El ser humano es perfectamente natural y la naturaleza es una red compacta de causas múltiples y variadas. Así, la interioridad de la persona, la conciencia, su supuesto libre albedrío absoluto, no son excepciones a las relaciones causales múltiples y variadas que determinan todas las entidades y todos los procesos naturales. Defino la libertad personal como una necesidad causal interiorizada. Somos esa necesidad interiorizada. Nos identificamos a ella. Para que haya libertad absoluta tendría que existir un espíritu extra-natural, inmaterial, pero esos son términos vacíos, puramente negativos. Con ellos nada positivo se puede construir: se sabe lo que se quiere negar, pero no se tiene idea de lo que se quiere afirmar. Nuestra acción es la manifestación de lo que somos, y por eso sentimos que hacemos lo que queremos. La piedra, si fuera consciente, no habría esperado la aparición de la física para tener la impresión de caer libremente, y la hormiga, si pensara, tendría la impresión de elegir libremente su camino hacia el veneno que la matará.
Desde el punto de vista del naturalismo integral — «integral» porque lo vivo, lo psíquico y lo social es también natural y no solo lo fisicoquímico — la libertad absoluta es una falsa representación. Solo una apariencia. Lo que existe, decía, es una necesidad interiorizada, y el sentimiento de libre arbitrio y sus consecuencias como la responsabilidad o la idea de mérito individual personal, son astucias de la evolución biológica para contribuir a la preservación de la sociedad y de la especie. Se aísla al asesino no porque sea responsable de su acto, sino porque atenta contra la supervivencia de la sociedad. Como todo lo vivo, la sociedad está determinada por la causa final suprema, el conatus, es decir por la enigmática necesidad de seguir existiendo y de la mejor manera.
Si hubiera libertad absoluta, si las decisiones del ser humano no estuvieran determinadas causalmente, las ciencias humanas no tendrían razón de ser, porque entender un comportamiento significa captar la necesidad causal que lo determina. Y de manera universal, si la naturaleza no fuera un tejido compacto de causas múltiples y variadas, nada sería comprensible porque el entendimiento descansa, la pregunta por qué ya no se itera cuando se descubre una necesidad causal.
La organización jerárquica sin la cual un organismo no existe supone el control de los componentes por parte de algunas estructuras las cuales, en la colección de elementos, adquieren un rol especial de autoridad. Piénsese por ejemplo en el rol del ADN. Este control autoritario significa la supresión de los grados de libertad de los componentes dejando actuar solo aquellos útiles a la mantención del organismo: es una búsqueda de optimización. Luego la decisión llamada libre en vistas de un objetivo supone también tanto el control de lo pertinente como la supresión de las posibilidades hasta dejar finalmente solo una, la óptima, lo decidido. Ahora bien, para entender la optimización tanto en la organización como en la decisión se tienen una serie de conceptos claros y útiles.
En efecto, la física matemática no está desprovista de herramientas y entre ellas quisiera referirme al principio de mínima acción. La idea de base es antigua. El principio de la mínima acción precisa la lex parsimoniæ, la intuición aristotélica según la cual la naturaleza, económica, inteligente, no hace nada en vano. Los antiguos, que sabían pensar, suponían que los hechos matemáticos como las figuras óptimas significan una necesidad explicativa de los procesos naturales. Y, por el hecho de llegar a una necesidad, ya no tiene sentido, como lo anoté antes, iterar la pregunta por qué.
Lo que en un movimiento se economiza, en virtud de las ecuaciones de la dinámica, es una magnitud llamada acción que los iniciadores — Maupertuis, Euler, Lagrange — concibieron como la masa por la distancia por la velocidad. Recordemos brevemente que todo cuerpo que se desplaza tiene una energía cinética y una energía potencial. La energía cinética es la energía de movimiento y la energía potencial es la energía acumulada como consecuencia de su posición, de su forma o de su estado, lo que incluye la energía gravitacional, eléctrica, nuclear y química. En cada punto de una trayectoria hay una diferencia entre la energía cinética y la energía potencial. La acción es la suma de estas diferencias, lo que se integra con respecto al tiempo entre el instante inicial y el instante final.
Se constata muchas veces que los sistemas naturales, parsimoniosos, utilizan al máximo la energía potencial, la energía acumulada. El principio de mínima acción generaliza esta tendencia y estipula que los sistemas, en sus movimientos, tienden a minimizar la acción, a gastar la menor energía. Este principio contribuye al control de la organización de la interioridad optimizándola y, como lo indiqué, restringiendo así el número de posibilidades de la acción de las entidades. El hilo de agua que desciende un montículo está en contacto con el terreno, lo toca, deja trazas de las tentativas abortadas cada vez que una necesidad mayor lo desvía de su camino: solo la necesidad limita la necesidad. El hilo de agua sigue el mejor camino, aquel donde utiliza de la mejor manera posible todos los elementos pertinentes tales como las propiedades del agua, la fuerza de gravitación, las características del relieve, etc. Así, para toda evolución, no hay en realidad sino una trayectoria posible, aquella que efectivamente se sigue y que es comparable a otros caminos matemáticamente concebidos gracias a la abstracción simbólica.
Imaginemos ahora, analógicamente, al ser humano en el lugar del hilo de agua. Nuestra acción, como el comportamiento del hilo de agua — no podría ser de otra manera — sigue las leyes de la naturaleza. Como él, intentamos desarrollarnos de la mejor manera posible dada nuestra constitución particular, y para tomar una decisión recurrimos al mejor conocimiento, es decir al conocimiento de causas. Por eso una persona inteligente y razonable, antes de decidir, intenta aumentar su conocimiento del campo al que pertenece la decisión, y si consigue completarlo, se convence de que una sola decisión se impone. El libre arbitrio de indiferencia, en conocimiento de causa, desaparece: como para el hilo de agua, había finalmente una sola trayectoria, el camino óptimo, aquel que le permitía ir lo más lejos dadas su energía y el orden causal del entorno.
Desde los comienzos del cálculo de variaciones los matemáticos aplicados y los ingenieros no han dejado de sorprenderse por el hecho de que en los seres vivos la búsqueda de valores extremos, tanto en la constitución interna como en el comportamiento, está inscrita de manera inconsciente, lo que se observa también en la operación de otros principios de la mecánica, por ejemplo en el rol de los mecanismos de control en la homeostasis. Los calculadores dicen: «si quiere construir un túnel, mire a las hormigas; si quiere desplazarse desde un punto a otro en un terreno lleno de obstáculos con desnivelamientos, árboles, charcos de agua, etc. mire el recorrido de su perro determinado por su instinto y por su motivación». Se sigue que las categorías del mecanicismo actual repensado están inscritas en nuestro esqueleto, en nuestra motricidad y en el cerebro. La diferencia con el mecanicismo clásico es precisamente que el mecanicismo actual, renovado, tiene categorías para concebir no solo causas motrices, eficaces, sino para concebir también la tendencia hacia un objetivo final predeterminado de naturaleza puramente mecánica como ocurre en los sistemas servo-mecánicos, en las técnicas de mando, de control, técnicas teleonómicas aplicables también a la cibernética de los organismos vivos.
La mente, esta potencia intelectual del alma, percibiendo la naturaleza desde el interior, se da cuenta de que ella la engendró y que le permite desarrollarse con los mismos mecanismos que ella emplea en el resto de sus obras.