En este segundo capítulo, tengo que declarar primero que no puedo quedarme con un único sujeto de estudio. Por lo tanto me quedo con todos los protagonistas de la historia, porque cada uno tiene su pedacito de 'culpa', si se le puede decir así. De tal manera, nuestros sujetos de interés son: americano en la cuarentena y tres jóvenes, dos argentinas y una española. Por motivos obvios, no se mencionará la edad de las sujetos.Y, si me apuráis, hasta el camarero de la historia tiene miga.
Era una noche cualquiera o, mejor dicho, podría ser una noche cualquiera si no fuera porque yo había conseguido entradas para ese mismo viernes dentro de la semana del bañador. Recordemos que la historia tiene lugar en Miami y, por si no lo sabían, sí, existe la semana del bañador. Con la cantidad de fiestas extrañas que tenemos en España tampoco vamos a comentar demasiado la semana de dicha prenda. En definitiva, los garitos de "modernos" se llenan de modernos y de pasarelas improvisadas con… sí, señor: ¡bañadores! Un motivo más para divertirse y salir. Más aún con entradas gratis. Se lo propongo a mis amigas argentinas. Tanto a Daniela como a María les gusta el plan así que allí vamos las tres con nuestras mejores galas.
No es nada del otro mundo. Son hoteles, bares con encanto como dirían algunos, restaurantes y discotecas que durante esa semana llevan a cabo eventos especiales y pasarelas de bañadores, como ya dijimos antes. Todo ello aderezado con alcohol gratis y esos regalitos cutres que siempre se lleva la prensa para que luego hablen bien del evento. Todo es bastante impostado, te vas encontrando con la misma gente que trabajan en el mundillo de la moda, te dan sus tarjetas, te hablan de lo maravilloso que es el mundo de la moda (corte y confección), te encuentras con agentes inmobiliarios (aquí son una verdadera secta) que ganan un pastón vendiendo mansions y se hablan de esas cosas sin interés, todo es “maravilloso” (piruletas, mariposas, arco iris…). Un bodrio si no fuera por cómo corre el vino blanco de rápido. Y el vodka.
Tras el tercer garito y los brazos cargados con bolsas de cutre-regalitos, las tres protagonistas de nuestras historia ya no pueden con su alma, ni con los tacones. Así pues, cuando parece que termina nuestra noche salimos a la calle a pedir un Uber derechito a casa. Atención, nos damos cuenta de que nos falta Daniela.
Nuestra tercera mosquetera se encuentra hablando con un americano que gesticula mucho y la mira embobado, casi babeando. Ella, la pobre, nos mira directamente y sin ningún disimulo hace un gesto con los ojos por el que tanto María como yo entendemos que necesita socorro urgente.Cabe aportar un dato importante a estas alturas del relato: Daniela no habla prácticamente inglés, pero siendo tan alta, guapa y simpática, se le perdona todo.
Vamos presto a su rescate y nos metemos de pleno en la conversación. Resulta que el hombre está contando a la perdida Daniela que es el director de no se qué empresa de bañadores (cómo no).Se le veía muy feliz, entusiasmado con la idea de que, de repente, en vez de estar hablando con una bella jovencita está hablando con tres, modestia aparte, lo somos. Sigue hablándonos de su empresa y de lo bien que le va, los americanos no tienen ningún reparo en hablar de dinero y si es delante de señoritas menos aún. María, que de tonta tiene poco, y de espabilada va sobrada, lo mira escéptica y le exhorta:
«¡Entonces tú nos vas a invitar a cenar!»
El hombre vacila ante tal demostración de sinceridad. María lo mira inquisitivo. Las demás nos hacemos las dignas como diciendo «este pobre hombre no tiene ni dónde caerse muerto». Él mira a su amada Daniela, vuelve a babear, balbucea algo, Daniela no se entera, pero le sujeta la mirada porque se da cuenta de que María me está dando un codazo.
«Busca el restaurante más caro que haya por aquí – me dice por lo bajito-, este nos invita a cenar hoy».
María vuelve a la carga:
«Entonces, qué...¿nos invitas o no nos invitas?»
«Sí, claro, ¿dónde queréis ir?», pregunta él.
