Poéticas de la democracia. Imágenes y contraimágenes de la Transición tiene su origen en la investigación emprendida en 2008 por el departamento de Colecciones del Museo Reina Sofia, con el objetivo de reivindicar las experiencias artísticas excluidas del discurso institucional de la historia del arte español de la década de 1970. Este cambio de perspectiva se ha ido traduciendo en nuevas narraciones y procesos de patrimonialización de materiales que, unidos a una recuperación de lo político —fundamental en la España de esos años—, permiten evocar acontecimientos en los que diversos artistas (y los soportes y medios que utilizaron), abandonando su estudio, participaron en comunidad y llevaron su obra más allá de la objetualidad.
Con esta exposición, que pone el acento en lo participativo, reivindicativo y colectivo, el Museo da visibilidad a este proceso de investigación que ha llevado a cabo durante una década, rememorando un periodo en el cual, junto a las demandas civiles en favor de las libertades democráticas, la justicia social y el autogobierno, surge una nueva estética vinculada a prácticas culturales innovadoras que buscan subvertir el orden franquista y los diseños institucionales que tratan de heredarlo.
En este contexto, el relato de la exposición se inicia con un caso de estudio contrapuesto a esos procesos de emergencia de una cultura juvenil y ciudadana de voluntad autónoma: la Bienal de Venecia de 1976, un acontecimiento artístico —cuya transcendía política no ha sido lo suficientemente estudiada— que encierra un discurso cerrado y representativo del arte antifranquista del momento. Las vicisitudes, conflictos, diálogos y articulaciones teóricas que se sucedieron dentro y fuera de España durante la organización de la Bienal, bien pueden funcionar como metáfora de una época convulsa para la historia española: la transición de una dictadura militar de 40 años de duración a una democracia. Este periodo, que suele ser considerado por los historiadores como un momento marcado por el consenso, aparece sin embargo atravesado por numerosos desafíos, desencuentros y contradicciones, los cuales acompañarán a la nueva oficialidad institucional, que comienza a configurarse en paralelo a aquella Bienal.
Tras varios años de fuerte crisis de identidad, los nuevos responsables de la Bienal de Venecia intentaron dotar de una personalidad renovada al evento, convirtiéndolo en un instrumento de lucha antifascista. La muestra veneciana de 1974 había dedicado un homenaje a la resistencia chilena contra Pinochet, por lo que convocar a la España del tardofranquismo en la siguiente edición resultaba coherente. Para materializar el proyecto, su director, Carlo Ripa di Meana, encargó a un comité de expertos el comisariado y organización de una muestra. La que fue llamada “comisión de los 10” —liderada por Tomás Llorens y Valeriano Bozal e integrada por Oriol Bohigas, Alberto Corazón, Manuel García, Agustín Ibarrola, Antonio Saura, Rafael Solbes, Antoni Tàpies y Manuel Valdés— se conformó, en parte, gracias al apoyo del pintor Eduardo Arroyo, residente en Italia y miembro de la Comisión de Artes Visuales de la Bienal de Venecia. Con Franco todavía vivo, la comisión de los 10 solicitó que el Pabellón español oficial permaneciese cerrado, firmando así una inédita declaración de intenciones por parte de los comisarios y la insitucionalidad italiana, que enunciara esta bienal española como “no oficial” y antifranquista.
El comité de comisarios ideó una muestra militante de izquierdas bajo el lema España. Vanguardia artística y realidad social (1936-1976), con la que pretendían transformar el relato histórico oficial construido por 40 años de dictadura. Uno de los puntos fuertes de la tesis de la muestra, que cronológicamente se remontaba a la Segunda República, giró en torno a la redención de la memoria de los “vencidos” o “ausentes” y tuvo como símbolo el grupo de artistas vinculados al Pabellón español de la Exposición Internacional de París de 1937 (Picasso, Calder, Renau, etc.). Otro de sus principales objetivos fue resignificar una vanguardia de izquierdas que había sido desactivada durante el franquismo y manipulada por el Régimen, como hizo con el movimiento informalista, para exportar una imagen de modernidad en el exterior. Se trataba, en definitiva, de actualizar la noción de vanguardia en España, y de darle un sesgo sociológico y marxista, vinculado a la lucha de clases y en total oposición al formalismo clásico.
