En Colombia, los medios de comunicación (prensa, radio y televisión), tienen espacios diarios dedicados a registrar el drama cotidiano de la población de medianos y bajos recursos en procura de los servicios de salud puesta en manos, como en casi todo el mundo, del sector financiero, bajo el pretexto de ‘optimizar’ sus recursos.
Parientes, familiares y allegados de niños, jóvenes, adultos y ancianos enfermos, desfilan por los distintos medios de comunicación denunciando, en una mezcla de rabia, desesperanza y resignación, sus dramas; y en uno que otro caso se tiene fortuna, pues, gracias a las denuncias, se logra que –puntualmente- algún paciente reciba la atención requerida y merecida en su condición de ser humano.
La crisis del sistema de salud es evidente, pero se insiste en él porque, como negocio, es rentable, tanto para el sector financiero que administra los cuantiosos recursos públicos y privados, como para los laboratorios que cargan sobre los costos de los medicamentos estrambóticas utilidades.
En Colombia, desde hace alrededor de seis años, ininterrumpidamente, se viene desarrollando un candente debate público que en su clímax enfrentó al único partido de oposición ideológica que confronta al Gobierno: el Polo Democrático. El título que los medios le dieron al debate, no pudo ser más patético: «El robo a la salud».
Gracias a ese debate de control político que el Gobierno trató de eludir valiéndose de sus mayorías legislativas pegadas con dádivas que la opinión pública llama mermelada, se pudo descubrir que alrededor del sistema de salud se movían falsos pacientes, falsas tutelas y altas influencias para tramitar recobros al Estado por servicios médicos y suministro de medicamentos que nunca se prestaban… De entrada el desfalco se estimó en cuatro billones de pesos (unos 1.500 millones de dólares).
La avalancha de noticias, reportajes, crónicas, editoriales, columnas, documentos, y hasta libros, sobre el robo a la salud es abundante. ¿Y qué pasó? Nada: es común en Colombia destapar escándalos nuevos que van tapando los viejos: «cortinas de humo», llama la opinión pública.
En este escándalo terminaron enfrascados el fiscal general de la época, Eduardo Montealegre (exmagistrado de la Corte Constitucional) y la contralora, Sandra Morelli, ésta que condenó a Saludcoop (Empresa Prestadora de Salud/EPS), a pagar 1,4 billones de pesos (unos 500 millones de dólares) como principal responsable del robo a la salud. El choque se dio porque Montealegre había pasado de ser asesor jurídico de la EPS a fiscal general; y la contralora Morelli no solo lo acusó de conflicto de interés para conocer del caso, sino de seguir recibiendo pagos de la EPS acusada aún después de asumir el cargo de fiscal general.
Eso que en sus intríngulis parece una novela propia de Sherlock Holmes, terminó con la incriminación del fiscal a la contralora que la forzó a salir apresuradamente del país (a Italia) evadiendo una eventual detención, so pretexto de un contrato de arrendamiento por el que, supuestamente, se causó un detrimento patrimonial. El presidente de Saludcoop, Carlos Palacino, aunque investigado, sigue libre; la multa impuesta por la contralora, quedó en babia, y el sistema de salud, en firme.
Y el debate sigue: cerrando esta nota, RCN-TV, uno de los noticieros de mayor rating, reveló que un grupo de pacientes de cáncer y otras enfermedades de costoso tratamiento (100 pacientes de Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y Bucaramanga), decidió acudir a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en busca de protección a su derecho fundamental a la salud. Y, a manera de explicación, Francisco Castellanos, presidente de la ONG ‘Defensa del Paciente’, dice que «en Colombia los fallos de tutela no se están cumpliendo cuando tienen que ver con el derecho a la salud». O sea que ni siquiera la justicia al más alto nivel tiene poder sobre el mercantilizado sistema sanitario.
Como ironía de la vida, el ministro de salud, Alejandro Gaviria, padece cáncer de linfoma, y en respaldo extremo al sistema que se resiste a cambiar, se viene sometiendo --eso dice-- al tratamiento que en similares circunstancias se le depararía a cualquier colombiano… Pero es que una cosa es que la demanda de atención ante una EPS provenga de alguien que es ministro –y de Salud, por demás—y otra que se trate de un Perico de los palotes: ¿no les parece?
Todo esto ocurre después que un nuevo debate de control político en la plenaria de la Cámara (el pasado 20 de agosto), sobre la crisis de la salud, reflejó un absoluto desprecio de la clase política al drama que en este campo vive el país, pues, solo 10 de 156 parlamentarios posibles, llegaron al final del debate. El resto –dijeron los medios— contestó a lista para cobrar honorarios, y se retiró.
