucinaciones).

En definitiva, la desaparición forzada produce una variedad de síntomas emocionales y cognitivos que inhiben a los directamente ligados con el desaparecido, produciendo una conducta de miedo y consecuente apatía ante los problemas colectivos.

Abordar la problemática creada por las atrocidades sufridas implica una serie amplia de acciones: intervenciones psicoterapéuticas puntuales en los casos en que así se requiera, propuestas colectivas organizadas en demanda de esclarecimiento y aplicación de justicia, recuperación y fortalecimiento de la conciencia histórica y ciudadana, y la demanda de respuestas consecuentes por parte del Estado.

Dado que la estrategia contrainsurgente de desaparición forzada contempla la clandestinidad y la secretividad, reconstruir lo acontecido implica investigar hechos fragmentarios y dispersos que requieren de meticulosidad y paciencia, tal como el armado de un rompecabezas. Pero la tarea se complica, porque aquí siempre faltan piezas; faltan, sin duda alguna, por acción deliberada de quienes produjeron la desaparición; se trata de una búsqueda detectivesca donde casi no hay pistas. Algunas de las estructuras y mecanismos funcionales a esa secretividad no han sido desmantelados y, en muchos casos, aún se esconden al interior de los aparatos del Estado, lo cual dificulta su inmediata remoción. Ninguna administración de las que ha habido desde la firma de la paz ha querido o ha podido desarmar este complejo entramado. La estrategia de las fuerzas estatales, orientada a no dejar pistas, dificulta avanzar en estos intrincados laberintos; conforme pasa el tiempo, todo tiende a olvidarse, «aquí no ha pasado nada», dejando estos terribles ilícitos en un voluntario e interesado olvido que refuerza la ya histórica impunidad. Está claro que esas estrategias funcionaron a la perfección. Como indicaba la Secretaría de la Paz, durante el período presidencial de Álvaro Colom, en su análisis sobre la autenticidad del Diario Militar:

Las estructuras militares en el contexto del conflicto armado no actuaron de manera improvisada; siempre se dieron como parte de un plan que definía las acciones a realizar y señalaba en qué momento debían cumplirse y contra quiénes. Al relacionar lo que dice el Diario Militar y examinar los documentos del Archivo Histórico de la Policía Nacional, se hace evidente que las operaciones ejecutadas por las diferentes unidades policiales, en especial la Brigada de Operaciones Especiales (BROE), DIT y Cuarto Cuerpo, estaban subordinadas a órdenes emanadas del ejército. […] Algunos de los casos documentados con información proveniente del AHPN, evidencian que las fuerzas de seguridad del Estado guatemalteco habían estado elaborando, a lo largo de varios años –en ocasiones hasta una década–, detallados expedientes de las personas que, a su criterio, buscaban desestabilizar al régimen, con el fin de proceder en el momento que consideraran oportuno y mediante operativos bien planificados, a su captura y posterior eliminación (Secretaría de la Paz, 2011, p. 134).

Tanto la maquinaria de gobierno al servicio de la estrategia contrainsurgente, como la clandestinidad en que tuvieron lugar sus operaciones, pavimentaron el camino para que hoy se haga tan difícil averiguar lo sucedido y, por supuesto, hacer justicia. Como una muestra, tenemos la declaración del encargado de Relaciones Públicas de la Corte Suprema de Justicia, en mayo de 1984, en relación con los recursos de exhibición personal interpuestos por la Comisión de Derechos Humanos de Guatemala (CDHG): «Solo causan problemas a la Corte» (Prensa Libre, 25 de mayo de 1984). Declaraciones como ésta permiten apreciar cómo el sistema judicial funciona al servicio de la impunidad y no de la justicia.

