Para aquel joven provinciano, de apenas veinte años, París, con su grandeza y complejidad, podría haberle causado temor y aprensión, pero sucedió exactamente lo contrario. Se sentía eufórico, exultante y lleno de confianza en sí mismo. Estaba dispuesto a triunfar y nada lo detendría. Un año atrás, trabajando en las afueras de la ciudad de Lyon como asistente del farmacéutico, en sus horas libres había escrito un vaudeville que denominó La rose du Rhone, el cual había logrado un éxito relativo. Estaba seguro de su vocación y sería escritor, como su ídolo Víctor Hugo, cuya obra Hernani admiraba sobre todas las cosas. Le encantaba la comedia y cuando podía asistía al Theatre des celestins o al gran Teatro de Lyon. Ahora en la capital francesa llevaba bajo el brazo su última obra que debería darle la fama que merecía, un drama en cinco actos que tituló Arthur de Bretagne. Sonrió para sus adentros y decidió continuar con sus propósitos. De antemano sabía a quién dirigirse. En Lyon había conseguido una carta de presentación para un conocido crítico de arte, de nombre Saint-Marc Girardin. Esa sería su llave del éxito. En cuanto pudo consiguió una cita para verlo personalmente. La entrevista fue breve y cortante. El crítico se enteró de los propósitos del joven procedente del interior del país y accedió a leer el manuscrito. Se despidió cortesmente y quedaron de verse nuevamente una semana después.
De regreso a la pensión en que se hospedaba, el aspirante a escritor recostado en su cama pudo repasar su breve hasta entonces existencia. Había nacido un 12 de julio de 1813 en el pequeño pueblo de Saint Julien, muy cerca de Villefranche, a unos 40 kilómetros de Lyon. Su modesta casa había quedado incrustada en su retina,«sobre una colina en un mar de viñas». Sus padres eran campesinos de la zona de Beaujolais. Al principio había cursado estudios con los jesuitas de su escuela parroquial y luego, los había continuado también con este mismo tipo de religiosos en el colegio de Villefranche y por último, en el de Thoissey. Por carencias económicas de sus progenitores no pudo continuar estudios superiores y le tocó ponerse a trabajar como asistente en una farmacia. No guardaba malos recuerdos de ese año, pese a que fue despedido, precisamente por encontrarlo el boticario redactando una de sus obras literarias primigenias. Había establecido contacto por vez primera con sustancias y fórmulas químicas, incluyendo venenos, habiéndole interesado el procesamiento acrítico e informal de preparados, algunos sumamente antiguos como la famosa teriaca o la fórmula de su jefe que denominaba la «triaca magna». Había sido su primer acercamiento a la «ciencia» y no dejó de gustarle.
Llegó el momento crucial de su existencia. Nuevamente estaba de frente ante el renombrado crítico Girardin. Cuando observó su rostro extremadamente grave, intuyó que nada bueno le diría. Sus palabras le cayeron como un mazazo sobre la cabeza. «Lo siento joven», le dijo posando su mano sobre su hombro. «Su obra no tiene valor literario. El mejor consejo que puedo darle es que cambie de oficio o de profesión. Estudie medicina y dedíquese a escribir en sus horas libres. Estoy seguro que tendrá mucho mejor porvenir».
Muchas décadas después, cuando ambas personas coincidieron en un palco en la Comedie Françoise (Joaquín Callabad), Saint-Marc Giradin le estrechó la mano y le dijo sonriente: «No me equivoqué con usted, Monsieur, no hay duda que acerté en el consejo que le di». Claude Bernard asintió gravemente pero alcanzó a decirle, casi como un susurro: «pero cierto es que su opinión me causó inmenso dolor».
Sus primeros años
En 1834 dirigió sus pasos para inscribirse en la Facultad de Medicina de París. Entre todo el profesorado de esa época, mantuvo una afinidad muy especial con François Magendie, quien aparte de impartir lecciones de fisiología, practicaba investigaciones y experimentos con animales, procurando involucrar en ellos a sus estudiantes. Como alumno asiste a clases magistrales, sesiones de disección anatómica y aprende a realizar autopsias, pero no logra descollar dentro del grupo. Apenas obtiene el puesto 26 entre 29 alumnos (Marco Villanueva). La enseñanza de la medicina estaba basada en la clínica, y la experimentación prácticamente ausente. Francia, para esa época gozaba de excelentes clínicos, pero ni aún así, eso llamó la atención de Bernard. No estaba convencido de la eficacia de los tratamientos ni de las teorías para explicar las enfermedades. Entra a continuación de interno en el Hotel-Dieu y se convierte en ayudante de Magendie.
