Suele decirse que el psicoanálisis es un tratamiento excesivamente largo, muy costoso, que implica necesariamente un alto nivel académico para someterse a él, que no se aplica a cualquier psicopatología, que se puede hacer solo en clínica particular, que está alejado del compromiso social. Otros lo ven como un delirio de su fundador, una elucubración sin sustento práctico, ofreciéndose como salidas mucho más «científicas» diversos tipos de «curas» psicológicas (psicología de la felicidad).
Definitivamente, pareciera que está ligado a puros inconvenientes. De hecho, en la amplia mayoría de universidades del mundo que ofrecen la carrera de Psicología, se lo estudia bastante fragmentariamente. Cuando se piensa en Salud Mental, quien tiene la palabra cantante es la Psiquiatría (siempre más ligada a la concepción manicomial, sacando de encima la “locura”, encerrándola, amordazándola). Conclusión: el psicoanálisis, a más de un siglo de su fundación como ciencia, sigue estando en entredicho, criticado, vilipendiado en algunos casos.
Junto a todo ello no son menos fuertes los prejuicios que ven en él un desaforado pansexualismo, reduciéndolo en definitiva -tal como una desafortunada caricatura que circula por allí lo demuestra- a «una mujer desnuda que tenía Freud en la cabeza». La idea en juego es que «todo queda explicado por la sexualidad».
Los prejuicios, no debemos olvidar nunca, dan una visión nublada del mundo, y tal como dijo Einstein: «es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio».
Hablar de la vida psíquica no es un tema inocente ni fácil. Los tabúes no se hacen esperar: ir al psiquiatra o al psicólogo tiene una carga negativa que pesa demasiado. «Estar loco», aunque no se sepa por qué, tiene un valor de estigma que ninguna otra cuestión ligada a la salud y/o enfermedad presenta. Un cáncer puede ser terrible, pero no estigmatiza. La «locura», sí.
Pero cuando del psicoanálisis se trata, las cosas van peor aún. De hecho, su campo sigue siendo algo poco conocido, nebuloso, temido. Incluso en posiciones políticas progresistas, de izquierda, no se lo termina de digerir. En la Unión Soviética, por ejemplo, durante décadas de socialismo estuvo descalificado, considerándoselo por mucho tiempo como «una moda pequeño-burguesa». Hoy sigue diferenciándoselo -a veces en forma tajante- de la Psicología Social. ¿Puede haber alguna psicología que no sea social acaso?
Cabe preguntarse entonces de dónde viene tanto prejuicio. Tanto encono, incluso. ¿Es realmente tan dañino?
Sucede que el descubrimiento que instaura Sigmund Freud a inicios del siglo XX con sus primeras investigaciones conmueve los cimientos de nuestra cultura. Pero no porque se trate de una ilimitada apología de lo sexual levantando la tapa de los infiernos (cosa que la moral no puede consentir) sino porque, más modestamente, viene a destronarnos de nuestro lugar de «dueños de nosotros mismos».
La verdadera fuerza de la teoría freudiana es la presentación de un concepto muy difícil de asimilar, de procesar: el descubrimiento del inconsciente. Ahora bien: no es la dificultad intelectual en juego lo que produce tanta resistencia. La dificultad de darle cabida en el mundo de los conceptos académicos a la idea de inconsciente es el destronamiento que viene a producir: «nadie es dueño en su propia casa». Es decir: en nuestra constitución psíquica siempre hay algo que se nos escapa, que no cae bajo lo racional. Para el psicoanálisis, lo que no es consciente no es algo marginal, azaroso o fortuito: por el contrario está en el centro de toda la vida psíquica.
La fuerza del nuevo concepto que introduce el descubrimiento abierto por Freud no apunta a algo accesorio en nuestra conformación como sujetos: al contrario, cambia radicalmente el modo mismo de concebirnos. La racionalidad -ese bien tan preciado desde siempre- hace agua. La razón deja de ser el centro. La vida psíquica se anuda en torno a algo que no es consciente, y lo inconsciente pasa a ocupar un lugar principal.
La consecuencia de esta formulación pone en entredicho toda nuestra tradición racional: el sujeto del libre albedrío se quiebra, es cuestionado. El inconsciente abre una nueva forma de ver lo humano.
Lo más curioso del descubrimiento en ciernes, lo que produce tanto rechazo, lo que lo hace intragable es que ese inconsciente no es patrimonio de los «enfermos mentales»: todo sujeto normal es siempre sujeto del inconsciente. La forma de demostrarlo que desarrolla Freud sorprende: no apela a la clínica sino que lo presenta a través de la cotidianeidad de cualquier ciudadano de a pie. Los caminos para adentrarse en el campo del inconsciente no son los síntomas (supuestamente patrimonio de la psicopatología) sino el sueño, los actos fallidos, el chiste. Nadie hay que no esté relacionado con todas estas formaciones: nadie deja de soñar, nadie -ni enfermo psíquico, ni normal- deja de tener lapsus (pequeñas equivocaciones al hablar, cambio de un nombre propio, olvidos, etc.), nadie deja de reír ante un chiste. ¿Por qué sucede todo esto? Porque hay inconsciente.