Las últimas ejecuciones del Régimen y la muerte del dictador cambiaron la naturaleza del evento expositivo. El periodo histórico que se abría impulsó la configuración de una relación entre arte y política diferente, así como la aparición de nuevos agentes implicados. El proyecto de Llorens y su equipo dejaba fuera de la muestra a numerosos artistas, muy conocidos en el momento, pero incluía a los propios artistas organizadores, lo que desató una tormenta de críticas tanto a nivel nacional como internacional. La selección podía interpretarse como una forma de medir el grado de antifranquismo de unos artistas frente a otros, y la urgencia del momento despertó los recelos de la mayoría. Asociaciones de artistas, en especial aquellos que representaban los intereses de los diversos nacionalismos, provocaron algunas de las protestas más sonadas, con la consiguiente retirada de obras, entre otros, de Chillida y Oteiza, quienes habían aceptado la invitación previamente.
En Italia, artistas y críticos de enorme resonancia como Emilio Vedova, Luigi Nono o Giulio Carlo Argan, vinculados al Partido Comunista Italiano, exigieron a la institución que dirigía Ripa di Meana que diera voz en el proyecto a tres compañeros, defensores de la causa democrática y de sobrado reconocimiento crítico internacional: Vicente Aguilera Cerni, José María Moreno Galván y Rafael Alberti, quienes fueron finalmente invitados a realizar una propuesta de exposición paralela. Esta segunda opción, de carácter interdisciplinar y generalista, no llegó a materializarse, pero puso en el centro del debate varias de las contradicciones que acompañaron a la cultura transicional: la noción de “reconciliación nacional” defendida por una parte de la izquierda desde la década de los cincuenta y convertida en uno de los lemas de la Transición; o la dificultad para conciliar la idea de España como nación única, frente a las sensibilidades de los diversos nacionalismos peninsulares.
Lo que sí fue tomado del proyecto Cerni-Galván-Alberti, fue la necesidad de integrar otras manifestaciones artísticas más allá del arte objetual, programándose un amplio y complejo programa paralelo que incluía música, como la de Cristóbal Halffter, cine, poesía y representaciones teatrales de varias compañías como Els Joglars o Tábano. A lo que se unía la necesidad de potenciar la presencia de artistas vascos, quienes contaron con un pequeño espacio diferenciado. De este modo, también se vio paliada —con la inclusión de la Compañía de Nuria Espert o de la cantautora Rosa León—, aunque muy moderadamente, la ausencia de mujeres en la lista de artistas participantes, paradójicamente, en un momento en que el feminismo en España estaba tomando una posición destacada dentro de los movimientos sociales.
Es también el momento en el que, en línea con el underground norteamericano y el largo ciclo sesentayochista europeo, está emergiendo una contracultura juvenil y ciudadana, emancipada de las instituciones franquistas, de la sociedad de masas y del capitalismo, cuyas prácticas y formas de vida revelan una crítica a las narrativas triunfales de la restauración monárquica. Asimismo, cuestionan el lugar y las funciones de las instituciones existentes y de los dispositivos ideológicos que las sostienen, de la familia a la cárcel, de la escuela al ejército, de la iglesia a la fábrica y del partido a la psiquiatría o a la sociedad de consumo.
Las nuevas formas de organización de la sociedad civil (asociaciones vecinales, agrupaciones de barrio, movimientos soberanistas, feministas, ecologistas y pacifistas, etcétera) dan lugar a nuevas prácticas estéticas contraculturales que proporcionan lenguajes y estrategias comunicativas a estos espacios. La contracultura funciona de este modo como una red de información alternativa basada en medios de comunicación paralelos –revistas como Ajoblanco o Vindicación Feminista, fanzines, radios libres, pintadas, documentales, adhesivos, murales, performances, détournements–, y gracias también al cine militante de grupos como Colectivo de Cine de Clase o Colectivo de Cine de Madrid y de fotoperiodistas como Anna Turbau o Pilar Aymerich. Es una red que se expande por bares, festivales, pisos francos y ateneos, atravesando barrios, plazas y espacios naturales, para transformar las relaciones entre lo privado y lo público, y reclamar el derecho colectivo a la ciudad.
La poesía, la música, el teatro independiente, el cómic, los collages, pero también la ficción, el cine y las artes plásticas, suponen privilegiados vehículos para la exploración de las ansiedades y esperanzas propias de este periodo, de quiebra de las masculinidades franquistas, desbordamientos feministas, crisis del nacional-catolicismo y pregunta por los límites de la (a)normalidad democrática. Las nuevas estéticas de la contracultura, de carácter autónomo, desregulado, efímero y popular, sostienen de esta forma la posibilidad de un espacio de ruptura e insumisión en el horizonte postfranquista, lejos a la vez de los consensos constitucionales y de las tentaciones involucionistas y comprometido con la idea de una ruptura estética y moral, desde la unión entre política y placer.