Ocho de marzo. La reflexión obliga a hacer algo más que asistir a la marcha. Es emocionante ver a tantas mujeres (y cada vez más hombres) reclamando el fin de todas las brechas injustas, pero a veces me entristece que nos pongamos el pin del Feminismo con tanta ligereza.
En pocos años, en España, como en otros muchos lugares del mundo, hemos pasado de la denostación del término «feminismo» — que siempre encontró violentos contrincantes en los pliegues del patriarcado — a su utilización por las neoliberales, las monárquicas, las católicas, las empresas que maltratan al medio ambiente o a sus trabajadoras, los partidos políticos liderados por hombres o las asociaciones que defienden la igualdad de oportunidades exclusivamente entre las clases dominantes.
Si se trata de vender más, ganar votos o prosélitos, parece que todo el mundo se suma al purple washing sin complejos y sin cuestionar estructuras patriarcales necesitadas de revisiones transformadoras. ¿O es que ahora instituciones como la monarquía, que ha basado su legitimidad histórica en principios antidemocráticos, se va a convertir en feminista paseando a dos niñas? «Uno de los descubrimientos profundos del movimiento feminista» escribió Adrienne Rich, «ha sido ver lo diversionista y finalmente destructivo que es el mito de la mujer especial».
Otro ejemplo que circula estos días en los medios de comunicación tiene como protagonistas a un grupo de católicas autodenominadas feministas que bajo el lema «hasta que la igualdad sea una costumbre» están reivindicando el papel de la mujer en la Iglesia católica. ¿Pero de veras creen que dejará de ser la institución misógina y machista que siempre ha demostrado ser cambiando el lenguaje no sexista de las homilías, compartiendo el trabajo de limpieza o participando en las actividades litúrgicas?
El feminismo vaut bien plus qu'une messe. El feminismo es un terremoto que cuestiona un sistema edificado sobre la negación de oportunidades para las mujeres. Es serio, por lo tanto, que requiera poner fin a los relatos que cimentan la fe machista, de donde emana toda la carga simbólica que otorga a los hombres la llave del poder. Tenemos un dios-padre y un dios-hijo superpoderosos al lado de vírgenes a las que ni siquiera se les concede la prebenda del disfrute sexual.
Pero la Iglesia católica no es la única institución que ha apuntalado desde sus cimientos al patriarcado. Por eso Nancy Fraser también señala al capitalismo neoliberal y propone cambios acuciantes en nuestra relación con la naturaleza; en las democracias rehenes de las oligarquías y en la relación entre producción y reproducción, trabajo asalariado y vida familiar. Como recuerda Silvia Federici cuando analiza el vínculo entre patriarcado y capitalismo, el relato del movimiento obrero sería muy diferente si se hubiera construido desde lo que acontecía en las cocinas o dormitorios.
Invito a que todas reflexionemos sobre el trabajo que día a día erosiona las relaciones de poder asentadas en un sistema que siempre nos perjudicó, utilizándonos como mano de obra gratuita o precaria. Ha sido un relato con demasiados olvidos en la garantía de nuestros derechos en pie de igualdad y no se trata de que ahora banalicemos al feminismo acudiendo a las manifestaciones con pelucas y utensilios fabricados bajo condiciones de explotación laboral o del medio ambiente.
No dejemos que nuestra causa, que tantos esfuerzos y sacrificios ha conllevado, sea comercializada o apropiada por un pseudofeminismo descafeinado que refuerza, con su obra u omisión, los marcos del patriarcado.
No habrá feminismo hasta que no nos atrevamos a negar a las vírgenes, a las reinas y disentir con un sistema neoliberal que agrede a las mujeres y al Planeta.