La práctica de Dario Escobar se evidencia al tomar el camino que recorre el Golfo de México, entre Poza Rica y Casitas en el estado de Veracruz. Es común ver pasar por ahí caravanas compuestas por singulares ensamblajes, formadas principalmente por dos autos, dos camiones o dos autobuses escolares amarillos unidos entre sí. El vehículo de adelante hace las veces de tractor, al tiempo que el que lo sigue, a ciegas, y sobre el cual se amontonan todo tipo de utensilios y repuestos, tiene el papel pasivo de remolque.
Los extraños emparejamientos que transitan por México van directamente hacia el sur para alimentar una economía cuya producción es principalmente agraria. Guatemala recupera los vehículos que los Estados Unidos ya no quiere, y lo recicla todo. Ésta práctica inspira a Dario Escobar en su colección de defensas chocadas, en la que se dedica a hacer de lo viejo algo reluciente y llamativo, a esconder la miseria debajo de una capa de cromo que resplandece como nuevo. Las superficies iluminadas se retuercen en todas direcciones bajo la mirada ensombrecida de círculos blancos con ojeras de aceite automotriz. La presencia de aceite de motor en la obra de este artista no es nueva: en 2005, Escobar visita algunos estacionamientos de la capital guatemalteca con grandes hojas de papel inmaculado que coloca debajo de los motores de los vehículos estacionados. Poco después, recoge esos registros de fugas de máquinas usadas, y son esas formas accidentales las que enmarca y expone: el color de este aceite, inestable y sensible a la acción del aire, evolucionará con el tiempo.
En esta oportunidad, Escobar no se entrega al accidente ni al azar, sino que decide controlar las superficies aceitadas y trata de conservar, libre de toda intrusión, el blanco de las porciones de los discos que contiene cada marco. Aunque, tarde o temprano, el aceite se propagará por el papel y contaminará poco a poco estas superficies provisionalmente salvaguardadas, Dario controla sus composiciones hasta que la entropía inherente entra en acción para reírse una vez más de la perennidad de nuestros anhelos de orden y perfección. El orden y el desorden se hallan en el corazón de la obra del artista, como lo están en el centro de la política y la economía. Escobar se las ingenia para confundirlas y confundirnos. Frente a algunas de sus propuestas, ya no sabemos con certeza si lo que nos inclinábamos a tomar por orden no es, más bien, todo lo contrario. Aquí, el cromo les da una apariencia de coherencia a los objetos deformados, mientras que las composiciones con aceite, en apariencia estrictas y precisas, con el tiempo perderán su rigor.
A Escobar le gustan los objetos. Los modifica e inmoviliza en actitudes esculturales inéditas. Las posturas de ese material re-agenciado también oscilan entre el caos y la disciplina. Le gusta presentar el mismo objeto en grandes cantidades, como lo hizo en su tiempo Arman (Niza 1928 – Nueva York 2005). Este artista francés, naturalizado estadounidense, hacía esculturas a partir de un mismo objeto repetido una gran cantidad de veces, que aglutinaba, apretaba en acrílicos transparentes o aprisionaba en concreto. Y ya que abordamos el delicado registro de las posibles genealogías, me gustaría conectar las defensas dañadas por golpes recibidos en accidentes ajenos, cuyas pérdidas de revestimiento Escobar ha hecho desaparecer bajo una nueva capa de cromo brillante, con la famosa Suite milanaise del escultor César (Marsella 1921 – París 1998). En 1998, unos meses antes de fallecer, César realiza su última serie de compresiones de trece carrocerías del modelo Marea de Fiat, sometidas a las fuerzas de una prensa hidráulica. Una vez comprimidas, César manda a pintar los trece paralelepípedos con los colores de la gama de la marca italiana, y así obtiene trece esculturas monocromáticas de chapa doblada y arrugada con una cubierta pictórica irreprochable, sin fallos ni defectos.
Independientemente del hecho de maquillar y convertir objetos concienzudamente destruidos en obras de arte, como en el caso de César, y rescatados en el caso de Escobar, lo que hace que estas prácticas converjan es el interés, que ambos comparten, de delegar una parte a las fuerzas insumisas del destino: si bien César a lo largo de los años controló cada vez mejor el arte de comprimir el metal, colocando las chapas en la prensa de tal manera que la obra saliera lo más cercano a sus designios, parte de la operación siempre estuvo fuera de su alcance. De la misma manera, Escobar se apropia de las consecuencias de los accidentes ajenos a su voluntad y se divierte con la idea de no saber cómo evolucionarán sus dibujos hechos con aceite de motor.
Aunque lo aleatorio y lo accidental no son nada nuevo en la práctica del arte, sigue siendo bastante raro, y por lo tanto digno de atención, recibir una lección de humildad por parte de artistas cuyo entendimiento común los destinaría a dominar indiscutiblemente la materia.