Y el debate se armó después que se denunció otra atrocidad cuyo título en los medios de por sí eriza: «El cartel de la hemofilia». Resulta que en el departamento de Córdoba, al norte de Colombia –sobre la costa Caribe— se estaban utilizando a personas que fingieran padecer hemofilia, y por medio de ellas, facturar al Estado medicamentos costosísimos a través del llamado POS (Plan Obligatorio de Salud). Una vez canceladas las facturas, los dineros eran distribuidos entre los testaferros. En la consiguiente investigación cayó el propio gobernador de Córdoba, Alejandro Lyons: sí, sí, el mismo que echó al charco al entonces fiscal anticorrupción, Gustavo Moreno, éste que destapó el llamado Cartel de la Toga en donde magistrados de la Corte Suprema de Justicia cobraban miles de millones de pesos, hasta casi un millón de dólares por engavetar expedientes e impedir la captura de los sindicados.
Es tan dramático el asunto que este escándalo logró opacar al más grande escándalo de orden internacional que hace más de un año ‘moja’ primera página en todos los medios: el escándalo Odebrecht, que para vergüenza de la clase política latinoamericana, alumbra con luz propia allende las fronteras involucrando a tres expresidentes en Brasil (Lulla, Dilma y el actual Temer); dos en Perú (Toledo y Ollanta ); en Colombia, al actual presidente Santos (junto a sus ministras de Transportes y educación), y su principal contrincante en la reelección del 2014, Óscar Iván Zuluaga, de la cuerda del expresidente Uribe; y en Ecuador al vicepresidente Jorge Glas, sin entrar a relatar las investigaciones propias de otros países como Argentina, Chile, Panamá, Portugal, República Dominicana, México y Venezuela.
Como puede verse, ésta que es una historia de la vida real pero que parece de novela, califica para cerrar este capítulo con la consabida fórmula de los culebrones: «Esta historia continuará», al menos para la sufrida población colombiana, tipo clase media, con ingresos ‘muy altos’ para gozar del subsidio estatal, o muy bajos para autofinanciarse la medicina prepagada.
El problema no son las EPS…
Pero volviendo al tema del lánguido debate de control político referido atrás, queda, para seguir esta historia, una frase del ministro Gaviria: «El problema no son las EPS sino la presión del sector farmacéutico de Colombia». ¿Por qué dice el ministro Gaviria que el problema de la salud en Colombia se debe a la presión del sector farmacéutico? Porque el ministro, un economista neoliberal de la Universidad de los Andes, echa mano a la mitad de la verdad que subyace en todos los sistemas de salud del mundo: el monopolio, y en el mejor de los casos, oligopolio internacional de la industria farmacéutica. Con esa disculpa, el ministro minimiza el problema interno, e irresponsablemente insiste en que las EPS no tienen la culpa cuando, como es evidente, se roban los recursos públicos y privados del sistema y llevan a la quiebra a los hospitales y clínicas por no pagar oportunamente los servicios que les prestan a sus afiliados.
Pero, ya pasamos esa página. Ahora hablemos de los laboratorios. Un ejemplo patético de la denuncia del ministro es el caso del sofosbuvir (o Sovaldi --su etiqueta comercial--), un fármaco para el tratamiento de la hepatitis C, de la multinacional estadounidense, Gilead, que frente a un costo comprobado de producción entre 68 y 136 dólares, aparece en el mercado entre 60.000 y 63.000 dólares, es decir, 882 veces su costo de producción: todo un golpe al hígado, se diría en boxeo. Tan descarado abuso, le permitió a este laboratorio redimir, en solo un año, los 11.000 millones de dólares que había pagado por Pharmasset, dueño de la patente del Sofosbuvir (principio activo del Sovaldi), según denunció en su momento el médico Bernard Borel, pediatra suizo, exdiputado en el parlamento del Cantón de Vaud, presidente de Médicos del Mundo/Suiza, miembro del comité de la ONG, E-CHANGER, de cooperación solidaria, y activo militante asociativo. Todo esto para que se vea que no se trata de ningún charlatán.
Esto de los laboratorios farmacéuticos que acusa el ministro colombiano de Salud es uno de los conflictos de talla internacional más extendidos en el mundo. No existe ningún país –si lo hay quisiera saberlo—que esté ‘vacunado’ contra la tiranía de las transnacionales de la salud, el cartel, después del financiero, auténticamente globalizado.
Cualquiera puede comprobarlo a través del ‘doctor Google’ --como se le dice en Colombia. Búsquese el tema, por ejemplo, «acusan a laboratorios...», y en 52 segundos Google le bota 52.600 resultados que, en el primer pantallazo, se puede leer:
- Industria farmacéutica: corrupción contra la salud y los presupuestos…
- Acusan a laboratorios de ofrecer medicamentos más caros a…
- (En chile) FNE acusa a laboratorios de colusión en licitaciones de Cenabast…
- Acusan a la OMS y laboratorios farmacéuticos por dar alerta desmesurada de la gripe AH1N1…
- Acusan a laboratorios de desabastecer para aumentar precios de…
- Argentina: Visitadores médicos acusan a la industria farmacéutica de…
- En Colombia: El Ministerio de Salud y las multinacionales farmacéuticas entraron en conflicto jurídico por el uso de genéricos.