Estudiar qué sucedió, saber cómo es la historia, saber por qué estamos como estamos, es lo único que puede permitir cambiar el curso de los acontecimientos y buscar algún remedio a lo sucedido. Negar el pasado, disfrazarlo, intentar olvidarlo no impide que la historia siga pesando. Las desapariciones de personas durante nuestra guerra interna deben ser conocidas, analizadas, debidamente procesadas y sancionadas, porque sin ningún lugar a dudas constituyen crímenes de lesa humanidad.

El destino de los detenidos-desaparecidos

La desaparición forzada de personas no se hacía tanto por razones prácticas, como obtener información del «enemigo», sino que tenía, ante todo, otras características: es un mensaje político, una forma de control social para paralizar a una población. Envía un terrible recordatorio de lo que espera a quien tome un compromiso político-social, a quien levante la voz, a quien ose tener una actitud crítica contra el Estado.

Durante la detención clandestina era imposible seguir las pistas de la persona secuestrada. Ningún recurso de exhibición personal lograba adelantar alguna información, alguna pista conducente a saber qué había sucedido. Era como si «la tierra se los hubiese tragado». Lo poco que se podía llegar a reconstruir era producto de las escasas y fragmentarias informaciones que circulaban boca a boca entre allegados del desaparecido.

Cuando se encontraban cadáveres de personas no identificadas, tanto en la vía pública como en «botaderos» (zonas descampadas, en general en las afueras de las ciudades), los cuerpos presentaban laceraciones que complicaban o impedían su identificación: el rostro desfigurado, las yemas de los dedos quemadas o las manos cercenadas o eran cuerpos calcinados. Es más que obvio que allí había una política en juego, con personas responsables. ¿Por qué, entonces, deberíamos dejar estos hechos en la impunidad?

Es difícil, cuando no imposible, reconstruir con fidelidad los hechos que se sucedieron luego de cada desaparición forzada. Lo cierto es que, pasadas ya cuatro décadas de ese momento, son pocos los casos de personas que han reaparecido vivas; no siempre aparecieron los cadáveres de los desaparecidos. Todo indica, obviamente, que en su gran mayoría fueron ejecutados extrajudicialmente. Incluso el Archivo Histórico de la Policía Nacional ayuda relativamente poco a saber con exactitud qué sucedió. Hay muy poca, casi ninguna información al respecto.

Por otro lado, los archivos del ejército nunca fueron puestos a disposición de la población; como van las cosas, seguramente nunca se mostrarán. Todo apunta a que se pretende seguir alimentando la impunidad, el silencio, el mensaje aterrorizante: «el que se mete en babosadas (¿el que piensa y es crítico?) corre riesgo».

Las ejecuciones clandestinas (homicidios, lisa y llanamente, realizados en el más total anonimato) no están asentadas en ningún lado. El secretismo extremo las rodeaba y las sigue rodeando al día de hoy para completar la idea de que una desaparición forzada implica la inexistencia o negación del sujeto.

Lo que en la actualidad puede saberse a partir de algunos casos estudiados es que, si los desaparecidos no morían en los centros de tortura, eran ejecutados con lujo de violencia, con armas punzocortantes, ahorcados o asesinados con armas de fuego. En algunos casos, los cadáveres tenían signos de haber sufrido violencia extrema antes de la muerte, violaciones en muchos casos con las mujeres, y eran abandonados, como arriba dijimos, en la vía pública o en ciertos sitios en la periferia de la ciudad.

Ahora bien, si según los cálculos existentes (conservadores para más de alguno) se dieron 45 mil desapariciones forzadas, ¿dónde fueron a parar todos esos cuerpos? Evidentemente, hubo una política sistemática de ocultamiento de tanta matanza. ¿Se los tragó la tierra? En cierta forma, sí.

El mismo mecanismo de represión alentado desde el Estado contrainsurgente buscó borrar toda evidencia de lo sucedido. Lo que hace suponer que esos cuerpos fueron arrojados al mar o al cráter de algún volcán (práctica común en la Nicaragua de la dictadura somocista). Si, efectivamente, eso comenzó a hacerse en algún momento, el arrojarlos al mar desde aviones o helicópteros (práctica también común en Argentina), cuando la política se masificó y la cantidad de cadáveres se hizo enorme, por razones de costo operativo se prefirió hacer lo más barato: botarlos en fosas comunes clandestinas.

