Cuando uno de nosotros decía «tengo hambre», mi padre refutaba: «Ustedes no conocen el hambre; con suerte tienen apetito». Y era cierto, porque ni las peores penurias económicas nos llevaron a ese extremo de inanición que fuera común para muchas generaciones de europeos. Y contaba nuestro progenitor historias no tan lejanas, en la Galicia remota, cuando los inviernos rigurosos aniquilaban de muerte helada los plantíos (friaxe, fame e morte), obligando a los labradores a bajar a las ciudades para buscar ínfimos trabajos que les permitiesen satisfacer la más perentoria de las necesidades humanas. Si no había trabajo, quedaba el recurso de la iglesia parroquial o la vía ominosa de la mendicidad.
Sesudos economistas, de esos que recomiendan austeridad a los trabajadores, mientras ellos se sumen en el hartazgo, han hecho estudios demostrativos de lo fácil que es satisfacer el apetito básico y aun la imprescindible nutrición, con dietas a base de vegetales, como la soja y de múltiples granos sin refinar. El resultado es asombroso y entrega una cifra de consumo per cápita que haría dichosos a Horzt Paulmann y a su par Von Appen; algo así como el valor o coste de quince dólares mensuales por individuo. Imaginen a un millar de trabajadores elaborando, de manera incesante y progresiva, bienes de producción para estos amos mediante mano de obra ínfima.
El animal, una vez saciada su hambre, suele calmarse, reposar y dormirse, quizá con simples sueños de cuadrúpedo satisfecho, acariciado por visiones de verdes y jugosas praderas –si es un herbívoro-, o por ringleras de apetitosas y tiernas gacelas –si es un carnívoro-. No piensa en combinaciones de alimentos ni en tipos de preparación de tal o cual especie. Carece en su conciencia de esa «loca de la casa» con que metaforizamos la imaginación. Junto con el lenguaje, ésta es el arma más terrible que poseemos, porque torna ilimitadas nuestras necesidades, más que los granos de arena del desierto, llevándonos a aspirar de continuo a lo que no poseemos.
El hombre, pues, no suele saciarse. Busca nuevas expectativas de goce, disfrutes exóticos, placeres refinados. Y si logra la fatal y embriagadora dualidad, ese báculo que contiene el poder político y el económico, su alma se transformará en hidra devoradora de hombres, animales, árboles y cosas.
Quizá las antiguas religiones fueron más sabias que los actuales movimientos ideológicos. Conocieron al ser humano y entendieron sus oscuros móviles. Procuraron cautelarlos, ponerles freno; entonces recurrieron al subterfugio hoy extemporáneo del pecado, que funcionó con regularidad decorosa hasta el advenimiento del mercantilismo y de su hijo pródigo y desbocado, el capitalismo, al que Max Weber considera otra forma de credo religioso, más feroz y corrosivo que todos los anteriores, y así lo define:
El Capitalismo tiene una estructura propia, que se pudo adherir a la formación religiosa del organismo anfitrión, que era más poderoso que su anfitrión y finalmente que el parásito capitalismo sólo pudo tomar el lugar del Cristianismo, porque este mismo ya se comportaba de manera parasitaria con respecto a la culpa (Schuld) por él supuesta. El Cristianismo no se habría metamorfoseado en capitalismo si no lo hubiera sido ya estructuralmente, es decir, si no hubiera sido ya un sistema construido… en torno a un déficit, a una carencia, a una falta, a una deuda. («Perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores», según prescribe la oración fundamental del Cristianismo).
De ahí se deduce y establece que el bien supremo de la sociedad es el derecho de propiedad, que se ubica, por lo tanto, por sobre otros, como el de la vida, el del trabajo, el de la educación, etcétera, todos ellos supeditados a los deberes y servidumbres del poseer: ser dueño de o no ser nada. Lo que atente contra esto se erige en la más terrible amenaza, en el peor de los crímenes sociales.
Tal vez todo lo empezó –al decir de José Ortega y Gasset- un simple artesano, en el otoño de la Edad Media, cuando lucubró, en su modesto taller de carpintería, la posibilidad, no de vender una o más sillas, a pedido previo de sus señores mandantes, como era costumbre en aquella edad pacífica, sino de fabricar una docena de ellas, para ir convenciendo a los otros –clientes potenciales- que en verdad necesitaban nuevas sillas. Este sencillo acto provocaría una reacción en cadena entre sus pares, y se abrió así una oferta de muebles y utensilios y ropajes nunca vista.
Un amigo, ingeniero comercial, admirador de Pinochet y de sus Chicago Boys, colige que el cambio histórico, descrito con tanta simpleza por este cronista, hizo posible el progreso de la civilización y el acceso de millones de individuos a los bienes producidos por el glorioso liberalismo, creador de las maravillas de la técnica que hoy disfrutamos, de un modo extensivo y democrático, como jamás se conociera. (¡Es cosa de ver, hombre, cosa de ver!).
¿Y el hambre recurrente de más de un tercio de la población mundial?, ¿y la acelerada destrucción del planeta Tierra?, ¿y las continuas crisis que agobian a millares y millares de seres humanos desvalidos?
Mi amigo calla, pero esta tarde me responde el führer Von Appen: «Es preciso controlar el apetito desaforado (sin fueros) de los chilenos. De lo contrario, se producirá una crisis, por otra parte correctora y deseable».
Lo que no ha dicho el germano de los retail es que las crisis periódicas del sistema que aplaca su propio apetito -aunque no su voracidad- favorecen a los grandes concentradores del poder económico, los cuales, cuando ven amenazadas sus faltriqueras, recurren a los fondos del Estado para resarcirse, es decir a los recursos acopiados por el sudor de esos mismos consumidores que se dejaron engañar con los abalorios de los mall y supermercados. ¡Cómo habrán brindado, Von Appen y Paulmann, cuando Pinochet «salvó la banca» con el dinero de millones de chilenos menos afortunados!
También decía mi padre que el apetito no es en sí peligroso, pero que el hambre es uno de los briosos corceles de la revolución… Aunque ahora existen recursos adicionales para conjurar ese peligro; como dice mi amigo Hipólito: «la derrota del proletariado advino con la proliferación del teléfono móvil».
Puede que Hipólito lleve razón.