Esta insólita exposición del pintor y escultor Lluís Ventós reúne una colección de obras sobre un mismo tema, que parte de un cuadro también insólito. Su autor fue un pintor holandés del siglo XVII cuya turbulenta personalidad ha permanecido entre cierto olvido y la leyenda en que se ha convertido posteriormente. Su nombre era Johannes Simonsz van de Beeck (Amsterdam, 1589-1644), más conocido por el sobrenombre latino de Torrentius. La información divulgada sobre su vida y su obra es escasa, aunque se han ido descubriendo datos sobre sus excentricidades y sus actos, que transgredían las costumbres e incluso las leyes de una época en la que su país y la Cristiandad en general eran de un dogmatismo y una rigidez extremos. Su actitud ante la Iglesia fue, a juicio de ésta, herética y con frecuencia provocadora. No se sabe lo que hay de cierto sobre su supuesta heterodoxia y su papel como miembro, y acaso líder, de los rosacruces holandeses.
Es difícil saber también si podía deberse sólo a un carácter transgresor e imprudente, y recordemos que se habló de que algunos de sus actos hicieron pensar en accesos de locura. Pero lo cierto es que las acusaciones le valieron varios años de cárcel en su país, con un periodo intermedio en el que recibió acogida y apoyo del rey Carlos I de Inglaterra. Hombre, al parecer de gran inteligencia y extensa cultura, Johannes Simonsz van de Beeck intervino en numerosas discusiones de carácter teológico. Su interesante y sorprendente personalidad, junto a las contradictorias informaciones que se tienen de su vida y su obra, han terminado por despertar gran curiosidad y hacerlo sumamente atractivo.
Las investigaciones sobre su producción artística han aportado un conocimiento escaso e incompleto en cuanto a pinturas concretas, aunque se sabe que algunas estuvieron en colecciones relevantes, como la del citado Carlos I, y en exposiciones o ventas públicas. Aportación de especial interés es la realizada por Zbigniew Herbert en su estudio sobre el único cuadro conocido actualmente y que incluye en su libro Naturaleza muerta con brida, título que da también a la obra (2004). Para nosotros, comenta Herbert, “se ha conservado un solo cuadro. Uno solo y único, retenido al borde de la nada”.
Este conjunto de obras de Luis Ventós está formado por once pinturas, once collages y numerosos guaches. Colgados en las paredes de la sala, las obras seleccionadas rodean una vitrina situada en el centro de la sala en la que se representa, con objetos reales, el tema del cuadro del pintor holandés: a la izquierda un jarro de estaño con tapa y pitorro, de un gris plateado; en el centro, una copa de cristal o vidrio de pie verdoso, y a la derecha, una jarra barriguda de barro cuya cubierta tiene un baño que le da brillantez. Penden sobre estos tres elementos la brida de hierro de un caballo. Dos pipas de loza, de color blanco, dejan ver un interior oscuro y sostienen, con la copa, un papel con unas notas musicales donde hay también algunas líneas escritas. Este último elemento, que me atrevo a creer que fue muy significativo en la intención de Torrentius, resulta enigmático. Al lado de objetos de la vida corriente, he aquí otro claramente cultural, que guarda relación con el gran interés por la música existente en Holanda.
La exposición constituye el sorprendente y singular homenaje de un artista de hoy a una misteriosa obra de un pintor holandés del siglo XVII. Con sus pinturas, Luis Ventós establece un arco que une dos momentos distantes de la pintura europea. Autor de una valiosa obra pictórica y escultórica, tiene muy presente que el arte ha hecho, a lo largo de su historia, abstracción de la realidad, aunque, en el fondo, no deja de partir de ella. Aquí lleva a cabo una tarea que tiene relevantes ejemplos en el pasado: partir de la evocación de la obra de un artista anterior. El resultado supone un largo e intenso trabajo, que hemos de valorar obra por obra y también como conjunto.