«Berta, ¿qué restaurante conoces por aquí?».
Yo ya tenía la información en la mano, maravilla de nuestra era, tecnología adorada y gente que comenta los restaurantes en webs y los puntúa.
«Pues a mí me gusta mucho el restaurante del Hotel V – respondo, entre haciéndome la tonta y la inocente. Desde luego el restaurante más caro de toda la zona-. No sé si lo conoces».
«Sí, claro, vamos para allá».
Pobre. Cayó en la trampa. Las tres tejimos una hermosa telaraña bien atada y pegajosa donde cayó el insecto gringo para no poder salir de ella sin dejarse la billetera... o eso al menos pensamos nosotras. Nuestra noche de suerte…
Llegamos al restaurante. El americano está encantado de la vida. Está exaltado. No puede aplacar su alegría. Es feliz. Nosotras reímos, nos miramos, en el fondo no dejábamos de ser unas muertas de hambre deseando un buen festín. Comida de verdad… vosotros, afortunados, no podéis imaginaros lo que es la comida en este país… En definitiva todos felices. Nos dan una mesa para cuatro al gusto de todos, hasta al gusto del camarero que con la primera orden del gringo ya esboza la primera sonrisa.
«¡Garçon, caviar!»
¡Empieza a lo grande el gringo! Nos miramos emocionadas, empezamos a pensar que sí tiene dinero. Como buena española me encomiendan escoger el vino, por supuesto, español. Llega el vino, el caviar. Y el gringo de nuevo:
«¡Garçon, ostras!»
El garçon ya había hecho la noche con la propina que le tocaría sólo por esos dos platos. Recordad que aquí todo va por propina y, en esos lugares, lo normal es dejar un 20% de la cuenta. Todavía no habíamos dado cuenta del caviar cuando llegan las ostras y la primera botella de vino ya va por la mitad. Todos en la mesa reímos, zampamos, bebemos y continuamos pidiendo. El turno de las niñas:
«Yo me muero por un entrecot de res de Argentina», pide María.
«Para mi un salmón», muy pizpireta Daniela.
«¿Tenéis langosta?», pregunto yo.
«No señorita, hoy no». Él tenía más cara de pena que yo.
«Lástima- alardeo sin tener ni pajolera idea- en este sitio es deliciosa. Merluza será entonces».
«¡Chicas!- interrumpe el americano-. Hay que pedir entrantes también y ¡más caviar!»
Para qué aburrir con la retahíla de platos que pedimos, un festín romano y me quedo corta. Las botellas de vino volaban. El camarero sacado de una película parecía que comiera con nosotros. Lo teníamos pegado a la esquina de la mesa -«¿más vino?, ¿más caviar? ¿Más de cualquier cosa?». Su descaro me parece desproporcionado y en cierto momento, muy llevada por el vino y la cantidad de comida, le pregunto en español, porque era cubano:
«¿Hoy te vas a hacer todo el mes, verdad? Ya no vas a trabajar más».
Sonríe descarado y calla otorgando. Parece no tener más mesas. Sólo somos nosotros. Mientras, abre botellas de vino con la velocidad de la luz. El gringo se lo pasa de lujo, tiene a Daniela al lado y como si de su Dulcinea se tratase la agasaja, en este caso, con tostas llenas de caviar. Le habla, pero la pobre no se entera de nada, sonríe y come. María y yo no paramos de comer y beber. Nos pitorreamos de la escena y yo le sugiero que le haga una tosta a su Don Quijote llena de caviar. Ella me quiere matar con la mirada, me insta a que se la haga yo o, en su defecto, mi madre. Me río, se ríe, se ríe el gringo, todos nos reímos. Vivimos, comemos, bebemos… Llega más comida, ¿cómo puede haber tanta comida en la cocina? ¿Cómo hemos podido pedir tanto? Pero no paramos de comer. Pasan los minutos las horas y allí seguimos todavía. El gringo nos hace una revelación:
«Está es la mejor noche de mi vida».
Nos reímos. Hasta el camarero ríe en una esquina. Cerca de nosotros. También es su mejor noche. Creo que sigue abriendo botellas, ya he perdido la cuenta. Entre las cosas que cuenta el americano habla de su empresa que se dedica a hacer, como ya habrán imaginado, bañadores.
