«De forma directa o indirecta las desigualdades sociales se han utilizado una y otra vez para predecir la seguridad del apego»

(Moreto)

Hace muchos años atrás llegó a mis manos un artículo titulado «De qué meritocracia me hablan». En el mismo recogían la situación de alumnos con puntajes nacionales provenientes de los estratos más humildes de nuestra sociedad y junto a ello el bajo nivel de oportunidades que encontraban para surgir. La realidad que retrataban en ese artículo no era muy lejana a realidades que había podido conocer en la diversidad del colegio que me formé, pero aun así la palabra meritocracia quedó dando vueltas en mí, por varias razones. La primera, porque en ese momento me pregunte cuántos de los chicos pertenecientes a estos sectores más humildes tenían la oportunidad de lograr desarrollar su potencial y recursos cognitivos, emocionales y físicos; y la segunda, si lo habían logrado, aun con todo, ¿qué justificaba la falta de oportunidades? Meritocracia, en un entorno donde la desigualdad es creciente, me dije, y el valor de las personas se mide por cuánto tienes.

Durante mucho tiempo me quedé pensando en la contradicción que implicaba esa palabra, bajo este entorno, y hoy vuelvo a retomarla partiendo de la frase que abre este texto. Si vamos a hablar de meritocracia, entonces tenemos que hablar de desigualdad y de su impacto en el desarrollo humano y en las capacidades que las personas logran desarrollar desde entornos marcados por variables de este tipo, porque lo que finalmente nos dice esta frase es que las posibilidades de desarrollo emocional, cognitivo, relacional y físico – que sostienen una posible sociedad meritocrática- también se encuentran atravesadas -bajo el paradigma que vivimos- por dimensiones económicas que pueden limitar la expresión de nuestra potencialidad singular. En este sentido, hay entornos que favorecen y otros que dificultan el desarrollo humano, y aun considerando la capacidad de resiliencia como una piedra angular en todo este puzle, tenemos que considerar a su vez que, para que la misma se dé, deben existir condiciones vinculares y afectivas mínimas que tendrán más dificultades para darse en un entorno de faltas, no cobertura de necesidades básicas, altos grados de estrés y vulnerabilidad.

Meritocracia, una palabra que si habláramos de sociedades justas donde se aseguran las bases mínimas que promueven el desarrollo, tendría gran valor, pero que, hoy por hoy, suena a humo cuando vemos que el desarrollo de las potencialidades humanas siguen dependiendo del lugar donde naciste y de la “suerte” que tuviste al acceder a determinadas experiencias emocionales y vinculares.

La posibilidad de una sociedad meritocrática comienza en la cuna, cuando tienes una madre, un padre, o un cuidador que está bien y por tanto puede verte, sentirte, responder y legitimar tus necesidades afectivas, cognitivas y materiales porque antes ya lo logró en sí mismo. Y al verte te refleja con todos tus recursos emocionales, intelectuales y físicos. Ahí comienza la posibilidad de una sociedad que se estructura por méritos impulsando el desarrollo de recursos internos justamente para que la libre competencia sea realmente libre y no condicionada desde la cuna ni a base de castraciones.

Lo de hoy, lo que escucho como propuesta, me suena más a un discurso aspiracional basado en una mirada reduccionista y light del desarrollo humano del estilo de un Yes, we can o un podemos, porque sí (porque somos... ¿¿fuertes??), cueste lo que nos cueste... la meritocracia suena bien, pero rechina en el momento en que ves que las políticas no están sumando para la construcción de una realidad meritocrática cuando partimos por minar las bases, y aquello que las sostiene, y no atendemos al impacto de factores socioeconómicos que limitan justamente el desarrollo del potencial humano.

Ejemplo de ello y con respecto al impacto de la pobreza en el desarrollo, existen evidencias que indican que, ante una situación de privación social, la seguridad del apego de la madre puede proteger al niño de algunos aspectos de una situación de este tipo (Moreta; 2003). El problema es cuando quien puede aportar esa seguridad se encuentra afectada(o) a nivel emocional o mental, en situación de no cobertura de necesidades básicas como las de alimentación, abrigo o techo, o altos grados de estrés, depresión, etc. Evidentemente la capacidad de atender a las necesidades del otro y establecer vínculos saludables generando el entorno de seguridad afectiva-vincular para ello, será menor en estas situaciones.

Si consideramos las tendencias en depresión y colectivos afectados podemos señalar que existe un amplio porcentaje de la población en edad de reproducción y/o crianza que pueden estar presentando estas dificultades. Y en este sentido es importante destacar que la depresión no surge de la nada y que a día de hoy podemos identificar algunos factores que podrían resultar predictivos. Entre ellos; la pobreza y el desempleo.

Pensando en el futuro y en la construcción de una sociedad meritocrática que parta por facilitar un entorno que propicie el desarrollo de nuestras potencialidades y bienestar, me parece importante considerar que nuestros jóvenes a día de hoy son unos de los principales colectivos afectados y que, junto a ello, a nivel mundial, la incidencia de esta enfermedad es hasta dos veces más alta en las mujeres que en los hombres.