¿Por qué hay inconsciente y no solo conciencia? Porque nuestra constitución como sujetos nos confronta con límites. Somos sujetos deseantes, pero no sabemos bien qué deseamos, pues no hay objeto último que colme el deseo. La sexualidad no es esa fuerza volcánica incontrolable que el sentido común nos presenta. El psicoanálisis viene a mostrar eso: que somos limitados, que la carencia está en la base de nuestra humanización. La sexualidad, contrario al prejuicio dominante, nos muestra que nuestra raíz no está cerca de lo animal (apareamiento de macho y hembra para procrear), sino que se define por una intrincada, compleja, tortuosa marcha que lleva de la cría humana a un sujeto normal, con una identidad sexual construida, adaptado a su medio, y que en esa marcha siempre hay, en mayor o menor medida, traspiés, rasguños, quedan cicatrices.
La sexualidad, contrario a una visión biologista y adaptativa -mucho menos religiosa y moralizante- nos patentiza la terriblemente difícil desgarradura que nos constituye a todos, más allá de las determinaciones económico-sociales. No es que el psicoanálisis tenga «la cabeza llena de sexo» («asqueroso«, «inmoral», se podría agregar) sino que, por el contrario, la complejidad de nuestra vida sexual nos muestra que ese tema no es una simple cuestión de maduración instintiva sino un siempre difícil paso por los desfiladeros de la cultura, de lo social. Y que ese paso deja marcas. Esa marca, de la que no sabemos nada ni queremos saber, es el inconsciente. Esa marca nos confronta con límites, carencia, finitud. Los seres humanos estamos marcados por eso (¿será por eso, entonces, que el poder nos fascina tanto, como modo de saltar nuestra finita condición y sentirnos ilimitados? ¿Qué es sino eso mismo, el poder?) En otros términos, podría decirse que el psicoanálisis no es la ciencia de la sexualidad (eso sería una pretendida Sexología) sino un saber que habla de los límites humanos.
Sin dudas la afrenta que conlleva todo esto para nuestro amor propio es muy grande. Destronar a alguien de su pedestal, de la seguridad de sentirse amo y señor para mostrar que la normalidad psicológica es una pura cuestión de grado (todos somos sujetos del inconsciente, todos tenemos síntomas psicológicos, no hay mayor distancia estructural entre el loco y quien no lo es, la sexualidad es problemática para todos por igual -¿quién asegura que nuestro hijo varón, o nuestro novio, o nuestro papá… no es uno de los que busca los servicios de alguno de los numerosos travestis que deambulan por allí?), todo ello es un golpe bajo muy grande para nuestro narcisimo. Por eso el psicoanálisis sigue siendo un hueso muy duro de roer, y se le huye. Más aún: se le desprestigia, se le anatematiza.
Una psicología que busca la adaptación social, que nos haga buenos ciudadanos normales (¡que no visitan travestis, por supuesto!), que no nos muestre nuestras flaquezas, es mucho más tolerable. Por eso, seguramente, las técnicas de autoayuda o todo aquello que represente una suerte de «palmadita-terapia», crecen, y el psicoanálisis no termina de prender. No entra en la universidad o entra a medias, y uno de los mitos que lo acompaña es que «es muy caro», «para pocos», «interminable».
Pero, ¿quién dijo que no se puede trabajar psicoanalíticamente en un hospital público, en un centro comunitario de salud, junto a una fosa en una exhumación o en una cárcel con reos de alta peligrosidad? El psicoanálisis no es un diván, ni un costoso honorario que cobra una secretaria bien vestida. La foto de Freud colgada en la pared de un consultorio (con diván y costoso, o muy humilde y con un par de sillas rústicas) tampoco es garantía de «pureza» psicoanalítica. El psicoanálisis, en definitiva, es un cuerpo teórico que posibilita una forma de intervención donde básicamente importa el deseo inconsciente en juego, donde se juega una historia subjetiva, que en general se expresa en palabras, y que se puede hacer consciente con un trabajo adecuado, permitiendo así manejarse más tranquilamente en la vida.
De ninguna manera es cierto que el psicoanálisis no tiene «compromiso social». Esa es una falacia. El «compromiso» (toma de posición ideológico-política) está en quien ejerce el trabajo. Con los conceptos psicoanalíticos en la mano (inconsciente, pulsión, transferencia, etc.) se puede trabajar sin poner en tela de juicio el sistema imperante, o cuestionándolo en su raíz. El psicoanálisis sirve para escuchar y poder procesar algo del sufrimiento humano. Que ese sufrimiento termine reduciéndose con palmaditas en la espalda (pero ¿se reduce de verdad así?), con un fármaco, con un trago de licor o con una interpretación psicoanalítica, es otra cosa. Y que quien trabaja en este oficio se aliñe con los poderes dominantes o los cuestione, no está en el uso o no uso del diván.