Esta fue una época muy especial ya que de él aprendió, no solamente la técnica de la experimentación en animales, sino también a tener un espíritu crítico y escéptico en la investigación científica, para lograr descubrimientos de la fisiología humana. Pero ya en ese entonces, mostraba desacuerdo con algunas ideas de su mentor, puesto que su pensamiento epistemológico era más profundo.
En el año 1841 y hasta el 44, es nombrado preparador de Magendie en el Collège de France. De esa etapa, surgen sus primeros trabajos científicos que llaman la atención del mundo médico. Su tesis para lograr el título de médico llevó por título El papel del jugo gástrico y las transformaciones de los glúcidos en el animal y su absorción en el organismo. Sin embargo, algunas de sus conclusiones resultan erradas, por ejemplo, al asegurar que el principal componente de dicho jugo era el ácido láctico. Luego supo rectificar y escribir que era el ácido clorhídrico. Estos obstáculos le cierran la puerta para lograr el puesto de profesor adjunto de la Facultad de Medicina y para pertenecer a la Academia de Medicina (Ana Cecilia Rodríguez de Romo). Surgen, además, algunas desavenencias con el profesor Magendie y decide retirarse de su cargo en el Collège. Al quedarse sin recurso económicos, no le queda otra opción sino irse a su pueblo para ejercer como médico. Es un momento crítico en su vida. Implica alejarse de su amada profesión de investigador científico y probablemente más nunca recuperarla. Es entonces cuando su amigo, Théophile Jules Pelouze le asoma una solución que le permitirá quedarse París. Conoce al Dr. Henri Martin, rico facultativo que tiene una hija casadera. Cree posible arreglar un matrimonio de conveniencia. Claude Bernard se ve forzado a aceptar la propuesta y el matrimonio se realiza sin contratiempos. El Dr. Martin otorga una dote de 75.000 francos más una renta anual de 5.000 francos. El investigador asegura su permanencia en París y la continuidad de su labor, pero a un costo extremadamente elevado. Sacrifica su felicidad y la de su esposa, de nombre Françoise Marie Martin (más conocida como Fanny), ya que ese matrimonio jamás será feliz.
Los años de gloria
En esos años finales de la década de los cuarenta se le nombra suplente del profesor Magendie en el Collège de France y participa en muchas organizaciones científicas como la sociedad de fisiología y de filomática. Además, publica investigaciones que le otorgan reconocimiento y fama como el descubrimiento de la enzima lipasa pancreática, que permite explicar el funcionamiento del páncreas y de las grasas provenientes de la dieta. En 1850 dilucidó el mecanismo de la glucogénesis que no es otra cosa que la producción de glucógeno por el hígado, el cual ha de una sufrir una degradación para transformase en glucosa en la sangre. Hace ver al mundo que el hígado es una fábrica de glucosa y no meramente un ente acumulador de esta sustancia.
Esta investigación le permitió obtener el doctorado en ciencias naturales, y rebatir viejas teorías como las de Bichat y la de Lavoisier. Explicó también otros procesos metabólicos como la glucogénesis extrahepática, la gluconeogénesis y la formación de ácido láctico.
Al morir Magendie se le nombra en su cargo en el Collège. Al poco tiempo, se abre para Claude Barnard una cátedra en la Sorbona, permitiéndole cubrir ambos puestos a la vez, aunque aclara que su función principal es «hacer ciencia» y no la que se trasmite, o mejor dicho, en sus propias palabras, «prefiero la ciencia que se hace y no la ciencia hecha».
Y de facto continuó haciendo descubrimientos científicos. Desde su época de asistente de un farmacéutico, mostró interés por los venenos, de tal manera que cuando su gran amigo Peluze le entrego unas flechas impregnadas con curare, que como se sabe, cuando son utilizadas por los indígenas amazónicos, inmovilizan a los animales heridos por ellas, Bernard pudo descubrir que la acción se producía por parálisis de los músculos, que en el caso de los respiratorios, conducía a la muerte por asfixia, lo que le permitió intuir la existencia de la placa neuromuscular. Tiempo después demostró que, si el animal recibía asistencia respiratoria artificial, el efecto del curare terminaba y los músculos volvían a la normalidad. De esta explicación surgió posteriormente el uso del curare como relajante muscular para tratar el tétanos, la epilepsia severa y su aplicación en cirugía abdominal. También hizo en este campo descubrimientos importantes como el desplazamiento del oxígeno de los eritrocitos por parte del monóxido de carbono y de igual manera.
