Uno de los primeros objetivos en los que trabaja el laboratorio de Robótica de Servicios de la Universidad Pablo de Olavide (UPO) de Sevilla se determina con la inteligencia social, un requisito que se ha convertido en imprescindible para los robots que se desenvuelven en el ámbito humano.
El último androide fabricado por el centro andaluz se impone como meta inspeccionar canalizaciones subterráneas o, lo que es lo mismo, evitar trabajos de esta índole -ingratos o peligrosos- al ser humano. Incluso es capaz de moverse de manera independiente, solo, de comunicarse a través de una red inalámbrica propia y de realizar mapas en tres dimensiones.
Sin embargo, la tarea prioritaria de este laboratorio sevillano es la robótica social, una estrategia dirigida a prestar asistencia a diferentes colectivos humanos, sin necesidad de pilotos, y con capacidad para aprender de los estímulos emocionales con los que les corresponden los destinatarios de este tipo de servicios.
En otros términos, estas máquinas están especialmente diseñadas para escuelas, hospitales, centros de mayores o monumentos de alta intensidad turística, donde tienen que aprender a desenvolverse en entornos con mucha afluencia de personas sin molestar, ni causar daños, ni entrometerse. Respetando las normas sociales; además, el robot identifica los estados de ánimo de sus interlocutores y actúa en consecuencia.
Buen ejemplo de ello es el robot Frog (siglas de Fun Robotic Outdoor Guide), que, desempeñando el papel de guía turístico en el Alcázar de Sevilla, daba las explicaciones pertinentes a los visitantes, así como respondía a sus preguntas. Y no conforme con esto, si la máquina detectaba aburrimiento a partir de las imágenes que almacenaba, recortaba la información que estaba ofreciendo o modificaba el discurso.
Y como agrega Luis Merino, codirector del laboratorio sevillano:
«Frog no te da la espalda si habla contigo, te mira a los ojos y sabe aproximarse sin invadir tu espacio. Durante su tarea en Sevilla, también tenía una cuenta de Twitter y subía fotos».
Por su parte, su compañera Teresa permite a un familiar o a un asistente de un centro de mayores acompañar al residente de forma remota, seguirle y hablar con él como si estuviera cerca, viéndose cara a cara. «El objetivo es que los robots entiendan nuestras intenciones y emociones y aprendan de ellas», comenta Merino.
Bajo esta perspectiva, parece que, realmente, los investigadores de robótica se hallan cerca de construir máquinas capaces de sentir empatía. En el año 2015, según explica Raya A. Jones, especialista en el tema,
«un robot llamado Pepper suscitó mucha atención por su capacidad para leer las expresiones emocionales de las personas; de hecho, el androide se expresa cambiando el color de sus ojos y de la tableta o el tono de voz. Sin embargo, esto no significa que el propio Pepper pueda sentir emociones. Cuando los científicos hablan de empatía, se centran en la empatía cognitiva, llamada a veces “teoría de la mente”, la capacidad para entender las opiniones, los sentimientos y las intenciones de los demás, pero esto no significa sentir simpatía o compasión».
Con todo, uno de los empleos prometedores de este tipo de robots es el trabajo terapéutico con niños autistas, quienes tienen dificultades para interpretar las convenciones sociales y para interactuar con los demás. En este sentido, los estudios han demostrado que los juegos que se realizan a través de un robot como Kaspar, con aspecto de muñeca, pueden ayudar a estos pequeños a salir de su caparazón.
No obstante, Jones ultima que «parece inevitable que los robots entren en nuestras vidas, pero existen opiniones divididas sobre si es lo mejor para la humanidad». Lo que sí es cierto es que la cualidad de la empatía actualmente diferencia a los seres humanos de los androides. Un límite que la tecnología parece haber logrado eliminar...