Antes de conocer el concepto teórico, pude observar el fenómeno real: cuando tenía apenas 19 años trabajé en la construcción de un grupo de casas DFL 2 en calle Tomás Moro, en Las Condes. Corría el año 1967…
Entre mis funciones se contaba la de contratar obreros de distintas especialidades: excavadores, carpinteros, albañiles, enfierradores, pintores, estucadores, cerrajeros, soldadores, fontaneros (gas fitters), tejeros y otros jornaleros: la mano de obra.
Era una época en la que se construía en plan artesano. Todo era hecho a mano, no había grúas ni hormigoneras ni nada. Los enfierradores cortaban cabilla a la medida, la plegaban y estructuraban en la forma que dictaba el plano a fuerza de puro ñeque, antes de que los jornales paleasen arena, grava, cemento y agua para hacer el ‘concreto’ que otros jornales transportaban en carretilla y depositaban en los moldajes previamente fabricados por los carpinteros.
Para subir el concreto a las alturas se construían carreras de madera, rampas de dura pendiente: un jornal empujaba una carretilla hasta el lugar en que se fundía una losa, una viga o un pilar de hormigón armado. Ahora bien, una carretilla tiene una capacidad de 85 litros y el hormigón pesa 2.400 kg por m3 . Intenta calcular el peso que subía en cada ‘viaje’ el jornalero, durante ocho horas diarias, sin parar, de lunes a sábado, por un salario de mierda.
Al llegar por las mañanas, muy temprano, siempre me conmovía encontrar en el portón de la obra un nutrido grupo de obreros esperando el santo advenimiento: una plaza vacante. Si en la obra había un centenar de trabajadores, afuera esperaban otros tantos. Sin dinero para el autobús, muchos de ellos llegaban a pie desde sus lejanas poblaciones miserables, o bien de una no menos miserable callampa, como se llamaba en esa época a las chabolas o villas miseria que ahora denominan púdicamente campamentos. Callampas, porque proliferaban micósicamente como hongos.
Ese era el «ejército de reserva», contingente que tenía y tiene virtudes múltiples de cara al desarrollo del capitalismo. Como guardián del orden: cada vez que un currante protestaba por alguna razón, la respuesta era la misma: «¿Quieres irte? Afuera hay cien tipos esperando entrar». Como regulador de salarios: «¿Quieres un aumento? Afuera hay cien tipos dispuestos a trabajar por menos». Como terapia intensiva contra todo tipo de dolencias: «¿Estás enfermo? ¡Fuera! Esto no es un hospital…». Desde luego había la Inspección del Trabajo, ¿cómo no saberlo? Vi con mis propios ojos a más de algún inspector recibiendo un sobre para cerrar la boca ante cualquier reclamo.
Por si el ejército de reserva no fuese suficientemente disuasivo para los ardores reivindicativos, inventaron las «listas negras». Un día de esos, el patrón me entregó un par de hojas mecanografiadas, con una lista de currantes indeseables. Sindicalistas. Por ningún motivo debían estar en la nómina. Pero tú me conoces: unos cuantos de ellos ya estaban contratados y laburando en la obra. Esa fue mi condena: mi nombre se sumó a la larga lista de víctimas del óstrakon. Nunca más, ¿comprendes?, nunca más pude trabajar en el sector privado de la construcción en Chile. Disponer o no de un diploma, ser competente o inepto, les valía madre. «No le podemos contratar», me dijo un gerente de Neut-Latour, «ud. sabe por qué».
Si te hago el cuento es porque la prensa internacional ofrece algunas informaciones a título de advertencia planetaria: el ejército de reserva aumenta a ojos vista, y con él la presión sobre los salarios.
Mira ver el ejemplo de KPMG, una de las más notorias empresas de manipulación de balances del mundo. Su oficio consiste en revisar las cuentas de importantes empresas privadas y –a cambio de una modesta retribución– certificar que todo está claro como el agua de roca. Los servicios fiscales hacen como si creyesen y santas pascuas. Ninguna empresa de certificación de balances ha escapado a multas cifradas en cientos de millones de dólares por traficar, manipular, falsear y acomodar las cuentas: ¡cómo será el negocio!