Y así sucesivamente: cada título de los ejemplos anteriores, si usted decide ver de qué se trata, lo lleva a otros títulos y otras consideraciones que reflejan el entramado mundo de la salud pública y su relación entre los gobiernos y las multinacionales.
¿Qué pueden hacer los Gobiernos? Individualmente, nada; regionalmente, muy poco e, internacionalmente, la OMS (Organización Mundial de la Salud) no pasa de ser una referencia más de la burocracia internacional que se deleita confeccionando documentos y repartiendo consejos prácticos, como para un mundo poblado de arcángeles; menos para este pandemónium que nos toca sufrir.
Y no hemos terminado: a todo esto agréguele la falsificación de medicamentos y el contrabando y, para cerrar, la mala fe de los laboratorios que, al decir de gente muy inmersa en este mundo de la salud, como premios Nobel de Medicina y Química, la industria no tiene ningún interés en curar las enfermedades sino en crearlas y en volverlas crónicas para poder tener un mundo de enfermos y un mercado en expansión.
La garrapata en el oído
Y así, llegamos al final, comprobando el aserto de un cuento de niño que contaba mi papá:
Se trataba del viejo médico del pueblo que tenía un paciente que de tiempo en tiempo le llegaba con un fuerte dolor de oído. El doctor le echaba unas gotas y “santo remedio”. En cierta ocasión que el viejo no estaba, le tocó al hijo atender al paciente, y al revisarle el oído le descubrió una garrapata. La sacó y le echó unas gotas, y ese sí fue el santo remedio porque el paciente nunca más volvió al consultorio. Al echarlo de menos el padre le preguntó al hijo si sabía de él. Y claro, el pichón le contó muy orgulloso lo de la garrapata en el oído y el tratamiento que le había aplicado, a lo que el padre le recriminó “por bruto”, pues, había curado uno de los mejores y más asiduos pacientes del consultorio.
El Nobel de Medicina 1993, Richard J. Roberts, hoy de 78 años, dice que «el fármaco que cure del todo no es rentable». Y cuando se le pidió en su momento que aclarara el alcance de su declaración, agregó:
«Critico que la industria farmacéutica diga que quiere curar enfermedades, cuando no lo hace porque no es negocio. Durante años se han intentado parar investigaciones que desmienten ciertas cosas».
La conclusión es que -agrega Roberts-, si un medicamento, tomándolo dos o tres veces, detuviera el cáncer, por ejemplo, ¿dónde estaría el negocio? A la industria le interesa más controlar el avance paulatino de las enfermedades que eliminarlas por completo. Otras fuentes igualmente confiables, sostienen que el 70% de todos los medicamentos son placebos.
Pues, aunque pataleen y pongan el grito en el cielo; amenacen con demandar por calumnia y paguen cualquier cantidad de plata a los medios de comunicación, tan ávidos de publicidad más que de ética periodística, la industria farmacéutica, por la simple cuestión del beneficio económico, prefiere invertir en medicamentos que debamos tomar el resto de nuestras vidas, que en la curación de enfermedades. Y en la misma dirección apoya con sus multimillonarios recursos a los investigadores a que desarrollen paliativos; y así mismo, premia a los médicos que los recetan a sus pacientes.
Negar esto es negar una evidencia lógica. Negar que la industria farmacéutica es un negocio, como otro cualquiera fuera, si de por medio no estuvieran unos consumidores que no se pueden llamar clientes sino pacientes; que en ellos no se juega un capricho o gusto por determinado artículo o producto, sino la vida.
En derecho humanitario, esto del cliente y del paciente, sigue siendo una categorización válida. Pero como el neoliberalismo se apoderó de los sistemas de salud en el mundo, prima el concepto mercantilista que hace desaparecer al paciente y potenciar al cliente con un ítem: es en el sector de la salud, único caso en donde el cliente nunca tiene la razón por un sencillo motivo: la satisfacción del “cliente” llevaría a la ruina al productor de medicamentos porque, parafraseando a Ford: ¿A quién le vendo mis remedios si no hay enfermos?
¿Cuál sería la solución? Fácil, en teoría: hay que cambiar la ecuación con el fin de que la rentabilidad de la industria farmacéutica no derive de la cantidad de enfermos que haya en el mundo, sino de la cantidad de aliviados. Entonces, toda la investigación se dirigiría a encontrar «la garrapata en el oído».