Lo cierto es que cuesta empezar a escribir sobre una nación en la que la frontera entre espejismo y realidad está tan difuminada. No solo insólitos son sus parajes, también están cargados de historia, tradiciones, leyendas… en fin, contenido. De ahí el no saber por dónde comenzar y con el conocimiento de que es imposible abarcar tanta inmensidad en unas palabras.
Tras esta reflexión, no por ello menos informativa, un buen lugar para comenzar sería su capital, Edimburgo. Ubicada en la costa este de Escocia, a orillas del fiordo del río Forth, es la capital de Escocia desde 1437 y sede del Gobierno escocés. Sus distritos The Old Town y The New Town son Patrimonio de la Humanidad por la Unesco desde 1995.
Y bien merecido: Edimburgo es una ciudad que te deja con la boca abierta. La ciudad es cariñosamente apodada Auld Reekie, que significa «Vieja Chimenea» o «Vieja Humeante», en escocés, ya que en la época en la que la leña y el carbón eran los únicos combustibles disponibles, todas las chimeneas echaban grandes cantidades de humo al aire.
Apodada también la Atenas del norte por la similar topografía a la capital griega, su origen se remonta a 320 millones de años, cuando el magma expulsado del manto por volcanes se enfrió y solidificó formando tapones volcánicos de basalto, y después, durante la última Edad de Hielo, glaciares erosionaron el área, dejando al descubierto una peña de basalto hacia el oeste, y dejando un rastro de materiales hacia el este, que conforman las dos partes de la ciudad.
Presidiéndolo todo, la Roca del Castillo, un lugar maravilloso para contemplar esta ciudad de conmovedor relieve e historia dramática, donde se fraguaron los relatos de personajes universales como Doctor Jekyll y Mister Hyde, Robison Crusoe y Harry Potter.
Y es que Edimburgo guarda debajo de sus construcciones y entre los huecos de sus piedras todo tipo de historias que llegan incluso a tener protagonismo en el presente, a través de los fantasmas.
Su imponente castillo, erguido sobre la ciudad, acoge a varios de ellos. Palacio real, fortaleza y prisión desde el siglo XII, hay quien asegura que las almas de algunos soldados de Napoleón muertos en sus mazmorras aún viven aquí junto al espectro de un gaitero perdido. El castillo es la excusa perfecta para pulsar la efervescencia medieval de la Royal Mile, su calle más emblemática.
Una calle de kilómetro y medio que une el Palacio Holyrood House con el castillo y que representa el corazón de la ciudad antigua. A cada paso surge un callejón: los denominados Close, medievales bocacalles laberínticas que desafían la orientación del viajero. En uno de ellos encontramos el Mary King’s Close, el callejón maldito más embrujado de Escocia. Aiko Gibo, una parapsicóloga muy conocida en Japón, fue de viaje a Edimburgo y en este callejón sintió una presencia, la misma que sentían muchos de los vecinos de la ciudad.
La médium se puso en contacto con Annie, una niña que había muerto a consecuencia de la peste negra que azotó la ciudad en el siglo XVII e hizo que se tapiaran muchos de los callejones, dejando a su suerte así a los enfermos. Aiko Gibo se sintió tan entristecida por la historia de la niña que decidió regalarle una muñeca, costumbre que aún perdura en la ciudad.
La Royal Mile es la arteria principal y el eje vertebrador de la Ciudad Vieja de Edimburgo. Sus casi dos kilómetros de extensión, son uno de los paseos más bonitos que se pueden disfrutar en todo el viejo continente. En realidad esta Royal Mile, recibe cuatro nombres diferentes a medida que se va acercando al Palacio de Holyroodhouse: son Castelhill, Lawnmarket, High Street y Canongate. En el camino, nos encontramos con la Catedral de San Gilles, la Cruz del Mercado o el Ayuntamiento.
Sin embargo, con la llegada de la Ilustración, se añoró una ciudad nueva, que pronto se convirtió en una realidad. La idea caló y junto al nacionalismo escocés, que coincidió con una generación ilustrada de vecinos que incluía a filósofos, economistas o arquitectos como David Hume, Adam Smith o Robert Adam, se impulsó con mucha fuerza. El éxito fue tal que un siglo después, otro escocés ilustre, Stevenson, decía lleno de ardor patriótico que «Edimburgo es lo que París debería ser».
Entre la zona antigua y la nueva un antiguo lago desecado está ahora ocupado por los preciosos Princes Street Gardens, partidos por la mitad por The Mound, una colina artificial sobre la que levantan dos edificios neoclásicos: el Portrait Museum of Scotland y la National Gallery. Al otro lado de la Roca del Castillo, los distritos de Cowgate y Grassmarket.
Las calles de la New Town, planeada en 1766 por James Craig, el joven arquitecto escocés que ganó el concurso municipal para la ampliación, son un conjunto excepcional de arquitectura georgiana que no ha cambiado prácticamente desde mediados del siglo XVIII. El contraste con el caserío contrahecho de la Old Town (la Ciudad Vieja) no puede ser mayor: calles dibujadas con tiralíneas, plazas amplias, fachadas de severa piedra gris y una gélida elegancia neoclásica. No obstante, esta ampliación convirtió a la ciudad en un ejemplo fascinante de diálogo entre el compacto y orgánico urbanismo medieval y el ensanche georgiano.
La verdad es que desde entonces los edimburgueses tienen muy interiorizado el cosmopolitismo, el europeísmo y el interés por las artes. Alzaron incluso, un gigantesco monumento a Walter Scott (dicen que el mayor del mundo dedicado a un escritor), que dio a su estación central, Waverley, el mismo nombre que titula una de sus novelas. Además, en agosto se celebra un festival de teatro que es casi como el Cannes de los escenarios.
Más allá de estas zonas dominadas por el castillo, la ciudad se expande hacia la planicie o declina hacia los barrios bañados por el frío Mar del Norte, entre los que Leith brilla con personalidad propia.