«¿Tienes bañadores para nosotras?- pregunta María sin dudarlo. Chica hábil, siempre al quite, siempre viendo la posibilidad de conseguir algo para el grupo, para las tres mosqueteras aprovechándose de D' Artagnan. Todas para uno y uno para todas debe estar pensando el ingenuo.
Para nuestra desgracia, resulta que el susodicho se dedica a hacer bañadores de mujeres séniors. Una lástima. No todo podría ser. Increíble cómo cada uno consigue hacer su fortuna en la vida. En este caso con indumentaria de baño de señoronas con dinero. No pasa nada, la bebida fluye y la comida también. Si para él está siendo la mejor noche de su vida, nosotras estábamos comiendo como hacía mucho que no hacíamos.
Un inciso del americanito, pide permiso y se levanta para ir al aseo. Nosotras seguimos disfrutando los manjares. Yo no pienso, bebo, como, disfruto, me llevo a la boca un pedazo de esto, un trozo de pan, un pedazo de lo otro, un sorbo de vino… Cuando me doy cuenta de que mis camaradas de fechorías se encuentran más serias que nunca. Algo me he perdido, las miro. Ambas fruncen el ceño y me miran pensativas.
«¿Qué os pasa?» les pregunto mientras degusto un pedazo de salmón.
María me mira muy preocupada. No han pasado ni dos minutos desde que desapareciera el gringo.
«¿Qué pasa si no vuelve?»
Miedo.Terror. Pánico. Cerebro en estado de alerta. El bocado se me atraganta, no consigo tragar. Boca seca. Sudor. Escalofríos. Piel de gallina. Observo el plato medio vacío y calculo su valor rapidamente. Un barrido hacia los demás platos me dice lo rápido que tengo que salir del restaurante. Las miro, me miran. Hemos dejado de ser las tres mosqueteras, Oigo sonar a Morricone. El bueno, el feo y el malo. Un trozo de pan rueda por la mesa. Nuestras miradas se cruzan. El gringo no regresa. Fruncimos los ceños. Planos cortos de nuestras miradas. Se acabó la camaradería, o tú o yo, sálvese quien pueda, conmigo o contra mí. Con tono bajo, seguro, casi inaudible salvo para las que allí se batían en duelo añado más fuego a la hoguera:
«Yo corro muy rápido».
Y es cierto y, lo mejor aún, ellas saben que puede serlo. Se acabó la diversión. Empieza la huida. Dónde he dejado el bolso. Las tres buscamos nuestras pertenencias. Ni de coña me llevo las bolsas de cutre-regalitos. Lo tiro todo por la borda. En segundos calculo el daño que los tacones puedan ocasionar en mi huida desesperada. Un mal menor. «La mejor noche de mi vida», sus palabras resuenan en mi conciencia como un martillo con el que apuntalaran mi tumba. No hay platos suficientes que fregar de aquí a fin de año que nos haga salir del aprieto. Estamos perdidas. El maldito americano no regresa. ¿Por qué no cogimos ese Uber? ¿Cómo nos creímos tan listas? Fortuna a base de bañadores… ¿Qué mema se creería una cosa así? Nos acordamos de la madre del sujeto y de todos sus antepasados uno a uno. El camarero se ha dado cuenta de la escena. Estamos perdidas. Sigue con su sonrisa aviesa. Sabe que él, sí o sí, se lleva su parte del pastel. Se torna en una sonrisa despectiva. Se ríe de nosotras entre dientes. Nosotras no vemos ningún motivo de mofa, es más, la situación es seria. Se acerca:
«¿Necesitan algo del garçon?»
Lo queremos matar. Cuatro cuchillos en la mesa. ¿Cómo te atreves? Dicen nuestras caras al unísono.
«No. Todo esta bien» contesto sin mirarlo.