Con respecto a esto, creo que no estamos ante un tema menor, hablamos de las generaciones que están criando o criarán a los ciudadanos del mañana y hoy ya sabemos, considerando lo que investigaciones han demostrado, que la depresión , así como también otros trastornos emocionales, pueden afectar el establecimiento de vínculos que potencien un desarrollo sano a nivel de crianza, observándose que los niños con padres que tienen síntomas de depresión pueden tener mayores probabilidades de desarrollar problemas cognitivos, emocionales o de conducta.

Desempleo, desigualdad y desarrollo humano: cuidar el mañana, prevenir hoy

Con respecto al colectivo de jóvenes, un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS) revela que el 45% de los afectados por un trastorno mental, como la depresión, el trastorno bipolar o el abuso de alcohol, tienen entre 10 y 24 años, siendo la principal causa de discapacidad entre los jóvenes de todo el mundo. Como podemos observar, la aparición de enfermedades mentales y trastornos emocionales se está dando a tempranas edades, dificultando a su vez la incorporación al mercado laboral. Pero el problema corre el riesgo de hacerse crónico cuando consideramos, además, que aquellos que están en edad y situación de trabajar se encuentran con inicios de carreras erráticos, situación que investigaciones anteriores han demostrado que afecta a la autoestima y al desarrollo profesional futuro, con mayores posibilidades por tanto de perpetuar esta situación.

Nos encontramos ante generaciones que han crecido con la creencia en la certeza de estrategias para tiempos pasados donde la estabilidad y el éxito económico o de estatus era otorgado y/o logrado por un titulo, máster o idiomas, pero como nos demuestran las estadísticas y estudios, para la misma ya no existe la tierra prometida ni un ciclo vital como el que hasta ahora anteriores generaciones conocían. Cabría preguntarnos sobre el efecto del rompimiento de este ideal en el imaginario de los jóvenes y posible incidencia en su estado anímico, expectativas, orientación al logro y metas ya que el esfuerzo sostenido ya no es garantía de triunfo ni de oportunidades.

Junto a ello, cabe recordar lo observado en situaciones anteriores de desestabilización o crisis económicas. En la década de los 80, donde el deterioro de la situación laboral de los jóvenes fue marcada en la UE, especialmente en España y en países como Irlanda, las tasas de suicidio se multiplicaron por tres, y por cuatro entre 1970 y la década de los 90. Mientras que en países como Alemania y Suecia, donde no existen problemas de inserción laboral de jóvenes, las tasas de suicidio descienden (Mari-Klose Pau et al., 2006).

Podríamos pensar, por tanto, que los jóvenes se enfrentan a una situación que no es nueva, sin embargo, esta afirmación no sería 100% correcta. A las características enunciadas antes, tenemos que sumar el hecho de que estamos ante generaciones que están viviendo en la máxima incertidumbre sobre su futuro, generaciones que, a su vez, han crecido además en la sociedad de la inmediatez y el consumo, con valores como la satisfacción inmediata y el tanto tienes, tanto vales, como pilar de identidad. Generaciones que como las anteriores han crecido a su vez con un currículum formativo en el cual no figuran aspectos como la autoestima, la resiliencia, los vínculos, las relaciones interpersonales, un currículo que habla de carencia de asignaturas orientadas al refuerzo de la autoconfianza y autoestima.

La situación sostenida que las nuevas generaciones están viviendo de incertidumbre y falta de oportunidades laborales, pueden conllevar que al experimentar largos períodos de desempleo, se vuelvan más pesimistas acerca de sus posibilidades futuras. Otros autores concluyen que los jóvenes que no consiguen un empleo tras finalizar los estudios tienen ya una imagen más negativa de sí mismos antes de incorporarse al mercado laboral (Gallardo, 2008). Con respecto a este punto, Tiggemann y Winefield (1984), en un estudio longitudinal, cuyo objetivo era investigar los efectos psicológicos del desempleo en la transición de la escuela al trabajo, señalan que el desempleo tiene consecuencias psicológicas negativas para las personas jóvenes, demostrando que el joven desempleado tiene un menor grado de bienestar psicológico que el empleado, presentando mayores sentimientos de aburrimiento, apatía, tristeza e impotencia y observándose una baja autoestima, en especial en las mujeres jóvenes.

Si consideramos el efecto del desempleo en la autoestima, la motivación e identidad de los jóvenes y las características del marco en el cual se da, estamos hablando de mayores posibilidades de perpetuación y mayor efecto a largo plazo debido al impacto en las distintas áreas vitales y consecuente retardo en la recuperación emocional.

En este sentido, ya no son sólo las mujeres duplicando el porcentaje, también son los jóvenes, aquellos que construirán las nuevas sociedades del mañana y quienes a su vez tienen mayores probabilidades de reproducción quienes forman parte de colectivos críticos. Los efectos de la falta de bienestar y presencia de depresión en los padres de hoy y los de mañana requiere una estrategia de intervención urgente si queremos construir una sociedad meritocrática que ponga en valor la vida y parta desde el respeto al desarrollo humano