En la obra de Carolina Charry predominan las imágenes de la naturaleza. Una naturaleza tergiversada que está justo en los límites de lo humano y de lo animal, y que cuestiona categorías epistemológicas y políticas como derecha e izquierda, natural y artificial. En el caso de Savia Solaris sobresalen las plantas y con ellas otra percepción del tiempo, uno en el que se devela los ritmos vitales de otros organismos, donde, contrario a nosotros, esperan la ausencia de luz para abrir y despertarse.
La instalación no trata únicamente de hacer aparecer la imagen a través de los juegos de luz y de sombra, sino de poner en jaque un punto de vista objetivo y ordenador del mundo. Lo que finalmente sucede es una suerte de imágenes simultaneas que, al retar las leyes universales, ganan otro significado frente a los acontecimientos del mundo. Por ello categorías absolutas de ficción y de ilusión no encierran por completo el ejercicio artístico de Carolina. El juego incluso se fuga de intentos narrativos del cine y más técnicos propios del arte, y apunta más bien a una transformación de la percepción. Une varios tiempos y espacios que son incompatibles entre sí y que solo podemos experimentar en lugares como los del sueño donde “las cosas que veo me ven a mí tanto como yo las veo a ellas”, cosas que de alguna manera son nuestros espejos.
Quizá Didi-Huberman lo explica mejor cuando afirma que tenemos que volvernos capaces de discernir el lugar donde arde la imagen, el lugar donde su eventual belleza reserva un sitio a una “señal secreta” y donde aparece un síntoma. Savia Solaris es inquietante precisamente por eso, porque su señal es la alteración de la misma percepción que se escapa de las unidades métricas y objetivas e invita, por instantes, a conjurar de manera simultánea las experiencias de otros con las nuestras.