Sólo la naturaleza es capaz de crear efectos de colosal sutileza de manera totalmente espontánea.
El ser humano trata de emularla una y otra vez cuando pareciera claro que es imposible si nos atenemos a que él mismo es -consciente o inconscientemente- uno de los elementos imprescindibles para su armonía en plenitud. La perfección en ella no existe sin él. El principio último es uno. Es en todo, es todo.
Tan sólo en ocasiones muy puntuales surge una auténtica simbiosis entre ambos, los roles se confunden y el resultado es de una acuidad tal que sólo puede ser contemplado bajo la prodigiosa mirada de la magia.
Salustiano es un claro ejemplo de esa simbiosis. Su obra está planteada desde la profundidad del espíritu y la superficialidad de las pasiones humanas. Nos ofrece el retrato como reflejo en el que rebuscar entre nuestras emociones, afirma desproveer la obra de su personal carga sensible con el fin de provocar una reacción en el observador. Y lo consigue, consigue que buceemos en las aguas más recónditas de nuestro ser en busca de la memoria que nos derive a ese momento de nuestra vida en el que nuestro ánimo se iluminó con el mismo sentimiento que nos inspira la mirada de cada figura retratada. Él insistirá, no es él ni su yo más interno el que es admirado sino los demás, los espectadores.
Salustiano no quiere ser protagonista, no pretende hablar de sí mismo ni de sus emociones. Él no juzga ni interpreta, no pregunta ni responde. Salustiano es su pintura, es lo que en su obra vemos, él es nosotros, nosotros somos él; en sus cuadros reside la idea más absoluta, y es que está en cada uno entender lo que vemos, cómo lo vemos. De eso se trata, todo es uno, uno es todo.
La pintura de Salustiano es el espíritu, el pensamiento y la energía creativa, es simplemente, magia.
Contiene texto de Javier Díaz-Guardiola, periodista, crítico y comisario de exposiciones. En la actualidad coordinador de la sección de arte, arquitectura y diseño de ABC cultural.