Facebook denunció la semana pasada una nueva campaña de noticias falsas que se estaba desarrollando en dos de sus principales ecosistemas, Instagram y Facebook. Tras detectarla, la compañía canceló las 32 cuentas que promovían la información y habían invertido 11.000 dólares en publicidad -Facebook Ads- para llegar a una audiencia de 300.000 usuarios que recibieron esas fake news como si fueran real news. La compañía de Mark Zuckerberg sospecha que detrás se encuentra IRA (Internet Research Agency), agencia que promueve los intereses de Rusia en Internet.
Las fake news con las que la gente se cachondeaba de Donald Trump hace un par de años son ahora una realidad asumida por la mayoría, aunque no es un tema nuevo. Responden a una vieja tradición del periodismo, la que durante todo el siglo XX se definió popularmente como prensa amarilla, sensacionalista o simplemente manipulación informativa. Y que a su vez hunde sus orígenes en otra ancestral costumbre humana: aprovechar los resortes de poder disponibles para obtener la conformidad de pensamiento de la mayoría y así seguir manteniéndolo, algo que ha ido adaptándose al contexto y medios disponibles en cada época.
En los tiempos de la tradición oral, la represión directa -combo cárcel/tortura/ejecución- era la mejor manera de mantener la uniformidad de pensamiento en la plebe. A partir del siglo XV y con la llegada de la imprenta, la cosa comenzó a sofisticarse. Al abanico de métodos habituales se añadía la censura en libros y a partir del siglo XVII también en la prensa escrita. En el XIX, con el desarrollo de los medios de comunicación y los primeros imperios mediáticos, ya se llevaban países a la guerra a lomos de fake news. El siglo XX oficializó la prensa amarilla, el sensacionalismo y la manipulación de información como herramientas de consumo para una opinión pública cada vez más relegada al papel de simple audiencia, mientras que el XXI, gracias a Internet y los medios sociales, ha ampliado el campo de juego a límites impensables hace solo 20 años.
La guerra hispano-americana provocada por fake news
Uno de los primeros en tener claro que la información veraz y objetiva no era el camino más rápido para obtener más influencia ni para vender más periódicos fue William Randolph Hearst, hace más de un siglo. Por aquel entonces su multimillonario padre regaló al joven Hearst un periódico que sería el primer paso para llegar a construir uno de los primeros imperios mediáticos de la Historia y que le permitió ejercer una influencia determinante en el desarrollo de la vida política y social de los USA y otros países.
A finales del siglo XIX, su The New York Journal mantenía una feroz competencia con el New York World de Joseph Pulitzer. Pese al prestigio que acompaña al apellido Pulitzer, la guerra por atraer lectores condujo a ambos por la senda de los titulares apocalípticos, los enfoques agresivos, la simplificación y falseamiento de la realidad, los juicios de intenciones como verdades objetivas y, en general, apelar a lo peor del ser humano como método para alcanzar el mayor público.
A este exitoso enfoque de la comunicación se le conoció a lo largo del siglo XX como periodismo amarillo, debido a la presencia en ambas cabeceras de las populares tiras diarias -daily strips- de The Yellow Kid.
La máquina infernal secreta del enemigo español
Pero si viene a cuento William Hearst a raíz de las campañas de fake news en Facebook, no es solo por su papel en el desarrollo del periodismo sensacionalista sino por lo que sucedió el 25 de enero de 1898.
Ese fue el día en que una explosión partió por la mitad el buque de la marina estadounidense USS Maine, atracado en el puerto de La Habana en el transcurso de la revolución cubana iniciada en 1895 y que España trataba de sofocar. En la tragedia murieron 254 marinos y tres oficiales.
Cuando la noticia se publicó en los Estados Unidos, Hearst tituló The War Ship Maine was Split in Two by an Enemy’s Secret Infernal Machine -«Navío de Guerra USS Maine partido en dos por la Máquina Infernal Secreta del Enemigo»-. El enemigo era España y de esta manera terminaría perdiendo sus últimas colonias en América: Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam.
Seguro que al Estado Mayor español de la época le hubiera encantado contar con un «arma secreta infernal» que pudiera partir buques enemigos por la mitad y evitarse perder la guerra de Cuba, pero su existencia en los medios y , en consecuencia, en la mente de la opinión pública estadounidense, solo obedecía a los intereses políticos y comerciales de Hearst, quien no tuvo problema e inventarse lo que ahora se llama atentado de falsa bandera para forzar la intervención del gobierno del presidente William McKinley, renuente a meterse en el follón de la revolución cubana.
La facilidad con la que la opinión pública estadounidense aceptó la mentira, a pesar de que las propias investigaciones del Estados Unidos posteriores no pudieron demostrar la intervención de España y apuntan a un accidente fortuito, se debió al terreno abonado por Hearst previamente.
Se habían tergiversado noticias, rumores e instalado en la opinión pública la idea de España como enemiga de los ciudadanos estadounidenses y de sus intereses. Cuando llegó la gran mentira, la opinión pública no la puso en duda. Posteriormente y con la desclasificación de documentos secretos de la administración estadounidense en la segunda mitad del siglo XX, surgirían indicios de que fue un autoatentado para justificar su intervención en el conflicto.
En cualquier caso, Hearst consiguió sus objetivos: llevó Estados Unidos a la guerra, vendió muchos periódicos y ganó la guerra comercial que mantenía con Pulitzer y que estaba acercando al The New York Journal a la bancarrota. No era, ni mucho menos, la primera vez que intereses personales conducían a un conflicto bélico, pero si la primera en la que la influencia de los medios de comunicación, en su concepción actual, fueron determinantes en la creación de la opinión pública que un gobierno necesita para ir a la guerra. Todo esto sucedió en un tiempo en el que el alcance de los medios era aún muy limitado y una mayoría de la población estaba sin alfabetizar.
Dopamina gratis
120 años después, cualquier comunnity manager sabe las reglas y trucos que hay que utilizar para posicionar un contenido como primer resultado para una determinada búsqueda. Si cualquier particular con el conocimiento necesario puede influir en la información que llega a los usuarios, ¿qué no podría hacer una potencia, actor o interés del tipo que sea en un campo de juego tan amplio como casi la mitad de la humanidad conectada a alguna clase de red social? El siglo XXI ha puesto a su disposición un amplio campo de juegos en los que ensayar diversas modalidades de ingeniaría social, manipulación de masas y de la opinión pública, con un alcance jamás disponible en la Historia.
Facebook, con sus más de 2.000 millones de usuarios activos y algoritmos que sirven la información buscando el engagement como bien supremo, conforman la visión del mundo de millones de personas. El público siempre ha tenido a su disposición medios de comunicación que le permitan interpretar el mundo desde la jaula ideológica preferida y sin cuestionarla jamás, pero al menos tenías que ir a buscarlos. Ya ni eso. Los medios sociales procuran servir lo que hace sentir confortable al usuario, le mantenga en su red y a ser posible interactúe para mantener su suministro de pequeños chutes de dopamina. No lo digo yo, sino uno de los cofundadores de FB, Sean Parker.
FB no es el único caso aunque el más relevante por su alcance. Le siguen YouTube, WhatsApp, Instagram (ambas pertenecientes a FB), Twitter, Snapchat, Linkedin y una riada de medios sociales, muchos de nicho pero igualmente efectivos en cuanto focalizan mejor un target.
Lo que hubiera hecho William Randolph Hearst de tener un invento como los medios sociales a su alcance.