Zbigniev Herbert hace notar la importancia que cobra en el cuadro el color negro del fondo: “Negro, profundo como un precipicio y a la vez plano como un espejo, tangible y a punto de perderse en las perspectivas del infinito”, consideraciones que confirman la condición de poeta de este escritor. En mi opinión, fuera Torrentius miembro de otra sociedad de carácter esotérico o no, este cuadro indica que participaba de una visión sagrada del arte. Los bodegones eran muchas veces lo que se califica de vanitas. Como término artístico, aplicado a un bodegón, indica que se le supone valor simbólico, por el carácter perecedero, en el caso de que se representen frutas, hortalizas u otros elementos vegetales. O que los objetos aludan a la fragilidad y brevedad de la vida. En este caso puede tratarse, entre otras cosas, de los líquidos que puedan contener las tres vasijas y el carácter de objeto ya en desuso de la brida metálica. A pesar de la vida, tan irregular y enfrentada a la iglesia y todo lo establecido, este cuadro es muestra de ascetismo. No hay aquí nada de delectación, de placer, sino de ascetismo, contención y rigor. Un rigor radical que puede hacernos pensar en el borde de la locura que roza todo creador.
El carácter simbólico viene, sobre todo, por la significación que tiene de la muerte como la otra cara de la vida. En este sentido, en tiempos en que la religión regía la vida social, venía a ser una advertencia frente a las posibles aspiraciones de riqueza o de una felicidad que se consideraba siempre transitoria. Eran tiempos en que la amenaza de la peste y la muerte devastadora que provocaba se tenía presente como algo que formaba parte de la vida de la comunidad. Los líquidos que pueden contener las vasijas, el agua y el vino, tienen también un carácter simbólico. El agua es fuente de vida y medio de purificación, y el vino está relacionado con la sangre, aunque en la Grecia antigua era licor de inmortalidad. De ahí, que los primeros cristianos tomaran esta condición de la importancia que tiene este líquido en las antiguas culturas mediterráneas. Asimismo podía ser símbolo asociado al conocimiento y la sabiduría. Pero no olvidemos que, en la búsqueda de lo que pueda tener de símbolo cualquier obra o algún elemento que contenga, podemos ir con ligereza demasiado lejos, por lo insondable del símbolo, su difícil expresión en palabras y la humana atracción por el misterio. Por otra parte, muchos de los significados simbólicos se habían perdido hacía tiempo o se conservaban sólo en sociedades secretas.
La atracción por este cuadro del pintor holandés se debe, más aún que a la singularidad y el misterio que envuelven a su autor, al misterio que nos abre. En las pinturas, collages y guaches que ha realizado Luis Ventós inspirados en él, encontramos el misterio al que nos abre la obra misma, donde el fondo negro es fundamental. Variación que ha introducido es cierto esquematismo, resultado, probablemente, de una abstracción que acerca el tema a nuestro tiempo. Hay que tener en cuenta el orden de realización de las tres técnicas utilizadas: guache, collage, y óleo. Los guaches han llevado a cabo una primera aproximación al tema, y esta técnica, propicia a la acción espontánea, le otorga una gran frescura y un valor plenamente autónomo. Esta espontaneidad permite unas casi involuntarias y notables variaciones con relación al modelo holandés que no desvirtúan su relación con éste. La integración de los elementos figurados con el fondo es muy evidente, y las formas, al salir de la oscuridad, traen consigo el negro, que lo ensombrece todo.
Si en el cuadro de Torrentius ese fondo negro oscurecía el conjunto del cuadro, aquí, lo que hace el negro es oscurecer levemente las figuras, lejos de la intensidad con que se hizo en el cuadro holandés. Los colores están mitigados, asordados, fundidos en el conjunto, y se introducen nuevos aspectos. Aunque las formas son sustancialmente las mismas, cobran variaciones formales. Los perfiles son muy semejantes, pero la superficie de las vasijas tiene motas, luces, tonos diferentes entre sí en los diferentes guaches. Comienza con ellos el proceso en el que el artista español, teniendo delante el cuadro del holandés, va afirmando su creación, haciéndolo personal y revelando su pertenencia a nuevos tiempos. Ello sin abandonar el nivel de independencia que, en este punto, tiene todo verdadero creador. El arte se produce en un momento determinado para elevarse a un plano en que tiempo y espacio dejan de ser los conocidos.