Oficialmente, por tanto, no había responsables. Era como que no hubiese sucedido. De todos modos, hoy, ya varios años después de terminada la guerra, la realización de exhumaciones ha dado como resultado el hallazgo de una buena cantidad de restos de personas desaparecidas, lo cual indica que sí hubo planes bien trazados para llevar adelante esa política de muerte. Las autoridades estatales, aunque lo nieguen, sabían todo.

Ante esta absoluta y cerrada secretividad, ante tamaña política de impunidad, es muy difícil realizar una búsqueda efectiva de esos miles de cuerpos desaparecidos. Lo fue en el momento mismo en que sucedían los hechos, cuando arrecia la represión entre fines de los 70 y comienzos de los 80 del siglo pasado y lo sigue siendo ahora. El Archivo Histórico de la Policía Nacional es un instrumento útil en esta búsqueda, pero no garantiza resultados contundentes, aunque posibilita hacer importantes seguimientos.

En mayo de 1999, apareció el denominado Diario Militar, importantísimo eslabón para conocer los patrones y las dinámicas existentes al interior de un centro clandestino de detención. A partir del contenido del Diario, se sabe que existían registros pormenorizados de la captura de los desaparecidos, de su destino y había un control detallado de su afiliación política. También se indica que se les mantenía vivos por poco tiempo y registra (por medio de códigos) las diferentes causas de muerte. «Se fue con Pancho», «Le dieron agua», los códigos «300» o «120V» eran sinónimo de «capturado, asesinado». En relación con los pocos sobrevivientes, indica que algunos fueron trasladados a bases militares del interior de la República y a otros centros de detención clandestina. Curiosamente, según el Diario, solo se consigna haber dado seguimiento a algunas personas que fueron liberadas. La CEH afirma que:

[L]os cadáveres de las víctimas eran arrojados a ríos, lagos, al mar, sepultados en cementerios clandestinos, o se les desfiguraba para impedir su identificación, mutilando sus partes, arrojándoles ácidos, quemando o enterrando los cuerpos o sus despojos (CEH, 1998, p. 217).

Dentro del Diario se llega a realizar la afirmación siguiente:

Los crematorios y cementerios clandestinos eran por lo tanto parte integrante de los centros de interrogatorio, en la medida que era preciso deshacerse de las personas torturadas y posteriormente ejecutadas. La disposición de cadáveres, sobre todo en la escala masiva en que se mataba, era una medida de seguridad de contrainsurgencia para tratar de evitar que se conociesen los suplicios y asesinatos realizados en los centros de interrogatorio (CEH, 1998, p. 220).

En la ciudad de Guatemala, el cementerio (público) La Verbena ha cumplido desde hace largo tiempo la tarea de enterrar a las personas no identificadas. Al día de hoy se estima en varios miles la cantidad de desaparecidos enterrados como desconocidos, o XX. Buena parte de esos cuerpos podría corresponder a los desaparecidos de décadas atrás. La recuperación de la memoria histórica, posible de hacerse a partir del Archivo Histórico de la Policía Nacional, podría indicarnos que La Verbena fue el destino final de muchas de las personas que se siguen buscando. Según los estudios que ha realizado uno de los equipos de antropología forense, la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), se podría pensar que muchas de las personas desaparecidas fueron enterradas también en distintos cementerios municipales.

Si bien hace años que existen denuncias de las desapariciones y varias organizaciones de familiares de víctimas y defensoras de los derechos humanos vienen trabajando en el esclarecimiento de qué pasó, la política contrainsurgente que llevó a cabo el Estado ha buscado —y sigue buscando— la mayor de las secretividades en el asunto, por lo que esa búsqueda se entorpece, cuando no queda prácticamente bloqueada. Las investigaciones antropológico-forenses pueden ser una inestimable ayuda en la iniciativa.

