El trabajo de Emanuel Seitz discurre en la inmensidad en la que Sonia Delaunay situaba al arte abstracto, aquel que para ella era relevante sólo si mediante su ritmo interminable desencadenaba el encuentro entre el pasado remoto y el futuro lejano. La misma idea sugería Guillaume Apollinaire, quien entendía que las virtudes plásticas del pintor pasaban sin duda por abarcar “de un vistazo”, el pasado, el presente y el futuro. Desde ese descomunal espacio se presenta la pintura de Seitz en su tercera exposición individual en la Galería Heinrich Ehrhardt: entre lo primigenio y lo posmoderno; lo originario y lo sutil; entre el gesto más innato y la construcción más formal.
Hay un exótico eclecticismo en estas pinturas de Seitz. Lugares dispares que contravienen las normas extendidas de las series y los conjuntos. Si bien es cierto que hay determinadas obras que se pueden agrupar en torno a colores, geometrías o estructuras, cada pieza en sí construye un universo de impulsos y reflexiones, de velocidades y tensiones, que adquieren uniformidad en su precisa contrariedad y su profunda diversidad. Solo analizando estas obras en conjunto se descubre la articulación de su pintura: calambres, espasmos e interferencias. Así, a través de lo que sucede en cada una de las obras y lo que eso mismo genera en las siguientes se trazan quebrados y discontinuos recorridos.
Si en la pintura anterior de Seitz, también enraizada en la esencial forma geométrica y la abstracción, había un hondo componente ornamental, ahora la estructura se vuelve mucho más narrativa. En exposiciones anteriores, su pintura estaba absorta en su propio ejercicio y eso era lo que la convertía en una reflexión metapictórica. Las espirales que llenaban las superficies de sus lienzos, atrapadas en sí mismas, manifestaban muy elocuentemente esa mecánica. En cambio ahora nos encontramos con una pintura que no sólo plantea una forma sino una escena. Y esa escena una narración.
La aproximación del pintor hacia el relato es mucho más intensa ahora que en su pintura anterior. En definitiva sigue tratándose de un gesto pictórico pero mucho más literario. Un gesto en el que el tema se esconde en la propia narratividad de la pintura. La forma no es tal; muda en figura y en apariencia. Los cuadros parecen lejanos reflejos de acciones o lugares que una vez fueron. Huellas humeantes de lo que pudo ser. Pero al mismo tiempo se alternan con escenas y representaciones rotundas en las que las superficies borrosas se transforman en escenas brillantes. Formas veladas que resisten y se equilibran en diferentes posiciones y pesos. Colores inéditos, únicos e imposibles, esos que como sostenía Appolinaire “cada hombre inventa”. Triángulos, semicírculos, conos o lunas que constituyen un lenguaje en el que la forma deja de ser signo para convertirse en cuerpo. Aquel que se nos descubre desde el arte egipcio y la arquitectura romana, hasta las vanguardias, las teorías del color, los fenómenos retinianos e incluso la más reciente abstracción norteamericana . Ahora más que formas hay cosas, aspectos y elementos que se escapan de su propia forma para ser figura. Ya lo apuntaba Ángel González a propósito de las reflexiones de Mallarmé sobre los sombreros: “Tenemos terciopelo, o seda, o fieltro, y una forma que a menudo no es más que la ausencia misma de forma”.
Mientras algunas escenas parecen naturalezas muertas, otras son tapices o arquitecturas. Así, los esquemas geométricos que dividen algunas superficies de las piezas en huecos o espacios, las celdas en las que parecen quedar atrapados los volúmenes y los prismas que se reparten por los cuadros construyendo pirámides, torres o puzzles, actúan como lapsos, cavidades y concavidades que dan refugio a cuerpos insólitos. Emanuel Seitz sabe ver en lo invisible y nos deja una pintura sensual que sin perder de vista las ilusiones ópticas del arte antiguo abraza con deseo las formas metafísicas. “Formas que no son sino su ausencia”.