Como por arte de magia y para decepción del garçon reaparece el americano, el maravilloso gringo. El *garçon *hace mutis por el foro. Revivo todas aquellas películas de la Segunda Guerra Mundial donde antes de que maten al protagonista aparecen los americanos para salvar la destruida Europa. Salvados. Salvadas. Maravilloso continente americano. Maravilloso negocio de los bañadores sénior que da dinero de verdad. Bendito gringo sueltabilletes que vuelve para pagar. Un amor-odio nos une con él. Lo amamos y lo odiamos. En su vida nadie nunca se había alegrado tantísimo de verlo y el muy necio ni sabe lo que acaba de pasar. Reímos. Esta vez con una risa nerviosa que estalla en carcajadas. Volvemos a ser amigas en la faena, las tres mosqueteras a punto de cambiar la historia y rematar a D'Artagnan. ¡Pero D'Artagnan quiere pedir postre!
«Garçon, pastel de chocolate».
No podemos ni con un bocado mas, pero cuando ese pastel llegó hubo que probarlo. Hay que apoyar la causa. Además, terminamos el pastel con otra copa de vino. Llega el momento de que pida la cuenta. Antes el sujeto muestra el interés de que vayamos a alguna discoteca de moda. Sí a todo, no puede enfadarse antes de pagar… Llega, por fin, la factura… La miramos distraídamente, desde mi punto de vista, enfrente de él, y por el rabillo del ojo veo demasiados números. Maria tiene más arte para mirar, confío en que ella consiga el dato. Mientras, nosotras nos hacemos las interesantes, comentamos sobre dónde podemos ir a continuación. Él saca la tarjeta y paga. Ni un gesto, ni una mueca, nada que delate la salvajada de cuenta que está pagando. Ni una reacción en su cara. Cara de póker. No parece que le duela.
Nos levantamos y nos despedimos del garçon con un ademán. Se siente nuestro cómplice y nosotras de él. Le hemos hecho ganar una fortuna. Su noche de suerte y la nuestra. Y la del yanki, por qué no. En la recepción del restaurante, que es el hall de un hotel, el gringo vuelve a querer ir al baño. Nosotras también. Nos dividimos. En el aseo empiezo a gesticular a mis camaradas de fechorías. Es el momento de salir volando, ahuecar el ala, salir por patas, pies en polvorosa, como quieran llamarlo, pero largarse de una vez por todas. Mientras se lo digo, mis brazos se mueven a gran velocidad indicando donde está la salida más cercana como una azafata de vuelo señalando la salida de emergencia.
Estoy de espaldas a la “pared”, las dos me miran de frente y señalan detrás de mí, con miedo y temiéndome lo peor me doy la vuelta y, efectivamente , ahí esta el americano… El grandísimo hijo de la gran Bretaña del arquitecto que diseñó aquel esperpento tuvo la gran ocurrencia de poner cristal para separar los baños de tal manera que se ve perfectamente de un lado para otro. El gringuito estaba viendo toda la escena. No sé si sería capaz de escuchar, pero mis ademanes no dejaban lugar a dudas sobre nuestros planes a seguir.
Cuando termino de girarme y bajar los brazos es cuando me doy cuenta de que nos saluda como un niño pequeño, sonriendo tanto que los ojitos ni se le veían. Mueve la mano rápidamente, esa sonrisa estúpida no le cabia en la cara. Pobre, pensé. ¡Aunque de pobre nada!. Le dedico una de mis mejores sonrisas y le saludo desde el otro lado del vidrio. Su turno de entrar al baño. Las tres lo seguimos con la mirada, con los ojos entornados, hasta que se encierra en servicio.
Es el momento. Nos miramos. María nos da el dato de lo que costó la cena. Sabía que podía contar con ella. Silencio. Esa cena cuesta un mes de alquiler nuestro… Al cambio, para él fueron veinte dólares. Este país te enseña muchas cosas. Supervivencia es una de ellas. Los multimillonarios abundan por la zona, también las hambrientas y muchas otras especies mucho más peligrosas. Pensamos en la última vez que estuvimos en nuestros países y comimos así de bien. Levantamos los hombros y, tranquilamente, salimos por la puerta. Nos vamos camino de coger el Uber con unas dos horas de retraso. Esta vez sí, derechitas a casa. Las tres mosqueteras esa noche dormirán con el estómago lleno. Mañana ya se verá…