Observaciones finales

• Para la sociedad tiene un valor altamente reparador el juicio (emblemático si se quiere) de algún o algunos responsables de tanto sufrimiento. Enjuiciar limpiamente —ya se hizo en el año 2013— y condenar a una figura icónica de los planes represivos del Estado, como el general José Efraín Ríos Montt, lejos de ser una «venganza» política, como pretenden algunos sectores de pensamiento conservador, puede volver a dar credibilidad a la institucionalidad estatal y al sistema de justicia, a la par que funciona a manera de reparación y dignificación de las víctimas civiles de la guerra interna.

• No se debe olvidar que la desaparición forzada respondió a una estrategia estatal perfectamente organizada. Más aún, obedeció a un plan continental donde los patrones de actuación se repitieron en todos los países del área con casi similar organización. Esto permite concluir que no se trató de algo solo coyuntural y reactivo, sino que fue un plan bien orquestado que buscó efectos profundos a largo plazo: el Plan Cóndor orquestado y dirigido por la CIA.

• Debe quedar claro que los ejecutores directos (altos oficiales del ejército nacional) tienen una alta cuota de responsabilidad en lo sucedido, pero que con ellos no termina el problema; se deben conocer los actores intelectuales del Estado para enjuiciarlos y castigarlos por las atrocidades cometidas durante la guerra interna.

• Se debe asumir que los desaparecidos fueron asesinados, ajusticiados en forma ilegal. Todas las hipótesis que se puedan tejer sobre los desaparecidos llevan a lo mismo: no fueron mantenidos con vida. Sería prácticamente imposible que estén hoy aún en situación de detención clandestina, tampoco están en el exilio fuera del país.

• Debe realizarse una apertura de archivos. La secretividad que marcó todo este capítulo de la historia nacional no ha desaparecido. La falta de registros y testigos hace que la búsqueda de los desaparecidos siga siendo tremendamente problemática, existen muy pocos archivos que puedan ayudar en la tarea; el de la Policía Nacional es el más organizado, aportando valiosas informaciones, pero no resuelve todos los casos.

• Ya que existe una polaridad absoluta que aleja toda posibilidad de procesos reconciliatorios en el seno de la sociedad, una vía posible para comenzar a cambiarla es ofrecer una amnistía general a quienes llevaron adelante las políticas represivas a cambio de información precisa sobre el paradero de los desaparecidos. Puede ser un importante camino para explorar vías novedosas que reduzcan un poco la conflictividad social presente o, al menos, que reduzcan los niveles de dolor que siguen padeciendo los sectores más afectados por el conflicto armado.

• Aunque quizá se vaya tornando cada vez más difícil seguir encontrando pistas concretas que lleven a resolver casos de desapariciones forzadas en forma terminante y aunque sea relativamente poco lo que pueda identificarse en las fosas clandestinas que se exhumen, es siempre útil mantener estas búsquedas, porque ello alimenta una memoria histórica que no se debe dejar morir, en el entendido que «olvidar la historia abre la posibilidad de repetirla».

Notas

Archivo Histórico de la Policía Nacional. (2010). La Policía Nacional y sus estructuras. Guatemala: AHPN.
Comisión para el Esclarecimiento Histórico. (1998). Guatemala. Memoria del silencio. Guatemala: CEH.
De Villagrán, M. (2004). La desaparición forzada. Una aproximación desde la psicosociología. Guatemala: USAC.
Fundación de Antropología Forense de Guatemala. (2010). Propuesta de investigación del destino final de víctimas de desaparición forzada en Guatemala. Guatemala: FAFG.
Secretaría de la Paz. (2011). La autenticidad del Diario Militar a la luz de los documentos históricos de la Policía Nacional. Guatemala: Archivos de la Paz / SEPAZ.