A Bill Viola (Nueva York, 1951), uno de los artistas actuales más destacados, se le reconoce internacionalmente por su carácter pionero en el desarrollo del videoarte, medio que descubrió a principios de la década de 1970 a raíz de su participación en el programa de Estudios Experimentales de la Universidad de Siracusa (Nueva York). Ya en sus primeros vídeos dejará constancia de su permanente interés en el autoconocimiento, una exploración que se irá enriqueciendo a partir de sus lecturas de textos místicos y espirituales de tradición oriental y occidental. Su obra evoluciona en paralelo a la tecnología del vídeo, y cada nueva herramienta le permitirá explorar la condición humana, en relación con cuestiones como el nacimiento, la muerte, la transformación, el renacimiento y la transfiguración, temas clave en su producción, que se extiende a lo largo de cuarenta años.
Bill Viola: retrospectiva constituye un recorrido temático y cronológico por la trayectoria del artista, comenzando con sus tempranas cintas monocanal, entre las que se incluyen obras tan representativas como El estanque reflejante (1977–79) y Cuatro canciones (1976), un álbum en el que recopiló varias piezas. Estas creaciones tienen un contenido sumamente poético y ya abordan aspectos tan importantes en la producción de Viola como la noción del tiempo y su deconstrucción, la indagación acerca de la existencia, la experimentación con la grabación y manipulación de sonidos procedentes del medioambiente y de la naturaleza.
La década de 1980 se inicia con obras como Chott el-Djerid (Un retrato de luz y calor) (1979), donde la cámara captura el deslumbrante paisaje del desierto mediante teleobjetivos que permiten grabar espejismos y revelar así imágenes que normalmente escapan a nuestra percepción. Esta etapa, en la que Kira Perov (su esposa y colaboradora durante largo tiempo) comienza a colaborar con Viola, está marcada por proyectos destinados a ser emitidos por televisión, pero también sirve como periodo de transición entre su producción temprana y las instalaciones que se desplegarán en salas enteras, envolviendo al observador en imágenes y sonido. El artista empieza a incorporar en su trabajo elementos físicos (algo que estará presente durante los años noventa); sus estudios sobre la percepción y temas espirituales se plasman en objetos escultóricos, como se aprecia en los despojados monitores de Cielo y Tierra (1992) y en obras de grandes dimensiones, como Una historia que gira lentamente (1992), con su colosal pantalla giratoria.
Con la llegada del nuevo milenio y la aparición de la pantalla plana de alta definición, Viola comienza a realizar piezas de pequeño y mediano formato, que se integrarán en la serie Pasiones; entre ellas, un estudio a cámara lenta de las emociones, Rendición, y trabajos que reflejan el paso del tiempo y la sucesión de las generaciones, como La habitación de Catalina y Cuatro manos, todas de 2001. A estas creaciones íntimas siguió la instalación monumental Avanzando cada día (2002), en la que cinco grandes proyecciones murales que comparten un espacio común invitan al espectador a adentrarse literalmente en la luz y reflexionar acerca de sus vidas y la existencia humana. La cuestión de la trascendencia también se halla presente en su trabajo para la ópera wagneriana Tristán e Isolda (2004–05), una obra mayor de la que se derivan dos instalaciones, La ascensión de Tristán (el sonido de una montaña bajo una cascada) y Mujer fuego, ambas de 2005.
Durante la última década, Viola ha continuado representando la experiencia fundamental de la vida a través de los medios y soportes más diversos. Buen ejemplo de ello es su empleo del agua en obras como Los inocentes (2007), Tres mujeres (2008) y Los soñadores (2013)—, y su recorrido por el ciclo de la vida, que se inicia en esta exposición con Cielo y Tierra (1992) y se “rebobina” literalmente en la pieza final, Nacimiento invertido (2014).