Los once collages mantienen la presencia de las mismas figuras, pero ciertos rasgos cambian acusadamente. El esquematismo es mayor, diría que radical, y el predominio pasa de la curva a la recta, aunque la jarra, donde la curva era más marcada, sigue manteniéndose. En general, el desarrollo iniciado en los guaches, camino del estadio último de los óleos, pasa por una progresiva abstracción, que mantiene, sin embargo, la sugerencia de las figuras naturales. La abstracción alcanza al papel que originariamente contenía notas musicales, y en algunos casos contiene una simple cuadrícula. Unifica, funde las diferentes figuras en una unidad más rotunda y se adentra en cierta idealización. Ya no son objetos de la vida cotidiana, como en el cuadro de Torrentius, ni en la medida que se daba todavía en los guaches. Nos hallamos en un plano en que lo real queda lejos.
En cuanto al color, cambio importante a destacar es que el fondo no es ya el negro: puede ser siena, castaño, gris, medio negro medio morado. En general, el color se intensifica. No queda nada de la unificación que introducía la presencia del negro al agrisar los colores, y a veces se desdobla en el interior de las figuras. El jarro barrigudo, la copa y el jarro de estaño tienen unas bandas de color que marcan los bordes de las siluetas, con un tono más oscuro que el que tiene el interior, o con un ligero cambio de intensidad. La fusión de los colores y los tonos, si se producen, es por el predominio de alguno de ellos o por la armonía que crea un color predominante que parece absorberlo todo. De un modo u otro, lo que llama la atención, en comparación con los guaches, es la superior geometrización y la mayor intensidad cromática.
Llegamos a la última etapa de este proceso. La abstracción sigue. Era de esperar una nueva fusión de los colores, en una versión definitiva, una conciliación de la forma, que equilibrase la geometría con el juego de la recta con la curva. Es decir, lograr un nuevo concierto, un punto más alto, que supusiese, no una detención, una renuncia a seguir adelante, sino la conciencia de haber alcanzado el punto, no previsto, en el que se percibe, como por sorpresa, la sensación de haber llegado. Es cuando se produce definitivamente la unidad de todos los factores en juego. El negro de fondo vuelve a predominar, aunque éste puede ser azul, morado, ocre, castaño, en general, en tonos oscuros, con la diferencia, en uno de los óleos, que el fondo oscuro está moteado por cuadraditos rojos.
Nos hallamos ante una realidad nueva, que mantiene la referencia del punto de partida: aquí siguen los dos jarros, el vaso, la brida y el papel pautado. Están las curvas y las rectas, flexibilizadas unas y otras. Se ha logrado un orden que ha venido por sí mismo, como si el intenso trabajo se produjera siguiendo un impulso que, como es propio del arte, no tiene fijado un objetivo conocido, porque no se lograría la sorpresa que ha de ser para el mismo creador, que resulta además creado, porque se descubre a sí mismo. Si Miguel Ángel dijo que la escultura está ya en el bloque original y sólo hace falta quitar lo que sobra, no creo que quisiera decir que ya sabía cuál era la figura que iba a aparecer. El artista inicia su viaje sin saber a dónde se dirige, porque si lo pretende establecer el misterio se desvanece.
El misterio sigue. La significación simbólica sigue siendo la misma. Luis Ventós supo percibirla cuando conoció el cuadro de Torrentius, a través de la sensación de misterio que transmite y es lo que le llevó a coger el hilo que había quedado suelto en el tiempo. El ser humano sigue siendo un enigma para sí mismo, algo que probablemente quiso recordar el pintor holandés con este cuadro. El gran poeta Rainer Maria Rilke escribió que la belleza es el principio de lo terrible, ese grado que todavía podemos soportar. Y esto es aplicable a todo verdadero arte. El misterio abre una puerta que no nos es dado sobrepasar. Probablemente sólo hay Nada al otro lado y lo que corresponde hacer entonces es volver la vista atrás y ver de nuevo Todo. Ese es el momento en que se produce el arte. Es decir, el arte verdadero, como lo fue el de Torrentius y lo es el de Luis Ventós.