El Wall Street Journal titula: «Más empleos en KPMG podrían perderse si sus funcionarios rehúsan una baja de salarios (en inglés: More KPMG jobs at risk if staff opt out of pay cut).
El texto del artículo lo pone meridianamente claro, translúcido, nítido, de una transparencia que encandila:
Al personal de KPMG no se le pedirá que justifique por qué rechaza una reducción de salario sin disminución de las horas de trabajo, visto que KPMG asesora otras empresas para reducir costes en medio de la recesión causada por la pandemia del coronavirus.
La firma ya eliminó 200 puestos de trabajo (…) y ahora busca el acuerdo de sus empleados para reducir sus salarios en un 20% entre mayo y agosto, lo que equivale a una baja anual del 7%.
El personal ya fue advertido de que hacer de la empresa un ejemplo para otras requiere que todo el personal acepte una reducción de salarios, o será necesario eliminar más puestos de trabajo.”
El razonamiento es de una dialéctica impecable, prístina, irredargüible: a) queremos ganar más dinero o no ganar menos que hasta ahora b) para eso es necesario bajar los salarios o eliminar tu puesto de trabajo c) escoge, pobre pringao.
Como hubiese dicho Lupicinio, mi patrón de la construcción: «Afuera hay cien tipos esperando, dispuestos a trabajar por menos».
Visto que en el imperio el empleo se fue a las pailas –33 millones de parados y contando– hay yanquis que se manifiestan dispuestos a trabajar por la mitad del salario usual. Cuando pienso que los salarios no se han movido desde hace 30 o 40 años… me da algo.
Lo mismo ocurre del otro lado del Atlántico. El cotidiano madrileño El País pone en portada: «La crisis golpea el futuro de los jóvenes: más paro y peores sueldos».
Cuéntame una nueva: el tema tiene precedentes. Según el propio diario:
Si eres joven y llegas al mercado laboral en plena depresión o en esta agorafóbica economía vas a sangrar. Los expertos de CaixaBank Research narran que entre 2008 y 2016 el salario medio para los trabajadores de 20 a 24 años cayó un 15% mientras quienes estaban entre los 25 y 29 años perdían el 9%.”
La cosa no para ahí:
La miseria económica prende la miseria económica. Bajos salarios ahora conducen a bajos salarios después y, finalmente, a pensiones ínfimas.
A estas alturas vuelven a la memoria las palabras de Marx:
La competencia reduce el precio de toda mercancía al mínimo de sus costos de producción. Así, el salario mínimo es el precio natural del trabajo.
En Francia, el sindicato patronal sugirió –cándidamente– que para recuperarse del efecto del coronavirus se prolongasen las horas de trabajo. Tú ya sabes, alargar el tiempo de producción de plusvalía ha sido desde siempre el leitmotiv de estos patriotas. Poco importa la forma de lograrlo: alargar la jornada diaria o bien la jornada semanal, eliminar los días festivos (con la santa anuencia de la Madre Iglesia…), reducir o eliminar las vacaciones pagadas, imponer un número mínimo de horas de trabajo anual, aumentar la edad legal de la jubilación… Poco importa el frasco si adentro está la ebriedad.
El sórdido peso del creciente ejército de reserva ya se deja sentir ominosamente, y se transforma en una herramienta al servicio del gran capital, de privilegiados enfermos de pleonexia, de insaciables tiburones.
Esa herramienta ejerce las tres funciones ya mencionadas: mantener el orden interno gracias al miedo al paro, regular los salarios a la baja mediante la exacerbada competencia de los asalariados entre sí, terapia en plan panacea contra todo tipo de enfermedades porque, no lo olvides, esto no es un hospital…(de todos modos un currante no puede ni siquiera pagarse una consulta médica, ni darse el lujo de perder la chamba en razón de una dolencia).
Nunca como ahora el aforismo que dice «toda crisis es una oportunidad de negocio» ha reflejado tan crudamente la realidad que viven miles de millones de seres humanos.
Tiempo más tarde, ya en la puta calle, despedido para siempre de la construcción, leí a Marx y Engels y me topé con la noción relativa al «ejercito de reserva». No fue necesario que me la explicaran con manzanitas…