Claude Bernard realizó numerosos descubrimientos importantes en el sistema nervioso. Tal fue el caso del sistema vasomotor, con sus nervios dilatadores y constrictores, y la noción de equilibrio fisiológico entre dos inervaciones antagonistas. Describió el síndrome ocular que lleva en parte su nombre: el síndrome de Claude Bernard-Horner. Escaparía a la extensión permitida para este artículo, enumerar y detallar todos los grandes descubrimientos científicos que hizo este genial médico francés.
El pensador, el teórico
Sus trabajos experimentales le permitieron establecer para una vida sana y libre, el equilibrio o constancia del medio interno (milieu interieur), una relación armónica de células, tejidos y órganos internos, con las influencias del exterior, ideas éstas que años después iban a ser reforzadas y cambiadas de nombre (homeostasis) por Walter B Canon.
En 1865 publica su famoso libro Introducción al estudio al estudio de la medicina experimental, que consolida su fama y le permite la entrada a la Academia Francesa. Es el fisiólogo más importante no solamente de Francia, sino de toda Europa. En su libro proclama la preeminencia de los principios y métodos que deben regir la investigación científica, en la que se debe basar toda ciencia verdadera. Sin ella «no hay certidumbre ni seguridad en la verdad» (Ruiza M, Fernández T, Tamaro E.) Agrega que todo practicante del método experimental requiere para tener éxito, contar con tres elementos indispensables: poseer amor o sentimiento por lo que se hace, es decir, pasión y asombro por el trabajo. En segundo lugar, raciocinio, razón para percibir, intuir, concatenar y explicar los fenómenos naturales que se van encontrando y por último, la experiencia para diseñar bien los experimentos y sacar las conclusiones pertinentes. En cuanto al experimento en sí, se desarrolla en cuatro momentos: en primer lugar, la observación de los hechos que suceden para poder determinarlo con precisión. Luego en segundo lugar procede la explicación o idea previa que a manera de hipótesis puede dar cuenta del hecho observado. En tercer lugar, el diseño del experimento a fin de probar o rechazar la hipótesis enunciada. Por último, la contraprueba que permitirá al científico ratificar la existencia de un nexo causal entre los fenómenos estudiados.
Los honores continuaron cubriéndolo en sus últimos años. Recibió la Legión de Honor y fue nombrado profesor catedrático de fisiología en un laboratorio que se construyó para él en el Museo Nacional. Poco después se le otorgó el honroso cargo de senador y en 1869, presidente de la Academia de Francia. La Real Sociedad de Londres le concedió la medalla Copley por sus aportes a la ciencia. No tardaron otros países en concederle títulos y premios honoríficos.
Como educador médico, también merece amplio reconocimiento ya que introdujo las ciencias básicas en el currículo universitario, modernizando así la enseñanza de la medicina. Quizás el elogio más grande otorgado al sabio, le fue conferido por otro hombre de ciencia de igual o superior valor, el gran Luis Pasteur, cuando antes de morir exclamó: «Bernard tenía razón, el germen no es nada, el medio lo es todo».
La persona y sus últimos años
Fue un ser sumamente inteligente, complejo, muy riguroso en su trabajo que asumía con pasión. Algunos lo han descrito como poco sociable, ególatra, egoísta, muy sensible a la crítica y hasta cruel. Otros autores lo describen como buena persona, tolerante y dispuesto a ayudar a sus jóvenes colegas. En fin de cuenta, un ser humano con fortalezas y debilidades.
Como dijimos al principio, su vida matrimonial fue desdichada. Con su esposa tuvo cuatro hijos, dos varones y dos mujeres. El primero falleció prematuramente y el segundo tiempo después. En 1869 se separaron y ella, con la ayuda de sus dos hijas, emprendieron una campaña en contra de la experimentación con animales, fundando un asilo para perros y gatos y un cementerio para animales. Estas acciones iban directamente dirigidas hacia su esposo, quien era reconocido en Europa, como el principal impulsor de dichas actividades.
La separación le afectó de sobremanera y las enfermedades hicieron que pasara varias temporadas en su lar nativo. Tuvo como compensación una amistad inesperada. Se trató de Marie-Sarah Raffalovich, una dama ruso-judía, poliglota y periodista, casada con un rico banquero, quien de manera voluntaria se convierte en su secretaria. Con ella mantiene una correspondencia cruzada por espacio de diez años y sin duda fue un gran amor platónico. Durante la enfermedad final de Bernard, lo cuidó con devoción en compañía de la hija de éste.
Claude Bernard fallece el 10 de febrero de 1878. Francia le organiza un funeral de rango nacional. Miles de personas acompañan sus restos hasta el cementerio Pere Lachaise. Como prueba de su tierna vocación de escritor, le encomienda antes de morir a un amigo suyo, que después de 5 años de su muerte, publique su Arthur de Bretagne. Añadió: «Yo hubiera querido ser artista» (J. Callabed).